Bérgamo I, Lombardía. IV.

  Città Bassa.

El recorrido de salida del lago es claro y pronto encontramos las indicaciones de nuestra próxima parada: Bérgamo. Aunque había leído algo sobre ella y sabía que en realidad se trata de dos ciudades, uno no acaba de hacerse idea hasta que llega al lugar. Entramos por la Città Bassa, en plena llanura, rodeada de campos de maíz o de plantaciones de vid. Es tierra de buenos vinos. Accedemos por una gran avenida en la que hay dos templetes, de corte neoclásico, y una alta torre con reloj a la izquierda. Al fondo, colgada de una enorme elevación geológica, amurallada, encerrada, se entrevé la conocida como Città Alta, la más antigua. La avenida se va empinando y bordea una enorme muralla defensiva que la perimetra por completo y que parece sujetarla para evitar su derrumbe. El navegador nos ayuda a llegar al B & B "Alba" (80 € colla colazione), donde queremos quedarnos dos noches. Para ello me he tenido que meter por direcciones prohibidas, callejuelas en donde no sabía si cabía el coche, "culos de saco"... Una aventura. Incomprensiblemente me detengo delante justo de su puerta.


En las ciudades italianas hay ahora unas siglas desconocidas para el que llega: ZTL. Y aunque no se sepa, uno supone que se trata de algún tipo de prohibición. Zona Traffico Limitato indica que sólo pueden transitar los residentes. Adentrarte en ellas sabiendo que te puede caer una multa es un plus de tensión. En los hoteles te ofrecen un certificado de albergue en la zona que las evita, aunque sea expedido a posteriori. La casa en la que nos alojaremos tiene 400 años y Barbara, quien nos acomoda, la enseña orgullosa de los techos pintados del XVIII, o una cocina con campana de los tiempos originales del edificio, aunque con todo lo necesario. Estamos encantados. No me resisto a dejar constancia gráfica. No nos podremos quedar las dos noches, sin embargo.


En la zona, Piazza del Mercato del Fieno (¿no es precioso el nombre?) hay un parcheggio cubierto y vigilado a 14 € el día. No queda otra opción y nos da tranquilidad. Decidimos  comenzar por la Ciudad Baja, la que tuvo que ser construida para extenderse extramuros. Y lo hacemos bajando por calles empedradas y con escalones, por las que vemos subir a esforzados turistas. Llegamos así a la muralla que circunda la ciudad antigua y nos hacemos idea del poderío de los que decidieron fortificarla de esa manera. Foso y muro la debieron de convertir en inexpugnable. La panorámica desde aquí es espectacular.


Queremos visitar la Accademia Carrara. Lleva el nombre de quien la fundó en el s. XVIII. Se alberga en un palacete de frontón neoclásico y cuesta 12 € la entrada. No llevamos información previa sobre sus fondos por lo que, tras mucha obra prescindible de pintores de la zona y de aquella época, descubrimos a Moroni, de quien no habíamos oído hablar y que es bergamasco del s. XVI; el retrato de este joven, con el que se anuncia la galería en su fachada, es magnífico.



Más allá nos sorprende Mantegna, nos arrebata Rafael, nos deja sin palabras un Rubens nunca visto con anterioridad, varios delicadísimos Bellini y un divertidísimo retrato de Boticelli junto a otro intenso de L. Lotto, además del gesto tristísimo de una muchacha que ha perdido a su hermana, de un tal Pelliza, de 1889. Estamos un par de horas disfrutando del lugar, sin gente y con una temperatura deliciosa. 



 


































































Las propias chicas del museo nos recomiendan un lugar cercano donde ir a comer algo. El Bicér, vasito de vino en el dialecto, resulta ser un sitio con encanto, decorado todo con botellas bien iluminadas, sobria y elegantemente, con techo de ladrillo visto como el de una bodega. Cous-cous con pollito y garbanzos, arroz especiado, dos cervezonas de 7º con un plato de salume  y un postre con pinta de salchichón que resulta ser de chocolate, todo por el módico precio, aquí, de 35 €. Ha valido la pena.


 Nos hemos enterado de que la Academia tiene una sección dedicada al arte moderno en un edificio situado frente al que ya hemos visitado. No sé cuál sería su función con anterioridad pero ha sido perfectamente restaurado y se halla muy bien acondicionado para exponer piezas del S. XX, no sólo italiano, sino algún Vassarely curioso, un J. Arp, un hermoso Kandinsky junto a un sugerente De Chirico, un Warhol, varios de G. Balla... Hay incluso algún rato para la risa. La visita supone un complemento de la anterior. 


 



















Subimos por S. Tomasso y todo está cerrado. Recuerda a Elche en los días de la Marededéu. La via Pignolo era la que conectaba la ciudad alta con la baja y la descubrimos cuajada de palacetes del XVIII y el XIX, suntuosos en su decadencia, como si la burguesía que los mandó construir hubiera querido dejar constancia de su poderío, a pesar de no residir en la parte alta. Algunos portones abiertos permiten intuir cómo son los cortili que guardan en su interior. 


























Pasamos delante del teatro Gaetano Donizetti, que era nacido en la ciudad, y que está en periodo de restauración. Hay también una frutería con mi apellido y se lo hago saber al frutero, lo que le hace mucha gracia. Cansados ya, decidimos que sea el bus 1A el que nos suba a nuestra zona de residencia. En diez minutos estamos bordeando la muralla y llegamos a la última parada, desde donde se divisa la parte contraria de su perímetro. Entramos en la ciudad alta por la puerta de S. Alessandro a una zona ya completamente peatonal y tomada por el turismo, también el italiano, de toda edad y condición. La Plaza de la Citadella parece estar engalanada de fiesta y restaurantes. Nosotros necesitamos un descanso. 
































Al volver a salir a pasear la ciudad de noche, caemos en la tentación del pastel típico de la zona, el oséi, un bizcocho relleno de chocolate y recubierto con mazapán amarillo, consistente. Las campanas de la cercana catedral nos dan un auténtico concierto mientras lo tomamos. La llegada a la Piazza Vecchia nos deja mudos. Está delimitada por un potente edificio blanco de columnas dóricas y frontón que resulta ser la biblioteca, en el centro una funtecilla baja con leones, al estilo de la granadina y al frente el Palazzo della Regione, de piedra tallada y ojivas góticas. A la derecha una torre, il campanone, al que se accede por una escalera cubierta en diagonal. 














 























Vamos hasta la parada del funicular para dar la vuelta y encontrar el Duomo por la parte trasera, con un ábside románico y una tremenda cúpula. Oímos música y entramos. Está llena y el concierto de trompa y órgano parece estar acabando. Con todo podemos escuchar el bis que la gente pide y conceden. Casi no podemos atender a la música porque nos hemos quedado con la boca abierta al entrar. Es un espectáculo de luz y sonido y la catedral está refulgente, con un aire de ensoñación, aunque de por sí es asombroso todo el trabajo que cubre techos, cúpula, paredes, la madera labrada de confesonarios retorcidos, el mármol de los púlpitos, el altar... Una auténtica bacanal barroca. No sabíamos nada de su riqueza y nos ha dejado sorprendidísimos.

 


 






















Habrá que verla mañana con la luz natural. Al salir hace fresco y no queda más que volver a nuestro refugio.

José Manuel Mora.

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