Viaje musical por Francia e Italia en el s. XVIII, de Charles Burney

 Música y viaje.

De un lado la cubierta del libro, de otro el sugerente título, que llamaba a dos de mis aficiones de siempre: la música y los viajes, hicieron que me decidiera a comprarlo, junto con la recomendación de mis libreras. No tenía ninguna otra referencia, aunque he de confesar que últimamente son muchos los libros que compro de esta editorial, siempre en presentaciones cuidadísimas. BURNEY, CHARLES. Viaje musical por Francia e Italia en el s. XVIII. Barcelona: Ed. Acantilado, 2019 en su segunda edición, a cargo de R. Andrés, encargado también de la traducción y notas. 495 págs.


 El tal Burney (Shrewsbury, 1726 - Chelsea, 1814) era un británico a quien la pasión por la música (organista, compositor, clavecinista, estudioso) lo llevó a salir de la isla y a viajar por el continente, siguiendo la costumbre iniciada a finales del XVII por aristócratas británicos como parte de su formación; la cosa devino en moda, la que Goethe desató al hablar de la necesidad de iniciar el viaje a la cuna de la cultura, Italia, que él realizó entre 1786 y 1788, el conocido desde antes como Grand Tour, del que resultaría su Viaje a Italia  (1780), y que toda la gente con pretensiones de "ilustrada" y con posibles, intentó llevar a cabo desde finales del XVIII y durante todo el XIX, sobre todo en su final, tras la invención del ferrocarril, dando lugar, de alguna manera al conocido fenómeno turístico, aunque no tan masivo como en nuestros días. Existía un precedente ilustre, Journal de Voyage en Italie par la Suisse et l'Alemagne en 1580 et 1581, del señor de Montaigne, del que di cuenta aquí en una traducción italiana que me llevó lo suyo y con la que pude disfrutar mucho.  Se doctoró en música, aunque también cultivó la amistad de literatos del Literary Club y de pintores, como Joshua Reynolds, quien lo retrató (Vid. infra). Su fama se debe, más que a sus investigaciones musicales, a los diarios que llevaba durante sus viajes, a modo de cuadernos de bitácora, que constituyen un retrato de época, como veremos a continuación.


Burney realizó el suyo entre junio y diciembre de 1770 y las condiciones del trayecto no parece que fueran tan extremas como las del Sr. de la Montaña, aunque tampoco demasiado cómodas, dadas las características de los carruajes de la época, de la necesidad de pagar peaje al pasar las distintas fronteras, con el miedo a la confiscación de documentos  o enseres ("en las inmediaciones de Roma, donde me han dicho que la Inquisición  examina los libros uno a uno"; pág. 289), de las condiciones de las osterías de carretera y del estado de las mismas, y algo de lo que el autor se queja sobre todo en Italia, la necesidad de la mancia, la propina que era casi obligatorio pagar en cualquier transacción, con la convicción siempre de estar siendo timado: "imposible contratar a alguien sin que antes medien regateos" (pág. 290). Se desenvolvía con soltura en francés, aunque el británico se manejaba menos en italiano, idioma que entendía pero que no era capaz todavía de hablar, cosa que acabó por hacer al final del largo periplo. La finalidad de su viaje era escribir una historia de la música, dado que es "la única de las artes que no corrompe el espíritu" (pág. 10), según Montequieu. El autor considera además que está "tan asociada a nuestra diversión, y descanso que no podemos vivir sin ella" (pág. 12). Una muestra de la forma de vida de la época es también el retrato de David Garrik, actor, dramaturgo y amigo del autor, pintado por William Hogarth. Para lograr el éxito de su empresa iba bien provisto de cartas de presentación para gente influyente de las distintas ciudades que se proponía visitar  y recomendaciones sobre posibles compras bibliófilas relativas a la música.


