Lago de Como, (II) Bellagio, Varenna, Lecco. III.

 Un lago interminable.

Hemos madrugado para ver un par de cosas que nos quedaron pendientes, dado que las iglesias cierran a las seis y ayer no lo pudimos hacer. Queríamos visitar por dentro S. Fidele, la joyita románica que por la tarde nos llamó la atención. La portada está adornada por un precioso rosetón del primer periodo lombardo, sencillo, casi desnudo y elegante, acompañado de un esbelto campanile de ventanas geminadas en lo alto. Su interior es oscuro, como corresponde a un estilo de gruesas columnas, paredes sólidas y pinturas parietales, algunas muy deterioradas. Las calles están absolutamente vacías a esta hora, las terrazas recogidas todavía y alguna ciclista octogenaria circula con placidez; así da gusto pasear. 

 





























Antes de despedirnos, decidimos tener una vista panorámica de la ciudad y tomamos la funicolare, que sube una pendiente muy pronunciada hasta Brunate, desde finales del s. XIX, para poner Como a nuestros pies. Ahora que una carreterita zigzagueante permite a los coches llegar hasta allí, las casas se han multiplicado, pero me cuesta más entender la existencia de un palacete decimonónico de tres alturas con vistas al lago, donde al parecer viven "personas humanas". ¿Cómo se las arregalarían para subir todo lo necesario por esa pendiente cuando el transporte era más rudimentario?






























Resultaba fácil seguir las indicaciones que conducen a Bellagio. La carretera sube y baja entre hayas, cipreses, abetos y toda clase de vegetación prealpina, que parece dispuesta a despeñarse ladera abajo hasta el agua. El día ha ido abriendo y vuelve a ser pleno verano. Aunque nuestras etapas diarias no son largas, no siempre la carretera permite parar donde a uno le gustaría para disfrutar de esta especie de fiordo mucho más habitable que los del norte. Con todo, de manera inesperada, se abre un ensanche que posibilita el aparcar y la foto. Los pueblos de la otra orilla parecen decorados de cuento. Supongo que en invierno y con las aguas encrespadas todo esto no debe de ser tan idílico. Ahora es glorioso descansar la mirada al fondo, donde confluyen las laderas. Dejo aquí el mapa de la cuenca para que el curioso lector pueda hacerse una idea de los vericuetos que la forma de y griega invertida dan al lago. 



 




















En el vértice de tierra montañosa que lo divide en dos brazos distintos, se encuentra Bellagio, conocida también como Lario, una especie de Guadalest pensado para turistas. Lo que debió de ser poco más que una aldea, famosa por su posición estratégica entre los tres ramales de agua y con los Alpes al fondo, es ahora un lugar colmatado de terrazas, de restaurantes, puestos de helados, aparcamientos donde es difícil dejar el coche  a pesar del precio y que no obstante no deja de ser pintoresco, con sus calles en pendiente, escalonadas y empedradas para estupor de tobillos frágiles. Quedan villas decimonónicas, abandonadas y en evidente decadencia unas, todavía habitadas otras, convertidas muchas en hoteles "con encanto". Es el típico pueblo que, como al nuestro de la Marina, puede sucederle morir de éxito. Lo asesinos seríamos los turistas, naturalmente. Apenas tenemos tiempo de comer apresuradamente para poder tomar el  ferry (13 € coche y dos personas) que nos cruzará hasta Varenna, en la ribera oriental. 
























 
Tiene este pueblo mucho más encanto que el anterior, más pequeño, más recóndito, y con un lungolago cuajado de sorpresas: muelles de atraque para los distintos barcos que cruzan de orilla a orilla, playitas de chinarro con apenas media docena de pesonas, escaleras en los callejones que dan al agua y donde se puede uno tomar un helado y disfrutar de la parada a la sombra acogedora de las escaleras. El recorrido asciende luego hacia un jardín municipal de orografía muy irregular, de estilo inglés, coronado por la iglesia de S. Giorgio, del s. XIV, con un altar de mármol que no se corresponde con la sobriedad de columnas potentes y pinturas parietales ingenuas y deterioradas. Junto a esta iglesia, otra mucho más curiosa por su desnudez interior y su pantócrator en el ábside. Las dimensiones son íntimas. Y hay que bajar por estos malditos empedrados que destrozan las plantas de los pies. 






























