The Crown, de Peter Morgan

 Her Majesty.

Que la Historia, la que suele aparecer en los manuales, incorpore hechos que a uno le resuenan en la memoria no deja de ser algo no sé si inquietante. Pero es cierto que los nombres de algunos de los primeros ministros de Gran Bretaña de los primeros años de reinado de la protagonista, los recuerdo por oírlos en el "parte" radiofónico de mediodía, que escuchábamos mientras comíamos. Como no había tele, las imágenes me suelen venir en B/N, que era como las reproducía por entonces el ABC, periódico que leían mis padres. Había además en mi madre un pequeño rastro de orgullo por el hecho de que la reina y ella hubieran estado embarazadas al mismo tiempo. Carlos Windsor y yo somos efectivamente de la misma edad, él unos meses más joven. Así que cuando el exquisito de Boyero señaló que era de lo mejor que había visto en series, nos dispusimos a verla, sin saber que acabaríamos devorándola, a pesar de no ser nada monárquicos. The Crown, creada, escrita y dirigida por Peter Morgan, cuya segunda temporada está colgada ya en Netflix. Parece que hay proyecto de que continúe con los cambios actorales necesarios para asumir el paso del tiempo en los personajes principales.  La primera temporada consta de diez episodios de una hora, y se estrenó el 4 de noviembre de 2016. La segunda temporada se estrenó el 8 de diciembre de 2017, y cuenta también con diez episodios, así pues no se trata de ninguna novedad. Una vez más quiero dejar constncia de algo que me llama la atención por el motivo que sea.




 























 
Escrita por Peter Morgan ya vi en 2006, con mucho gusto, The Queen, rodada por Stephen Frears, con Hellen Mirren (Oscar a mejor actriz por su trabajo) como protagonista absoluta en el papel de Isabel II, atribulada por la muerte de su nuera, la princesa Diana. Más recientemente ha escrito la taquillera Bohemian Rapsody en 2018. La presente serie retoma el peronaje real, en sus dos acepciones, ya casada en 1947 con Felipe Mountbatten, luego duque de Edimburgo, pero cuando aún no ha sido coronada, puesto que su padre, Jorge VI, reinaba tras la abdicación en 1936 de su hermano, Eduardo VIII, obligado por su historia morganática (signifique lo que signifique "morganática") con Wallis Simpson. La muerte por cáncer del disléxico fumador empedernido que fue su padre, en 1952, la obliga a asumir un cargo para el que no se siente ni madura vitalmente, ni suficientemente preparada, por haber sido formada por preceptores que tan sólo la adiestraron para sus funciones principescas. Su coronación en 1953 se televisó, siendo la primera que se transmitió en directo a todo un público convertido ya en espectador (20 millones de personas siguieron la retransmisión). Y desde el primer momento su abuela, de luto riguroso al haber perdido a su hijo, le señala lo que será su vida a partir de ese momento, una renuncia a la privacidad, y una entrega al cargo a tiempo completo y pasando por encima de cualquier circunstancia o interés que no sean los propios de Gran Bretaña.



La figura omnipotente del varias veces Prime Minister, la última entre 1951 y 1955, el Sr. W. Churchill, sobrevuela todas las decisiones políticas que se han de tomar en ese primer periodo del reinado de Elizabeth II, nombre real que decidió adoptar sin cambiar el propio. No sólo eso, sino la guerra sucia entre los miembros de su propio gabinete con ansias de sucesión, debido a la frágil salud del Premier. Y esa dicotomía entre el cargo representativo de ella y el ejecutivo de él es una de las primeras cosas que llaman la atención por lo bien tratada que está. La distancia que el protocolo impone, la sabiduría de la experiencia del viejo político frente a la bisoñez de la reina, la necesidad de no sentirse un títere, sino de ser capaz de tener criterio propio en asuntos capitales, como el intento de matrimonio de su hermana Margarita con un plebeyo divorciado. El Gobierno y la Iglesia se opusieron a pesar de la buena predisposición de la monarca. Y la boda nunca se llevó a cabo.



Hay muchas otras cosas humanamente interesantes en la serie: la soledad de la reina (esos planos de pasillos interminables, los lechos separados, las ausencias, farras, de Felipe), su inseguridad a la hora de tratar con personas que sabe que poseen mayor preparación (temía el encuentro con Eisenhower y deseaba poder hablar de algo que no fuera el tiempo o los caballos, su gran afición), su miedo a los cambios en una dinastía centenaria, su vulnerabilidad ante los escollos que se le presentan (la posible infidelidad de su marido) y la imposibilidad de compartirlo con nadie, su relación de celos no confesados con su hermana, la difícil decisión de perdonar o no a su tío, el dimitido rey, por sus afinidades políticas cercanas al nazismo... Todo va poniendo de manifiesto el conflicto íntimo de alguien sometida a su cargo sin posibilidad de escapatoria. Su actitud corporal, siempre con los brazos cruzados sosteniendo el bolso, es ya una señal de intento de autoprotección, de repliegue sobre sí misma, que se ha acabado por convertir en una pose continua. No sé si a sus 93 años, si pudiera renunciar a la corona, lo haría, o volvería a aceptar el que es el reinado más largo en Gran Bretaña, por encima del de Victoria, que ya duró lo suyo. La fascinación que la serie muestra y provoca por la figura de Isabel ha sido duramante criticada por algunos historiadores y ensayistas, no por su inadecuación a los hechos, sino por ese acto de idolatría hacia la nobleza y la aristocracia británicas. 


Tanto la producción de Martin Childs, Oscar por su Shakespeare in Love (1998) con las localizaciones más precisas y cuidadas que se recuerdan, unas en decorados y otras en lugares semejantes (no está permitido grabar en Buckingham), como la labor de Michele Clapton, quien también se ha responsabilizado de los ropajes de Juego de Tronos, por lo que ha conseguido un Emmy, es la diseñadora del vestuario también aquí, con más de 300 trajes, trabajo capital en la que se considera la serie más cara jamás rodada (100 millones de euros por 20 capítulos) y que logra mostrar el fasto anacrónico de una monarquía exteriormente tan acartonada. Por no hablar de la excelente banda sonora de R. Gregson-Williams, que se adapta como un guante a las distintas situaciones y ambientes. A. Goldman y O. Bratt Birkeland son los encargados de fotografiar con enorme acierto los diferentes ambientes, señalando las diferencias entre el oscuro despacho de Downing Str. y los luminosos salones del palacio.



Mención aparte merece el ajustadísimo reparto. Claire Foy interpreta con dignidad, empaque y humanidad el complejo personaje protagonista. Logró por su papel un Globo de Oro a su trabajo. No creo haberla visto con anterioridad. No creo tampoco que olvide su rostro. Matt Smith encarna al duque de Edimburgo, simpático y juerguista, padre amante y capaz de discutir de tú a tú con su esposa y reina. Cita aparte merece Vanessa Kirby, bellísima mujer de mirada fascinante y expresivísima en el papel de la princesa Margarita, mujer que vivió la contradicción de no querer renunciar a los lujos y comodidades de su rango y pretender a la vez hacer su vida, liberada de corsés, lo que no siempre consiguió. John Lithgow se mete en la piel de Churchill acertando en el difícil equilibrio entre la dureza de su carácter y la fragilidad que su salud le va produciendo. En definitiva, un fresco histórico bien contado que no decae, a pesar de los años transcurridos. La mano del guionista los sujeta todo. 

José Manuel Mora.

https://youtu.be/zzBjNG1GKu4












































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