Y así nos va contando cómo a veces ha de subir a una diligencia con capacidad para ocho donde van diez pasajeros para ir hasta París, o en barcazas, como le sucedió en Lyon, donde tuvo que montar en "coche d'eau" para atravesar el Ródano. Los contrastes que observa en Francia le llaman poderosamente la atención: por un lado rebosa de lujo, y por otro los campesinos visten a jirones. Del mismo modo las grandes fortunas son evidentes, frente a multitudes de obreros pedigüeños, lo que parece una premonición de 1789. Aquí todavía no ha llegado la Revolución Industrial, que ya se ha implantado en Inglaterra. Ginebra le gustó mucho más que la anterior ciudad, además de que pudo visitar a Voltaire. Le sorprendió el hecho de que por ser una ciudad tan estricta los teatros estén prohibidos. El paso de los Alpes le depara paisajes bellísimos: "Altas montañas cubiertas de nieve, que parecían hechas de nubes" (pág. 74). Ya en Turín descubre que "se habla un dialecto medio francés medio italiano" (pág. 88). Los teatros tienen forma de herradura, los conocidos como "alla italiana", con palcos y platea con asientos con respaldo, diferentes a los ingleses, diferencia que se aplica también a la poca atención que aquí presta el público a lo que sucede en escena. No sé si le sorprende eso más o el hecho de que la Biblioteca Real de Turín  esté abierta a diario, menos los domingos, sin restricción de consulta. A mí, habitante del s. XXI, no deja de pasmarme.


Ya en Milán la visita a la Biblioteca Ambrosiana es necesaria para la localización de documentación relativa a su investigación. Felizmente para él y para los investigadores parece que "ha desaparecido el Tribunal de la Inquisición" (pág. 127), lo que facilita todo mucho más. La sedia di posta que toma en estos caminos lo cubren de polvo, viento, lluvia y frío. Pasando por Brescia llega a Verona donde, como sucede aún hoy, se maravilla ante el anfiteatro restaurado: "todo el teatro está al aire libre y los asientos son de desnudo mármol" (pág. 144), lo que no impide que en él se represente la ligera commedia dell'arte. En Vicenza se queda asombrado ante la arquitectura palladiana y en Padua llaman su atención los soportales que protegen de lluvia y calor. Allí encuentra los primeros castrati, asunto sobre el que volverá más adelante. Como buen inglés, se sorprende de que "en esta estación la gente de aquí empieza la vida a media noche" (pág. 177). Y aunque son los franceses los tildados habitualmente de chauvinistes, nuestro británico no se queda atrás y señala que "nada de lo que he oído ni oiré tiene parangón con Haendel" (pág. 182).


En Venezia se hace consciente de que "en ninguna ciudad de Italia se imprimen tantos libros" (pág. 2010), tradición que persistía en la ciudad de los canales desde el Renacimiento. Descubre las accademie "o conciertos privados, que se celebran en las casas" (pág. 184) donde tiene ocasión de descubrir voces e instrumentistas excepcionales. Otra de las instituciones que abundan en la Serenissima son los orfanatos, donde en algunos "residen más de mil muchachas" (pág. 187); en ellos aprenden a cantar y a tocar instrumentos, dedicando ímprobos esfuerzos a esa tarea en horarios intensivos. En Bolonia, donde los soportales permiten recorrer la ciudad sin mojarse ni coger una insolación, se queda mudo ante la riqueza que encierran los Uffizi. Se fija en esculturas y pinturas antiguas en las que aparezcan instrumentos, con el fin de testimoniar su existencia. De hecho tuvo la oportunidad de encontrarse con Piranesi, quien le regaló alguno de sus dibujos. Conoce allí también a Farinelli, el famosísimo contratenor, que había estado al servicio de la monarquía española, lo que le da pie para afimar que se trata de "una corte y un país dominado por la envidia y el orgullo"  (pág. 233); buen retrato. Visita, claro, la Biblioteca Laurenziana,y allí descubre los libros catenati, es decir, encadenados al atril para ser consultados sin que puedan ser sustraídos. De camino se maravilla ante la que considera la más hermosa de las catedrales que ha visto, la de Siena, con su característica Plaza del Campo. Y por fin, Roma: "la capital del mundo" (pág. 305), en la que "cada piedra erosionada por el tiempo o recubierta de musgo, adquiere una importancia especial" (Ibidem).  La Biblioteca Vaticana supuso para el investigador la posibilidad de consultar incunables, partituras, tratados musicales, imágenes de músicos con instrumentos que él desconocía y que le serían de enorme utilidad.


