Lago de Como (I), Lombardía. II

 Lago mítico.

Este lago, el de Como, encierra para mí una evocación desde su mismo nombre. En mis tiempos de estudiante en Salamanca acompañé una tarde a uno de esos bares salmantinos con piano, a una entonces sólo compañera que sacó las partituras y empezó a tocar una pieza para mí tan desconocida, como el lugar al que se refería el título: el "Lago de Como". Interpretó el nocturno con tanta pasión y tanta fuerza que quedé prendado de la música y de ella misma. Ahora por fin iba a conocerlo. Domingo y casi Ferragosto, la gran fiesta italiana junto con la Navidad, que hace que todo el mundo salga de vacaciones, lo encontramos todo prácticamente cerrado. Nos sorprende al llegar una enorme muralla que parece cerrar lo que sería el centro histórico de la ciudad y que conserva el trazado romano. De vez en cuando el lienzo es interrumpido por una soberbia torre y arcadas que dejan entrar y salir al recinto amurallado. Es curioso ver pasar el tren a Milán junto a este vestigio no sé si medieval.


Tenemos la suerte de encontrar abierto un bareto donde se sigue con pasión una carrera de motos en la que un italiano desbanca a un español en la última curva. Gran griterío.  Se llama "Le Bistrôt", y la chica que atiende es un encanto. Buscamos el punto de información para localizar nuestro dormir y se encuentra junto a la orilla. El lungolago está festoneado de árboles que protegen de un sol de justicia. Los domingueros pasean y disfrutan. Por el aspecto no me parecen turistas, más bien locales. Nos encaminamos luego dentro le mura en dirección al Duomo, que sobresale imponente, como la popa de un inmenso navío. Al darle la vuelta descubrimos que, sin solución de continuidad, se encuentra adosado a él lo que fuera antiguo palacio municipal, levantado sobre arcadas que protegen de la lluvia y como única decoración las franjas de dos colores de los diferentes tipos de mármol usados para su construcción. Completa el conjunto una torre que es casi defensiva y que ahora alberga en su fachada sur el reloj que da puntualmente las horas. Como todas las catedrales, ésta se ha construido a lo largo de los siglos, y aunque su fachada es tardogótica, la portada norte es renacentista y el interior viene completado con un ábside barroco fulgurante en su altura y decoración La tarde es de domingo provinciano y apetece comerse un cannollo para recordar nuestros días en Sicilia y buscar el "Margaride", con habitación abuhardillada y collazione por cinco euritos de nada. Ya instalados, salimos a patear de nuevo.






























Fieles a nuestra consigna, "las ciudades se conocen andando", nos vamos perdiendo por callejas poco transitadas, una iglesia románica con deambulatorio exterior que ya está cerrada, plazoletas vacías, con alguna pareja en un banco frente al Museo Civico, palacetes que no son tan suntuosos como los de Palermo, pero que aún muestran esgrafiados en las paredes y tonalidades desvaídas que les aportan un aire decadente. Conviven los del s. XIX con otros de estilo lombardo de una forma armónica y hermosa y en cualquiera se puede descubrir un cortile cuidadísimo, protegido por la consiguiente reja que indica que es zona residencial privada. La limpieza es total. Hasta que acabamos encontrando una plaza con la estatua de uno de sus hijos insignes, Alessandro Volta, el inventor de la pila, subido al pedestal. Y así damos con el lago pasado ya el momento del tramonto.






















El ambiente ha cambiado por completo. Hay infinidad de terrazas llenas de gente cenando o tomando copas. Las luces dan a los edificios y a la negrura del lago un aspecto completamente diferente al de mediodía, más íntimo. En el monte frontero se pespuntean las luciérnagas que indican el camino del funicular. Hay que empezar a buscar algún lugar donde tomar algo, porque a las diez de la noche aquí son horas de levantar manteles. Lo encontramos en el barrio donde estuvimos a la tarde y nos sirven un hermoso plato de salumeria variadísima, lo que en Alicante llamamos companaje, exquisitamente presentado y acompañado de dos medias heladas. El barrio es zona de pakistaníes, que pasean con sus mejores galas. Y regresar a  nuestro ostello no requiere ya hacer uso del mapa. Nos orientamos bien. Y ya a resguardo, desde la cama, escuchamos la lluvia golpear en el tragaluz de cristal desde el que se ve el duomo ahora con una luz fantasmagórica.





José Manuel Mora.











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