Donde me encuentro, de Jhumpa Lahiri

 ¿Ubicada?

Esta vez son dos las razones que me han inclinado a escoger el libro que voy a reseñar. En primer lugar sigo queriendo compensar el desequilibrio entre escritores y escritoras que se pone de manifiesto al repasar la lista de títulos que en más de diez años he ido conformando en este blog (signifique lo que signifique blog, que diría el maestro Millás), y en la que los varones son abrumadora mayoría. Vuelvo a escoger, pues, a una mujer. En segundo lugar, saber que ella elige un idioma que no es el suyo para escribir, la sitúa en un grupo reducido de autores que abandonaron su idioma materno para  crear: Kafka eligió el alemán y dejó el checo; Becket prefirió el francés a su inglés original, como le sucedió a Ionesco, quien dejó el rumano para escribir en francés. Son opciones que me resultan misteriosas, porque hace falta un dominio extraordinario de la lengua aprendida para poder expresarse con la libertad y la expresividad que proporciona aquella en la que a uno lo criaron. Dicen que el esfuerzo que se necesita para ese trasplante verbal exige un mayor control, una mayor conciencia del medio que se usa, una mayor elaboración. Todo eso parece sucederle a LAHIRI, JHUMPA. Donde me encuentro (Dove mi trovo). Barcelona: Penguin Random House, 2019 (el original está escrito en 2018); 134 págs. Una auténtica novedad para quien no las suele buscar. 


La escritora, nacida en Reino Unido en 1967, de padres bengalíes, de ahí su nombre, vivió su infancia y juventud en Estados Unidos. Estudió Literatura Comparada en Boston (además de la dualidad inglés / bengalí, lee francés y entiende castellano, y ahora el italiano elegido tras instalarse con su familia en Roma y que ya es su idioma de comunicación habitual) y tiene un doctorado en estudios renacentistas. La migración siempre tiene algo de dramático, más si es obligada; en su caso ha sido una elección. Yo viví dos años en Burdeos y sé lo solo que me sentí, a pesar de mis doce años previos de francés. La acomodación física, humana y lingüística siempre es costosa, sobre todo porque el idioma es una manera de ver y nombrar el mundo y cambiar de lengua supone un reacomodo radical. Ella sin embargo confiesa que fue como buscar tierra nueva para una planta. Ese cambio de idioma puede suponer un distanciamiento que haga ver las cosas, incluso a uno mismo, con una luz nueva. No sé si es muy frecuente ganar el Pulitzer por su primer libro, una colección de cuentos titulada Interpreter of Maladies (Intérprete de emociones), de 2000. Su primera novela, The Namesake (El buen nombre), es de 2003 y, ya en 2013, The Lowland (La hondonada), publicada aquí por Ed. Salamandra, de la que no había oído ni hablar. Ha escrito también ensayo y traducido al inglés al italiano D. Starnone. Es por lo tanto una mujer de vida bastante movida, justo lo contrario de su protagonista.



Ya la cita que elige para presentar el libro, de Italo Svevo, habla de los cambios de lugar y la tristeza que producen. La protagonista, en torno a los cuarenta y de la que desconocemos su nombre, su profesión, algo relacionado con la escritura ("los estantes, todos mis libros, mi vida, se podría decir" ), las conferencias y los congresos,  el lugar impreciso donde vive, una pequeña ciudad, escribe en primera persona y se encarga de "situar" cada capítulo, unos 46, en un lugar concreto de su entorno, salvo alguna escapada a la playa o a ver a su madre, para volver a casa el mismo día. Sin embargo no desvela detalles más que con cuentagotas. Poco a poco vamos conociéndola por sus rutinas, por la relación que mantiene con vecinos y amigos, por los recuedos familiares que evoca ("Mi juventud maltrecha, en absoluto transgresora", pág. 20), los enfados de la madre, las idas al teatro con su padre, por el hecho de saber que ha renucnciado a las pautas habituales: matrimonio, hijos... Todo acaba confluyendo en una declaración: "Ser solitaria se ha convertido en mi oficio" (pág. 30). Y esta soledad a veces la lleva bien al ser buscada, y otras la supera, la incomoda, la entristece, la hace sentirse extraña, extranjera en su entorno. El material, no sé si decir narrativo, se organiza en torno a las cuatro estaciones del año ("Todas las huellas amargas de mivida están relacionadas con la primavera [...] me remiten a pérdidas, traiciones, decepciones", pág. 19). Sin embargo lo que se narra es tan leve, tan sutil, presentado con una exquisitez tan extraordinaria, que parece que no ocurre nada fuera de lo cotidiano que a cualquiera nos pueda suceder.  He expresado mi reticencia ante el verbo "narrar" y se debe a que la actitud de la escritora es más la observación atenta, casi minimalista. No se espere pues aquí sucesos que producen tensión dramática. Todo parece presentarse sotto voce. Y ese desplazamiento constante en territorio conocido la hace decir: "¿Existe un lugar donde no estemos de paso? Aturdida, confundida, desarraigada, descolocada, desconcertada, desnortada, desorientada, inadaptada, perdida, trastornada: en esta parentela de términos me oriento. He ahí mi morada: las palabras que me traen al mundo"  (pág. 131). Y esta última cita me parece definitoria del talante del libro. Las palabras nos acompañan dondequiera que vayamos y, aunque conozcamos el idioma del lugar al que viajamos, seguimos sintiendo lo vivido en nuestra lengua. Bien es cierto la riqueza que supone ver el mundo desde otra estructura lingüística, los matices de realidad que se descubren y cómo, si se es permeable, la experiencia nos cambia. Seguramente algo de eso le ha sucedido a la escitora, quien no es demasiado amiga de banderas, ni de las de Trump, ni las de Salvini. Como decía no sé quién, el nacionalismo se cura viajando.

José Manuel Mora.

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