Sigue los oficios católicos en S. Pedro del Vaticano, que visita "de manera tan apresurada" (pág. 330) que recuerda a los modernos turistas que viajan con el tiempo tasado; se anima a perderse sin cicerone por la ciudad; visita a cuantos compatriotas tiene ocasión y es siempre bien recibido en comidas y conciertos, organizados muchos en su honor. Se hace consciente de la diferencia entre la música eclesiástica, mal pagada, y la de tipo operístico, bien considerada y  mejor retribuida. En Roma pasa casi un mes, lo que le da ocasión de visitar no sólo las iglesias de la ciudad, sino los alrededores, las ruinas imperiales, los palacios y sus tesoros. Y la música siempre como una de sus prioridades, a pesar de que "en Roma los espectáculos públicos no están autorizados" (pág. 464). En la carretera hacia Nápoles, la más bonita de Italia y mejor mantenida gracias al rey de España, se fija en las vides, trenzadas a los árboles para que crezcan a lo alto. Come uvas sin que le llamen la atención y al llegar a la ciudad observa que "el trajín y la actividad son incluso mayores que en París o Londres" (pág. 364). 



Vuelve sobre el asunto de los castrati y expone que plantean un problema moral, pues no siempre los muchachos se someten a la cirugía de forma voluntaria, por lo que él considera "esa cirugía del todo contraria a las leyes de la Naturaleza" (pág. 375); tanto es así que los propios italianos se avergüenzan de ello. La cercanía de Pompeya le permite visitar las excavaciones que se llevaban a cabo y admirar todo lo que empezaba a aflorar, mucho de lo cual se presentaba en el museo de Portici, donde no se podía acceder ni siquiera con un lápiz con el que intentar anotar o copiar algún detalle de lo expuesto. Lo mismo sucedía en Herculano, con sus pinturas y mosaicos y la gente congelada por la lava en plena huida. El Vesubio dominaba amenazador ambos enclaves y escupía lava y piedras, como preparándose para una nueva erupción. De vuelta a la ciudad asiste a representaciones en el teatro de San Carlo, más grande que la Ópera de París.


Todas las apreciaciones sobre armonías, contrapuntos, afinación de voces e instrumentos, balés y coreografías en decorados bellamente iluminados, permiten hacerse idea de la brillantez de la música de la época, aunque a una persona no versada pueden resultarle excesivos. Él mismo reconoce al final la posible reiteración y se excusa por ello: "No puedo esconder mi preocupación ante el hecho de que el lector la encuentre demasiado prolija" (pág. 470). Sin embargo es muy fino en las apreciaciones sobre las gentes de cada territorio visitado y el conjunto de la península: "Es sorprendente cómo este talante, que lleva a la dejadez y a contraer vanas promesas, esté tan arraigado en Italia" (pág. 467). El regreso, tal vez por la época del año, lo realiza con mayor dificultad. Aún así descubre Pisa, cuya torre le llama más la atención por su estilo, que no por estar inclinada; y Parma, que albergaba un teatro con capacidad para 4000 personas. En Génova se le escapan algunas consideraciones de carácter social: "Los pobres padecen el mal gobierno de los poderosos" (pág. 469); nihil novum sub sole en este nuestro tiempo que pensamos tan corrupto y opresor.


Y ya de vuelta en París a través de la Provenza, en jornadas continuadas e interminables, encuentra tiempo y ocasión para entrevistarse con Diderot, a quien conocía por su participación en la Enciclopedia e incluso con el temible Rousseau, quien lo acogió con amabilidad, pese a su fama de ogro. Hasta el cruce del Canal se hizo azaroso, pues una tormenta obligó a volver a Calais al barco que lo llevaba. Una vez en su casa de Londres esperó a sentirse repuesto para empezar a organizar papeles y notas con las que conformar su canónica A General History of Music que fue apareciendo a partir de 1776. A mí la narración de sus aventuras y desventuras italianas me ha hecho viajar de nuevo a un país en el que me encuentro siempre como en casa, más cuando muchos de los lugares citados los he visitado también, lo que me permitía  hacerme mejor la idea de lo que podía suponer semejante recorrido hace más de doscientos años. Así pues, si uno consigue leer las partes dedicadas a la música en forma diagonal, si es que no está versado en especificidades de entendidos, el libro sirve casi como una guía de viaje de otro tiempo.

José Manuel Mora.  

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