La joven de azul jacinto, de Susan Vreeland

 Vermeer.

Menos mal que llevo adelante este blog que, como he dicho ya en alguna ocasión, me sirve de aide-memoire. Lo comento por lo que sigue. Hace relativamente poco, reseñé aquí un libro, Feliz final, en el que la historia se contaba à rebours, que decimos los frnaceses, empezando por el final hasta llegar al momento inaugural. Mi amigo Quique, que siempre ejerció de mentor de mis lectura cuando éramos adolescentes, me habló de otro título en el que la anécdota se contaba del mismo modo. Lo busqué y me econtré con que estaba descatalogado, pero en mi librería localizaron un ejemplar en Murcia, de segunda mano, impecable, que por cinco eurazos y dos de porte me permitió tenerlo entre las manos a la semana siguiente. La sorpresa vino luego. Lo tenía en casa, dedicado como regalo, tras haberlo ya leído yo. Ni recordaba el título, ni a la autora, ni la dedicatoria, ni el contenido. Pero claro, en 2003 aún no llevaba adelante este archivo de lecturas que me esfuerzo en mantener. Así que me lo he vuelto a leer como si fuera la primera vez, y ahora sí dejo constancia. Un último avatar del ejemplar murciano: lo acabé regalando a mi exalumna Maite, venida de Londres a darnos un beso.


Un sucinto apunte sobre la escritora: estadounidense (Wisconsin, 1946 - California, 2017), autora de varios libros que relacionan el arte y la ficción, por ejemplo el dedicado a la pintora italiana Gentileschi, The Passion of Artemisia (2002), centra aquí su atención en un pintor que siempre me fascinó, Johannes Vermeer, o para ser más preciso, en un cuadro supuestamente pintado por él y que procede de su invención: VREELAND, SUSAN. La joven de azul jacinto. Barcelona: Editorial Salamandra, 2002, en su 2ª edición, 215 págs; aunque se publicó con anterioridad al citado más arriba, en 1999 en USA. Algunas de sus obras han sido llevadas a la pantalla, What Love Sees (1966), por ejemplo, y ha sido galardonada en el título que comento por los libreros independientes estadounidenses. 


Hablaba más arriba de mi fascinación por el pintor holandés, sobre cuya pista me puso mi mentor con sólo dieciocho años. Entonces no había internet y la posibilidad de conocer a un artista se limitaba a una buena enciclopedia que hubiera por casa o a una tarjeta postal, ese objeto ya casi desaparecido. Cuando lo pude contemplar en directo en mi primer viaje a Holanda quedé atrapado por la delicadeza en el tratamiento de la luz en la panorámica de la ciudad (tuve que sentarme un buen rato a contemplar en silencio su Vista de Delft), por no hablar de la cotidianidad de La callejuela, que disfruté de nuevo en la magnífica exposición organizada en El Prado; o de cualquiera de los interiores iluminados por la luz que penetra por una ventana lateral, muchas veces fuera de campo, en una habitación donde todo parece detenido. Y esta última parece ser la tónica del cuadro imaginado por Vreeland: una muchacha con la mirada perdida en el exterior y el gesto contenido en la tarea de poner botones a una ropita usada; un cuadro que podría ser uno de los múltiples que se perdieron del pintor.


 Y así la escritora parece que lo que ha hecho ha sido ensamblar una serie de relatos, publicados algunas veces por separado en diferentes revistas y que se pueden leer autónomamente, y que van siguiendo hacia atrás las vicisitudes del cuadro: en posesión al inicio de un profesor estadounidense, parece querer desprenderse de él, quemarlo, porque sabe del origen oscuro del mismo: su padre lo robó en uno de los desalojos de casas judías en Holanda cuando la ocuparon los nazis. La familia que lo poseía lleva ya el triángulo amarillo en la solapa y se prepara para salir del país abandonándolo todo, lienzo incluido, cosa que obviamente no logrará. El padre lo había comprado en una subasta en 1940 para su hija. Antes había sido el regalo ofrecido a una muchacha casadera por sus padres, que comprueban a diario "cómo el amor se alimenta y crece en la trascendental cotidianidad" (pág. 79). Hay luego un cambio en el punto de vista narrativo y es una mujer de la buena sociedad de finales del XVIII la que le cuenta a una amiga de París sus desventuras matrimoniales en La Haya ("Me había educado en la creencia de que uno se casa de acuerdo con los deseos de la familia" pág. 89). El marido le ha regalado la tela, que acaba siendo testigo de su infidelidad y que deberá vender para poder marcharse y ser libre. La "luz matutina" del siguiente relato es la que se filtra en una casa humilde, junto a un polder, que ha sido anegada por una inundación. En una barca, pasada la tormenta, llegará el lienzo y un bebé como un nuevo Moisés. A pesar de ser casi lo único hermoso que hay en esa casa, habrá que venderlo para alimentar a la criatura y salvar del hambre a la familia. Previamente sabremos el origen del niño y por qué su padre lo abandona junto con el cuadro, como única manera de salvarlo. Y así llegamos al momento en que Vermeer se debate entre las dificultades que le ocasiona querer vivir de la pintura y los problemas para alimentar once hijos. Acabará por pintar a su hija junto a otra ventana, aunque el interior de la muchacha no pueda ser captado por los pinceles de su padre.


La manera en que la autora es capaz de moverse en ambientes difíciles, por economía, por sentimientos, por ideas, se equilibra con la solidez, la belleza, la delicada quietud intemporal del cuadro, que parece sobrevivir a los avatares de todos sus poseedores, que han disfrutado de él y de la paz que irradiaba la pintura. La ambientación en los distintos momentos históricos es cuidada y responde con precisión a la época retratada. En la imaginación del retrato nos ayuda la inteligencia y la sensibilidad con la que la autora es capaz de describir la pincelada, el matiz cromático, la colocación de los objetos en el espacio, el misterio que alberga la muchacha retratada en su mirada que huye por la ventana persiguiendo sueños imposibles. Gracias a esta reseña sé que no olvidaré ni el libro ni el gozo que me ha provocado su lectura. 

José Manuel Mora.

Comentarios