Copenhague, de Michael Frayn

Disyuntiva ética.

Esta vez, y con motivo de mi viaje a Madrid a la boda de un sobrino, es mi hermano quien ha puesto en nuestras manos dos entradas para la función de La Abadía, para ver una obra de la que tenía muy buenas referencias a través de la crítica de M. Ordóñez en mi diario de referencia. El autor, Michael Frayn, es para mí, sin  embargo, un absoluto desconocido. Tampoco el título me decía demasiado:  Copenhague, que fue escrita en 1998.  



Me entero por la wiki de que se trata de un escritor británico, nacido en 1933, y que además de dramaturgo es novelista, escribe guiones para la BBC y abarca gran variedad de géneros literarios, como el ensayo, el periodosmo y es además experto traductor de ruso. Por la obra que voy a comentar recibió el Premio Tony a la mejor del año 2000. Se da la circunstancia de que la puesta viene firmada por Claudio Tolcachir, renombrado autor, actor y director argentino del que naturalmente los de provincias no hemos visto nada, aunque su producción haya sido coronada por el éxito desde que puso en marcha aquel experimento bonaerense conocido como Teatro Timbre 4, con representaciones en un piso porteño para un grupo reducido de espectadores de la obra  La Omisión de la Familia Coleman en el 2005. 



   
Hacía mucho tiempo que un texto teatral no me conmovía tanto. La piedra oscura me tocó la fibra. Incendios me emocionó desde el horror de lo representado. La presente va dirigida más, creo, al intelecto. Dos grandes cerebros de la física, N. Bohr, padre de la física cuántica, y profesor en plena madurez, y W. Heisenberg, antiguo alumno aventajado y que formuló el principio de incertidumbre, se vuelven a encontrar en la capital de la Dinamarca ocupada por los nazis en 1941. Aparentemente con un único testigo, la mujer del primero. Sabiamente el autor no nos deja asistir a la charla que ambos mantienen fuera de la casa. Sobre ello vuelven los tres personajes para intentar averiguar qué sucedió, qué se dijeron, por qué se marchó el segundo de la manera que lo hizo. Hay, en ese volver sobre la entrevista, mucha sabiduría teatral, porque a cada vuelta de tuerca conocemos una nueva perspectiva y nuevos datos que nos permiten entender las claves del encuentro. Y lo que empieza siendo el posicionamiento de dos seres enfrentados en cuanto a la disyuntiva de si es ético utilizar los conocimientos de la física teórica para ponerlos al servicio de una dinámica de guerra que acabará estallando en forma de bomba en Hiroshima de mano de los estadounidenses, que también estaban en la carrera y con los que Bohr acabó colaborando en 1943 tras su exilio de su país, se va enriqueciendo con cuestiones políticas: Heisenberg es el encargado del programa atómico del gobierno de Hitler; Bohr es de ascendencia judía y no puede acceder a determinados puestos por esa razón. También lo personal influye: el deseo de reconocimiento, la angustia por el hijo perdido... Y la mujer en medio de los dos, en absoluto testigo mudo, sino interrogadora, replicante a los recuerdos de los dos hombres, a la imagen que cada uno tiene de sí mismo. Y esa discusión se lleva a cabo desde una acronía post mortem, pasado ya el momento del suceso, desde el que se vuelve una y otra vez a 1941, momento en el que han de andar con cuidado con lo que dicen porque "las paredes oyen".


Hay además un elemento de gran teatralidad, que funciona como una técnica de distanciamiento brechtiana: los tres, en determinados momentos, pasan a ser narradores de lo que viven para volver a ser luego los personajes, ello enriquece la acción y la carga de mayor dramatismo. No sé si eso está en el texto de Frayn o es una aportación de Tolcachir. Lo que sí pertenece al director, supongo, es la sabia manera de moverse de los actores por el espacio curvo del escenario de La Abadía, que me sigue resultando de cierto aire eclesiástico. La manera en que se encaran al público, tan próximo, la forma de llenar lo que es sala de la casa de los Bohr y el jardín otoñal circundante, el ritmo pausado de la narración de lo sucedido frente a respuestas como trallazos en los enfrentamientos. Una iluminación precisa y bellísima acompaña cada momento. 


Hacen falta muchas tablas para hacer frente a este reto intelectivo y emocional. Y E. Gutiérrez Caba, de larga tradición familiar, está entrañable y es capaz de pasar de la amistad al enfado, de la evocación a la disputa ética, apoyándose siempre en Malena Gutiérrez, a quien veo por primera vez y que tiene el papel menos agradecido de la función, que cumple a rajatabla, siempre puntillosa, siempre con la réplica necesaria para ponerlos en su sitio. Carlos Hipólito es un todoterreno. La última vez que lo aplaudí fue en Billy Elliot; parece dispuesto hacer frente a un musical y cantar y bailar con soltura, tanto como enfrentar al personaje más complejo de la obra, el que presenta más claroscuros y que es capaz de humanizar hasta la lágrima. Cuánta sabiduría actoral a dos pasos de unos espectadores encandilados, puestos en pie al final durante un buen rato de aplausos y 'bravos'. Tardará en borrárseme de la memoria esta actuación y la discusión ética de altos vuelos que deja en la incertidumbre heisenbergiana el perfecto final.  

José Manuel Mora.


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