Brescia, Lombardía. VII.

 Brescia.

Al llegar ayer desde Iseo a Brescia, fue casi una casualidad el entrar directamente en la plaza de Paolo Vi (así es como lo dice la señora del Waze, hasta que caemos en la cuenta de que se trata de Pablo Sexto para nuestro jolgorio), tras haber atravesado un túnel que pasa bajo la mole del castillo, poder aparcar momentáneamente y acercarnos al Hotel Orologio, que es donde habíamos reservado por recomendación de Simona y Marco. La recepcionista prepara el papel para la policía que evitará las multas y vamos a aparcar a lo alto del castillo, en zona de estacionamiento libre. La bajada por escalones empedrados se realiza en cinco minutos. Subir costará más. Tras instalarnos, ya de noche, salimos a familiarizarnos con la ciudad. Hace un fresquete agradable y desembocamos, tras pasar bajo la torre del Orologio, es decir, del reloj, en una plaza inmensa y casi vacía a esta hora, de estética claramente fascista. Parece que el Duce dio aquí alguno de sus más encendidos discursos desde la tribuna esculpida en mármol rojo que hay a la derecha. 


Y, para quitarnos el mal sabor de boca de estas evocaciones, pasamos a otra plaza de menor tamaño, con aires de salón de baile gracias a la loggia que hay en su fondo, de remembranzas paladianas, confrontada con la edificación que alberga el famoso reloj, que tiene una hermosa luz a esa hora de la tarde.

Y volvemos al hotel ya cansados después de la jornada. Mañana será el momento de conocer la ciudad a fondo con dos de sus habitantes, con los que nos han puesto en contacto nuestros amigos de la Emilia-Romagna.


El desyuno del hotelito es bastante más que aceptable (5€ por persona y día en plan bufé, además de los 70 de la habitaciçon en el centro del pueblo). Tenemos la mappa que nos han dado en recepción y, al pasar por la plaza del Duomo, constatamos que no nos habla su portalón neoclásico, pero que a su lado hay otra iglesuca de doble cilindro concéntrico, y claramente románico del s. XI, que hace que entremos a verla. Se trata del Duomo antiguo, también conocido como Rotonda. Su interior, por debajo del actual nivel de la ciudad, está coronado por un deambulatorio y una cúpula airosa. Lo más curioso es que hay un nivel inferior, ocupado por la cripta de S. Filastro, antiguo obispo, sostenida por columnas y capiteles de antiguos edificios romanos. Y al disponernos a salir, nos encontramos con un sepulcro bellamente esculpido en mármol rojo que nos hace detenernos a su alrededor con asombro.





 






































Nos dirigimos luego hacia el este y se suceden los palacetes, unos restaurados sin excesos, otros carcomidos por el tiempo. Los patios que se entrevén tras los portones son hermosos, armónicos, silenciosos, y testimonian esa vida privada que los turistas no llegamos a conocer. Daríamos algo por poder adentrarnos en ellos y tomar un café a la sombra de tanta verdura, far from the madding crowd, que decía la película de J. Christie. O en román paladino, "lejos del mundanal ruido". Pero hay que seguir.



Las calles están desiertas, de sábado tempranero. Sin proponérnoslo ni saber de su existencia, llegamos al Museo Sta. Giulia, anunciado por unas banderolas en su exterior y ubicado en un antiguo convento benedictino remozado y recuperado felizmente para el común. Bajo los arcos del claustro podría seguir escondido el ángel de Fra Angélico.


La entrada es, oh  sorpresa, gratuita y los fondos están inteligentemente distribuidos. En el piso superior hay buenas pinturas parietales de lo más ingenuas, sarcófagos con bellos bajorrelieves, y un soffitto que me ha recordado al techo cuajado de constelaciones del Patio de Escuelas Menores de Salamanca. Aquí tan sólo son estrellas sobre fondo azul con un Dios Padre en su centro. Bajo él, con una luz tenue, una urna con un crucifijo longobardo en su interior, forrado de láminas metálicas y cuajado de gemas y pequeños sellos de marfil, que posee un aire visigótico, casi asturiano.  




































