Lago de Garda, Lombardía. VIII.

 Último lago.

Nos han recomendado mucho que, para llegar al Lago de Garda, salgamos temprano porque, al ser domingo, la carretera suele ir bastante cargada. Nos han sugerido también que nos encaminemos directamente a Salò. Aunque el nombre corresponde al inventor del violín, a mí me trae a la cabeza, como no puede ser de otro modo, el filme de Pasolini (1975), que causó un enorme revuelo cuando se estrenó por aquí y que contaba los 120 últimos días de la República fascista, creada por Mussolini y títere del poder nazi, durante los últimos tiempos de la Guerra Mundial. A pesar de las amenazas sobre el tráfico, la carretera está fluida y pronto empezamos a ver un nuevo lago. El día está radiante, con el pueblecito acostado al borde de las aguas. 


El paseo por el lungolago es despacioso y disfrutamos del sonido del cabeceo de las lanchas amarradas a los norays. Al final está  la iglesia de la Annunziata, atestada de gente en la misa mayor. Es el momento del sermón del sacerdote y, aunque no entendiera nada de italiano, la "música" me resultaría absolutamente familiar; el mismo soniquete, las mismas frases hechas, las consabidas metáforas y las ideas más trilladas que llevo escuchando desde pequeño. El interior es de un gótico elegante con  las arquivoltas decoradas de forma sencilla. El retablo es magnífico, así como los dos órganos situados a ambos lados del altar mayor.



 


















 Regresamos hacia el centro del pueblito por la calle paralela, a la sombra, hasta una especie de loggeta, donde está el punto de información y que abre sus arcos sombreados al deslumbre del lago a esta hora del mediodía. En medio de la calle hay un santo vestido de obispo en lo alto de su pedestal. Al parecer nos da la espalda, porque está mirando hacia Brescia, de donde supuestamente amenazaba con llegar la peste que él detuvo. Y más allá otra torre con orollogio, sobria en su decoración y que corona una de las puertas del antiguo borgo. Evidentemente se trata de un lugar enormemente turístico, aunque aún no hayamos llegado al punto álgido del fenómeno.  






















 El nuevo destino en el navigatore es Desenzano, donde pensamos comer. El paseo está cuajado de pinos y barcas y una brisa amable que nos hace revivir frente a este mar cerrado desde el que se vuelven a otear los Prealpes al norte. Hay una especie de pequeño puerto deportivo que tiene un cierto aire veneciano por las casas que lo rodean. Los turistas alemanes y los cada vez más presentes de la Europa Oriental junto con los consabidos japoneses se hacen notar con sus distintos acentos. Muchos de ellos se bañan en el rompeolas. 


















En lo alto del pueblo hay un castillo con clara función defensiva y una torre, la de Rivoltella, que mantiene todavía la dignidad. La restauración deja ver una muralla que lo perimetra y un arco de entrada. En la actualidad sus salas se dedican a muestras y exposiciones comunales. Desde lo alto se contempla una de las más bellas panorámicas  del Garda. 



 


























 Muy cerca queda Sirmione, al sur del lago, con forma de península alargada que se adentra en el agua unos tres kilómetros, al tiempo que se va estrechando. Con miedo de no encontrar aparcamiento en el propio centro, lo dejamos estacionado a la entrada, y comenzamos a caminar entre chalés de veraneo de gente con posibles. Tomamos un café junto a un puertecito de regatas con buena música de fondo. Luego continuamos hasta lo que es la entrada propiamente dicha: el castello della Rocca Scaligera con torre de homenaje, puente levadizo sobre un foso ocupado por las aguas del lago, muralla y una puerta de entrada al recinto, que tiene dificultades para asumir el tráfico de personas que circula en ambas direcciones. Una vez más todo este gentío viene a ver algo que, tal vez ni siquiera lo sepan, aunque se construyó en el s. XIII estaba casi en ruinas en el XIX, cuando fue remodelado. ¿Hablamos pues de decorado? El caminar por las estrechas callejas entre tanta gente nos agobia de tal modo que desistimos de llegar hasta las famosas "cuevas de Catulo", que ni son cuevas, sino ruinas de una villa romana, ni son de la época del poeta, sino posteriores. Se alza también el campanile de una iglesia que es poco común a tenor de lo visto por aquí.

 





















Dejo la foto en grande para que se vea el "ambiente" y eso que no capté la calle principal. Cada uno con su helado. Menuda industria tienen los italianos con su producto estrella, que es cierto que llama desde los expositores con esas montañas de crema de diferentes colores y texturas que invitan a caer.




Menos mal que hay un autobusito que recorre la península en los dos sentidos y lo tomamos para volver al lugar donde habíamos dejado el coche, evitando así una nueva caminata. Y salimos hacia Verona para que no se nos haga demasiado tarde. Al llegar al sitio que hemos reservado, salimos huyendo porque el tren pasa justo al lado, esto no lo decía la página web, y seguro que nos impediría dormir. Localizamos otro en pleno centro y, cuando lo llegamos, nos dicen que la habitación que quedaba ha sido reservada on line. A la vuelta de la esquina hay otro, de 230 € la noche y que está completamente lleno. Nos enteramos de que hay ópera en la Arena. Todo está más caro y más atestado. El muchacho que nos da la mala noticia nos habla de una aplicación de móvil que permite acceder a ocasiones de última hora, de las que han sido canceladas. Dejo aquí el nombre, porque a nosotros nos salvó la vida: HotelTonight. Y así es como logramos encontrar el Leon d'Oro, un cuatro estrellas por 80 € con desayuno, la segunda noche por 62 €. Reservamos las dos. El parquin no está incluido (14 € por día) y la famosa tassa de soggiorno está entre las más caras de Italia junto con Venecia. Pero estamos tan cansados que no ponemos pegas a nada. Mañana será otro día.

José Manuel Mora.

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