La caída del imperio americano, de Denys Arcand

 Afán de lucro, que le dicen.

No sé si acaba por conformar una trilogía, pero sí es cierto que, a pesar de los años transcurridos, la intensidad del impacto que me produjo la primera de sus pelis, Le déclin de l'empire américain (1986), a mí que lo olvido casi todo, se me mantiene vivísima. Eran los años del sida incipiente, y el modo en que el autor trataba las relaciones de pareja de un grupo de profesores de la Universidad de Québec y la visión de las mujeres que ellos tenían sin ellas delante, y las que mostraban ellas a solas, hoy sería considerado políticamente incorrecto; en aquel momento  resultaba desprejuiciada, fresca, pero también sin ninguna piedad para con sus personajes, a quienes, sin embargo no acababa de condenar al considerarlos humanos, demsiado humanos. Los reencontraba años después en  Las invasiones bárbaras (2003), con todo lo que la vida había ido cargando sobre ellos, lejos ya de la plenitud de la treintena. La manera en que el director  presentaba el problema de la eutanasia era desasosegante, valiente y terrible a la vez. Ahora, en un título que va un paso más allá del primero (no es lo mismo "declive", que "caída"), el canadiense Denys Arcand (77 años tiene el joven) dirige La caída del imperio americano y, aunque cambia de tercio en lo que a personajes se refiere, su visión del mundo es más destroyer si cabe. Fue premio de la Crítica en la pasada Seminci de Valladolid.


¿Qué hace un pobre repartidor de paquetes, antiguo doctor en filosofía (genial la secuencia inicial en la que reflexiona sobre lo que supone ser inteligente), con un sentimiento de perdedor absoluto, pero enormemente solidario, si un día se encuentra con una par de inmensas bolsas de deporte llenas hasta los bordes de un dineral que no parece haber sido obtenido de manera demasiado legal?  Este es el arranque del filme. Cuando hay un asalto con muerte y dinero desaparecido de por medio, la policía se ha de poner a trabajar, en este caso una pareja mixta que parece complemenrtarse muy bien. El tercer vértice viene ocupado por una bellísima prostituta de lujo y un expresidiario que ha recibido lecciones de altas finanazas en la cárcel para poder reintegrarse a la sociedad. La manera enfebrecida en que los hechos se van sucediendo se corresponde con un filme policiaco más o menos al uso al que no hay que buscar demasiada verosimilitud. Los personajes son certeramente reconocibles y se mueven entre la autenticidad, el afán por desquitarse, el amor desaforadamente romántico. Sin embargo la carga de profundidad que el director tiene preparada  para hacer saltar todo por lo aires es de tal calibre, que uno no puede dejar de ver la cinta con la sonrisa en los labios, y eso que lo que vemos es terrible. Vale decir que aquí, "imperio americano", podría ser entendido latu sensu y ser aplicable a Canadá, los USA y todos los países desarrollados con una economía capitalista desaforada como la que ha venido instaurándose desde los tiempos de Reagan y la Tatcher y que se mantiene incólume a pesar de la crisis de 2008.


Porque el discurso del director es ácrata, un poco en la línea que se dejaba ver en la serie La casa de papel. Nadie sabe la cantidad de dinero que rueda por el mundo, pero lo que sí está claro es que se encuentra en pocas manos. Sus poseedores son expertos en desviar esos fondos a lugares en los que los impuestos son inexistententes. El conglomerado de capital financiero, armamento, tráfico de drogas viene sustentado por un poder político encargado de mantener el status quo. No parece posible la salida. La solidaridad y el voluntarismo de algunos no es más que eso que aquí se ha puesto de moda llamar "buenismo", pero que no resuelve el problema global, la injusticia establecida. el robo a manos llenas de los que todo lo controlan porque saben (poseen la información) y pueden (tienen los instrumentos y el personal adecuado para afinar con la economía financiera); la tecnología virtual, que todo lo mueve en unos segundos, facilita el resto. Su apariencia de impoluta virtud hará que todo les resulte aún más fácil. Hasta los grandes organismos de prestigio, la FIFA, el COI, las grandes oenegés, son aquí puestos en solfa. No deja títere con cabeza.




Alexandre Landry es el inocente y pánfilo repartidor a quien la vida le pone en la disyuntiva de tirar todo por la borda y hacerse con el botín, como un Robin Hood idealista. Maripier Morin en su primer pepel  muestra no sólo belleza intachable, sino la picardía y la complicidad necesarias para que nos creamos y deseemos que la historia acabe bien. Rémy Girard es el único actor que apareció en los dos títulos citados más arriba. Aquí está perfecto como expresidiario sabio y prudente, justiciero. Algunos críticos ven innecesarios los primeros planos de los sin techo del final mientras suena una pieza clásica maravillosa, pero aún recuerdo el barrio de Vancouver, hace unos meses, donde eran innumerables los que deambulaban por aceras y se refugiaban en portales, casi a los pies de las torres de acero y cristal. La vida misma. Irresistible.

José Manuel Mora.


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