Volvemos al hotel, donde hemos quedado con Marco y Simona, que nos van a hacer de cicerones. Hace calor ya, por lo que ella propone que nos refugiemos en un museo hasta la hora del pranzo. Y hacemos caso, claro. De camino hay ocasión de irse conociendo. Son trabajadores en una fábrica de la zona, con algo tan antiguo como la conciencia de clase,de cuando la zona todavía no había sido colonizada por La Lega, pero sobre todo, con una enorme humanidad y divertidos y liberales, muy distintos entre sí y complementarios por ello, pienso. El Museo Martinengo se aloja en el palacio del mismo nombre, que su propietario donó al Comune en el s. XIX y que recibió los fondos del conde Tosio, con quien comparte titularidad. Se encuentra en una plazoleta, flanqueado por dos enormes abetos y presidida por una estatua en pedestal de Leonardo.


 Hay pintura medieval y renacentista con nombres para mí desconocidos, como Foppa, o Ceruti, y algunos grandes, Raffaello, o L. Lotto. Pero sobre todo, lo que Simona quiere que descubramos es a dos pintores brescianos, que después de verlos aquí se nos harán omnipresentes en otros museos de Lombardía. Se trata de Moretto  y Moroni ambos del s. XVI, y a quienes ella admira mucho. 






En una de las salas, siguiendo la explicación de Simona, me sobresalta un exabrupto contra los turistas españoles que impiden a los italianos disfrutar de su patrimonio. Me vuelvo y se trata de nuestros amigos de Viadana, Lorenzo y Roberta, que han llegado para darnos una sorpresa y pasar el resto del día con nosotros. Hace al menos diez años que no los vemos y la alegría y los abrazos son enormes. Como no conocen el museo, continuamos la visita juntos y se nos hace tarde, las tres de aquí no son las nuestras, tanto que sólo encontramos un sitio abierto en la plaza que descubrimos ayer de corte fascista. Como nos sirven en la calle y nos traen buenas cervezas para paliar la sed, todo lo damos por bueno. Dos botellas de vino de la zona nos sueltan las lenguas. Concluimos que tanto en España como en Italia la sinistra è sparita. Aún no se había producido la caída del Capit-ano Salvini, y tampoco se preveían unas nuevas elecciones por el desacuerdo en nuestro país. Tras el imprescindible café, Simona nos lleva hacia poniente, donde se encuentra la torre Spalata, de 30 m. de altura blanca, claramente defensiva del antiguo borgo

 

Los Franciscanos, con su sobriedad característica, merece una visita rápida. El claustro proca deseos de entrar en religión, aunque naturalmente no lo haremos. Los rincones nos siguen sorprendiendo. Nos queda todavía por visitar el castello.


Volvemos a pasar por la Plaza de la Loggia y, bajo el reloj, Lorenzo nos señala el lugar donde se produjo la matanza de 1974, durante una manifestación  contra el terrorismo fascista. Éstos, los de Ordine Nuovo, colocaron una bomba en un cesto de fruta y la hicieron explotar con el resultado de ocho muertos y un centenar de heridos. Recluido por entonces en Tudela, no debí de enterarme, puesto que los telediarios franquistas no se debieron de hacer mucho eco. Aquí sigue latente la memoria de la barbarie y hay unas flores al pie de la fuente. Dejo una foto de época como recuerdo imperecedero y como homenaje a muertos y heridos. No hay que olvidar, dice Lorenzo.


La subida al castello, que se encuentra en el centrro de la ciudad, es empinada y la hacemos por escaleras de guijarros y entre una pinada frondosa. Nuestro coche sigue en su sitio. Levantado en el s. XIII, la cinta de muralla, las torres defensivas, el profundo foso, causan auténtico asombro. Desde lo más alto, la panorámica circular es magnífica. En un momento dado, dentro de la chiacchierata sociopolítica que continúa, porque entre ellos, como gente de izquierdas, no se ponen de acuerdo, me viene a la cabeza una canción de los años sesenta que aprendí viendo el  Festival de S. Remo, Allora, dài, que cantaba G. Gabber en 1967 y que recuerdo casi en su totalidad y empiezo a entonarlo pidiendo que canten el estribillo. Se asombran de que siendo extranjero conozca la letra y coincidimos en su por desgracia rabiosa actualidad. Es un momento mágico.
























Y en una terraza, a la salida de la fortaleza, seguimos la discusión con cerveza y pinchitos, al estilo español. La amistad tiene esta facilidad para retomarse por encima del tiempo y la distancia. Pero los de Viadana han de irse, ya noche cerrada. Los volveremos a ver pronto. Marco y Simona nos acompañan hasta nuestro hotelito y nos despedimos con promesa de volver o de que nos visiten en Alicante. Ha sido un día magnífico.

José Manuel Mora.






















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