Un atardecer en la Toscana, de Jacek Borcuch

 Miedo al diferente.

Y otra vez una referencia a Italia me lleva al cine, como antes lo hizo al libro que comenté anteriormente. Y eso que la reseña crítica que había leído no la presentaba como una película amable. Un atardecer en la Toscana, título que los distribuidores han elegido para un original que parece no tener nada que ver con el de nuestra cartelera, Dolce Fine Giornata, es una cinta de Jacek Borcuch, actor y director polaco del que no creo haber oído hablar con anterioridad, a pesar de que tiene detrás de sí una carrera larga. Que el director haya pensado en Italia para ubicar su historia puede tener su sentido, dado que junto con España, es uno de los puntos calientes de la llegada de migrantes, a pesar de que el porcentaje de éstos por cada mil habitantes es del 2.8%.


Y tenemos a una mujer madura, Maria Linde, Premio Nobel de Literatura (ficticio), que habita tanquilamente con su familia en la Toscana, desde que dejó su Polonia natal cuando los sucesos de Dansk, o Danzig y el sindicato Solidaridad, con todo su pasado como descendiente del Holocausto a cuestas. Tiene temperamento, parece estar de vuelta de todo y está viviendo con plenitud, a sus sesenta y pico, un romance con un migrante egipcio treintañero, que trabaja en un chiringuito de playa. Se lleva muy bien con su hija y mejor aún con su nieta; con su marido, algo menos, aunque la convivencia sea pacífica. Cada uno de ellos ve y vive el mundo de una manera, ella en concreto alejada de los convencionalismos. 




En Volterra deciden hacerle un homenaje en el que, al tomar ella la palabra, hace referencia a un atentado islamista habido en Roma en días anteriores como una obra de arte, saltándose los consabidos límites morales, situándose al lado de los refugiados y criticando la burocracia europea que da con la puerta en las narices o sitúa en campos de reclusión en sus fronteras a quienes intentan llegar. El escándalo que provoca no parece hacer mella a su carácter intransigente. La peliguada pregunta que el filme plantea es: ¿Se puede ver belleza en un acto terrible? ¿Se puede empatizar con ello a pesar del horror? ¿Estamos dispuestos a combatir el miedo que el diferente puede provocar en nuestra sociedad? ¿A qué precio? A todo ello debe responder el espectador, y hoy por hoy Europa entera, dados los vientos que corren con los salvinis, lepenes, orbanes y nuestros más próximos abascales. Hacen falta políticas comunes, tomadas con menos precipitación que las que se proponen a veces ante hechos determinados, más planificación a largo plazo sobre lo que es imperativo hacer con los países que vomitan gente desesperada, desesperación que muchas veces causa la propia Europa con su explotación de recursos y de seres humanos. Lo que el director plantea es la necesidad de defender nuestras propias convicciones, aun en contra de las de la mayoría. Y ya sabemos que la libertad no nos hace más felices, nos hace más libres y es posible que en ocasiones más desdichados.




El Premio Especial del Jurado en Sundance fue a parar ala magnética Krystyna Janda, a quien seguro que habré visto mucho más joven, aunque apenas pueda recordarla, en cintas de K. Kieslowski y de A. Wajda, donde la descubrí en El hombre de mármol (1976) y la posterior  El hombre de hierro (1981). Sin la intensidad de su mirada y de su gesto seguramente la peli no hubiera sido lo mismo. Una de las secuencias impactantes de la cinta es la persecución que sufre por los carabinieri. El modo en que filma el director, con cámara en mano, siguiendo a los personajes (fabuloso el trávelin final) hace que todo se sienta como más próximo a nosotros. La fotografía de exteriores y atardeceres es muy sabia y las ráfagas que vemos de la Toscana, hermosísimas. Filme actual, de los que obliga a situarse frente a lo que vemos.

José Manuel Mora.


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