Chernobyl, de Craig Mazin

 Terror real.

El tiempo juega malas pasadas. Hechos graves en su momento, y que con perspectiva lo siguen siendo, van quedando desdibujados con el paso de los años, y tres décadas se convierten en una eternidad que llena de bruma un acontecimiento gravísimo: la explosión de la central nuclear de Chernóbil, en Ucrania, en abril de 1986. Sobre ese hecho, Craig Mazin ha escrito el guión de una miniserie de cinco capítulos de una hora cada uno, perfecta para maratón vespertino, dirigida por Johan Renck, que se ha convertido en una coproducción de la estadounidense HBO y Sky de Reino Unido y que al parecer ha sido recibida con estupendas críticas. No es muy de extrañar si sabemos que dicho guión se ha apoyado en el libro de le Premio Nobel Svetlana Alexiévich titulado Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, editado en España por Debate y del que no hay mención en los créditos de la serie.


Desde la llegada de Trump a la Casa Blanca (léase Trum) parece haberse puesto de moda hablar de realidades alternativas, de fake news o noticias falsas, los antiguamente llamados bulos, ahora con apariencia periodística pero igual de falsos, capaces de contradecir con declaraciones o con imágenes manipuladas lo que se consideran hechos ciertos. Sin embargo da la impresión de que enmascarar la realidad ha sido una práctica de larga tradición. Quienes más han usado y abusado de ella han sido los regímenes dictatoriales, y la URSS previa a la glásnost, o periodo de trasparencia iniciado con Gorbachov, lo era. Así pues no es de extrañar que, cuando se produjo la explosión y posterior incendio de la central nuclear de Chernóbil, las autoridades soviéticas, con el partido y sus jerifaltes a la cabeza, se apresuraran a negar la gravedad de lo ocurrido. El propio Mazin considera que el asunto de la serie es la guerra que se entabló contra la verdad desde las más altas instancias del poder. 


Desde el primer capítulo es evidente la incompetencia de los trabajadores de la central por una deficiente formación, y el cerrilismo del máximo responsable, que se niega a aceptar la evidencia de lo que ha pasado, con lo que las consecuencias se van haciendo cada vez má graves. Mientras la gente de Prípiat sale a la calle en plena noche para ver el incendio en la lejanía como un suceso curioso más que preocupante. Los bomberos que intentarán apagarlo se convierten en los primeros y auténticos héroes, al hacerlo sin la información necesaria ni las precauciones imprescindibles, que seguramente tampoco hubieran servido de mucho, dada la magnitud del desastre, rodeados de materiales altamente radiactivos que cogían con sus propias manos. La radiación se fue extendiendo por  Bielorrusia, Rusia y Ucrania, pero se mantuvo en secreto de cara al resto del mundo para no perjudicar el prestigio de la superpotencia, hasta que desde Suecia se dio la voz de alarma al medirse grados de contaminación muy superiores a lo normal, provenientes del norte de Ucrania. Y no hubo más remedio que hacer frente a la realidad, para lo que se envió a un especialista en centrales nucleares y al político encargado de tomar las decisiones pertinentes. Una de ellas, cuando las máquinas que podrían posibilitar el desescombro, se revelan incapaces y han de ser los seres humanos quienes lo hagan, conscientes de que ello les supondrá la muerte en breve espacio de tiempo. Otra, la eliminación de los animales en contacto con la radiación y la roturación de las tierras afectadas. Por último hubo consecuencias contra las que no se podía hacer nada: las mutaciones genéticas de seres humanos, plantas y animales, las muertes atroces por cánceres agresivos y fulminantes. La zona quedó devastada, hubo que evacuarla y permaneció desierta e inhabitable para el futuro. Hasta 2017 no se concluyó el sarcófago que cubre los restos del desastre, al que se le prevé una vida de tan sólo 100 años y que ha costado miles de millones.


Para que una historia así resulte creíble, además de bien asentada en datos contrastables (se roza el aire documental en algo que ha sido ficcionado), se requiere de una ambientación cuidadosa, para lo que se ha recurrido a filmar en Lituania, donde hay una nuclear gemela a la que explotó, y en zonas cuya arquitectura se corresponde con aquella despersonalizada y fría característica de la URSS de la época pero que quería responder a los estándares de una ciudad moderna. Pero no sólo los exteriores han sido cuidados. La fotografía de los interiores, sobria, oscura, iluminada con fríos tubos de neón; el mobiliario de oficinas y hospitales, todo ayuda a situarse en el momento y el lugar del desastre, aunque no lo conozcamos. A ello se suma el retrato de unas gentes acostumbradas a ser sumisas, a ceptar las órdenes sin cuestionarlas nunca, porque provienen de un gobierno autoritario, envuelto en secretos, protegido por la sombría KGB. Lógicamente el trabajo actoral es imprescindible para que todo cuaje. Jared Harris, el científico, y Stellan Skarsgard, el ministro de energía, componen dos personajes inicialmente antitéticos, pero que acabarán conociéndose y siendo solidarios y Emily Watson, científica que llega desde Bielorrusia con la intención de averiguar lo sucedido, sobre todo para que no vuelva a ocurrir, aporta una contención expresiva de enorme fuerza y todo su talento interpretativo tantas veces demostrado con anterioridad. En realidad este personaje es una síntesis de los que colaboraron en desenmascarar la verdad. De poco sirivió inicialmente la conferencia de Viena, ni el juicio al que se sometió a los responsables de la central, acusados de provocar el desastre por las decisiones erróneas que tomaron en función de intereses personales y de partido. El propio Partido se muestra como responable por estar más pendiente de la imagen exterior que de la efectividad de materiales y medidas, siempre tomadas para ahorrar, aunque pusieran en peligro el funcionamiento de máquinas tan sofisticadas. La serie se cierra con imágenes de archivo de los diferentes personajes actuantes en la tragedia. Todo adquiere así mayor fuerza documental.


Prípiat no volvió  a ser habitada. Las ropas de los bomberos siguen sin recogerse debido a los niveles de radiación que aún contienen. La vegetación fue ocupando calles, patios de juego, casas, granjas... Se tardaron varios años en solventar los problemas de funcionamiento existentes en las otras centrales nucleares soviéticas. El accidente puso de manifiesto que, aun aparentemente limpia, sin emisiones a la atmósfera, como las que producen los combustibles fósiles, la energía nuclear, con sus reactores, el uranio necesario para su funcionamiento y los materiales usados, con vida radiactiva posterior de milenios, era una auténtica bomba atómica en potencia, mucho más poderosa que las Hirosima y Nagasaki. Las centrales nucleares se siguieron construyendo en toda Europa, lo que fue creando un incipiente movimiento de protesta en Centroeuropa: Atomkraft? Nein, Danke, decían los alemanes. A pesar de nuestro "¿Nuclear? No, gracias", muy cerca de aquí, en una zona altamente sísmica, tenemos la de Cofrentes. No parece que aprendamos. El desastre de Fukushima, en Japón, tras el terremoto y el maremoto subsiguiente en 2011, cuyas imágnes están tan frescas en nuestra memoria, no parece haber contribuido a cambiar el sentido de la búsqueda de energías limpias, menos contaminantes y menos peligrosas. Los intereses de las grandes corporaciones que las construyeron pesan más que la salud y la seguridad de las personas. La serie, por su despojamiento de efectismo, por la buena factura con que ha sido realizada, me ha provocado auténtico terror, mucho más que el de los muertos que caminan por esa serie interminable que no he visto. Esta sí que hay que verla. Imprescindible como sociedad que conozcamos lo sucedido. 

José Manuel Mora.





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