 
Nos comentan que a 4 kms. al norte está Bellano, otro pueblecito famoso por su orrido, palabra que he de buscar para saber que se trata de una cascada natural escondida tras una hermosa iglesia que más parece de la Toscana, por su fachada bicolor a franjas blancas y grises, acompañada del campanille, que no llegamos a ver si está exento. Hay que subir una cuesta bastante pronunciada y darle la vuelta al complejo eclesiástico. Está empezando a chispear y los turistas han desaparecido, tan sólo un par de familias con críos, a los que quieren enseñar el curioso fenómeno del agua despeñándose entre rocas de un gris liso, que no se acaba de saber de dónde proviene. El recorrido se puede hacer por  una especie de sendero de tablones con barandilla que se ve súbitamente interrumpido. Hay que volver. No queremos llegar demasiado tarde a Lecco, donde aún tenemos que encontrar el B&B que hemos reservado.

































Sin embargo la conducción hacia el ángulo más oriental se complica porque, para bordear el lago, la obra de ingeniería ha debido de ser ingente. Los túneles imposibles se suceden, dejando a la derecha enormes vanos por los que se entrevé el agua, que ha virado a un color verde frío e inquietante, y que poco a poco se convierte en un gris plomo, reflejo del cielo;  y la lluvia que cae. Al llegar a Lecco ha despejado, pero no encontramos el lugar del aparthotel. Por fin nos recogen y dejamos el coche en un aparcamiento de aire siniestro y oscuro. Está cerca de la estación del ferrocarril y el barrio es bien multiétnico: africanos, latinos, pakistaníes... La nueva Italia, la nueva Europa. Desde fuera no parece haber conflicto y se les ve bastante integrados. Seguramente il Capit-ano Salvini no pensará igual, dada su decisión de mantener fuera de las aguas jurisdiccionales a los barcos que salvan migrantes en medio del Mediterráneo. En la calle hace aire y 23º y la gente va con chaqueta. Llegar al centro es un breve paseo. 



























A la mañana siguiente ha vuelto a salir el sol, desayunamos en el bar de la esquina, regentado por una china que se expresa en italiano como el de los indios de las películas y, al llegar a la orilla, el lago se ofrece brillante y con algunas barquitas de recreo, pero apenas hay gente. Destaca en el centro de la población la torre de la iglesia de S. Nicolò, que es probablemente la más alta que hemos visto, aunque amazacotada y sin mucha gracia. Para verla en su totalidad hay que darle la vuelta entera a la barriada y entonces se comprueba que está exenta y bien asentada para soportar su enorme altura.


Decidimos pasear por la orilla hacia una antigua barriada de pescadores cuyas casas muestran en parte lo que fueron y donde parece que hay restaurantes de buen pescado; entre ellas se divisan picachos nevados. Los Alpes están cerca. El recorrido es aprovechado por gente que corre, otros que montan en bicicleta y otros que simplemente pasean. Se llega así a la isola Viscontea, abandonada ahora y que tuvo en tiempos pasados un uso popular y colectivo, con sesiones veraniegas de cine y conciertos; hoy la han puesto a la venta. De todo ello nos informa una jubilada de la zona, en tiempos combativa, hoy decepcionada. En realidad la isla se encuentra en el curso del río Adda, que comunica el de Como con otro algo menor llamado di Garlate.















































De regreso hacia el centro nos encontramos con una muralla defensiva rodeada de un imponente foso alfombrado de césped verde, que contrasta fuertemente con la piedra gris del muro. Corresponde al tiempo en que los españoles se enseñoreaban del territorio. En toda esta zona se desarrolla I promessi sposi (Los novios), escrita por Alessandro Manzoni, una de las cumbres narrativas italianas del XIX, que desconozco, y que mi amiga Onorina me recuerda con cita incluida desde Roma. Tendré que ponerme a ello a la vuelta.




 




















La tarde la dedicamos a buscar albergue para la próxima ciudad y cenamos "de apaño salumeria". Salimos sin embargo a una ciudad prácticamente vacía (città vuota, que cantaba la Mina), a tomar un helado: uno de zabaione (como los ponches de huevo y licor de nuestras madres), y el otro de yogur griego y fondente, deliciosos. Nos perdemos callejeando sin la orientación del sol por zonas donde no habíamos estado. En una calle vemos un grupo de chicas y chicos hablando una lengua que no identifico en absoluto. Pregunto y me dicen que es farsi. Les muestro un vídeo de mi amiga Isabel recitando a uno de sus grandes poetas, Hafid, ante su tumba en Shiraz, y se emocionan. Ellas no llevan velo y se despiden mutuamente con un beso. No sé cómo se readaptarán si vuelven. Mañana dejamos los lagos de momento.

José Manuel Mora.























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