Lago Iseo, Lombardía. VI.

 Iseo sin Tristán.

El lago hacia el que nos dirigimos, de nombre con tanta evocación junto a su amado Tristán, es mucho más pequeño que los dos anteriores, pero nos han dicho que tiene su encanto. Desde Bérgamo nos encaminamos a Lovere (pronúnciese esdrújula, a pesar de la ausencia de tilde; los italianos son caprichosos en esto, o yo desconozco las reglas de la acentuación, que es lo más probable), en el norte de la lámina de agua. Los carteles, como en tantos otros lugares de Sicilia por ejemplo, indican: uno dei borghi più belli d'Italia. El lago está radiante, tanto que hacemos un alto en un embarcadero pequeñito, con terraza para café y alquiler de patines a pedales. Los montes que lo rodean están preñados de un verde apretado y en sus orillas dormitan pueblecitos sin nombre vistos en la distancia. No hay turistas, sólo nosotros.

 

 




















Al llegar al pueblito, el muchacho que proporciona información sobre el lugar lo hace de buena gana y propone un itinerario para no dejar de ver lo más importante. Como se ha hecho la hora de comer decidimos hacerlo en el lungolago, sentados en un banco, para tomar arroz con tápenas y aceitunas y buñuelos de bacalao y fruta. Los sitios de salumeria ofrecen comidas preparadas excelentes y a precios increíbles. Al mediodía las aguas centellean y enfrente los montes trepan de forma escarpada y presentan un decorado casi bucólico ante el que dar cuenta de nuestro humilde condumio. Y en ese paseo a lo largo de la orilla, hecho de madera, acero y cristal, leo de repente una cita de alguien desconocida para mí: "Mi trovo ora nel luogo più amabilmente romantico che abbia mai visto in vita mia" (24-08-1749), Mary Wortley Montagu. Y resulta que la susodicha fue una avanzada en su tiempo (buscad en la wiki). No puedo dejar de estar de acuerdo con que el lugar tiene un encanto especial, tal vez por la falta de pretensiones, por lo pequeño, por la no excesiva presencia de turistas, o porque el espacio es de postal.


Es la hora de la pennichella,palabra italiana que me encanta, la siesta, tan sagrada aquí como en nuestro país. Las calles están vacías y, al adentrarnos por las callejas más estrechas, damos con la torre Soca, en restauración, envuelta como si fuera una propuesta de Christo. Encontramos incluso un vicolo de un metro de ancho, como podrían encontrarse en Andalucía. Queremos visitar Sta. Mª Maggiore, que no abre hasta las tres, y toca esperar. Cuando las puertas dejan el paso expedito, nos damos cuenta de que valió la pena la espera: una planta basilical de tres naves, muy airosa debido a las columnas de mármol rosáceo, que combinan muy bien con los frescos del techo y con el resto del templo. No tener información previa de los lugares que se van a visitar permite todavía el asombro.


Algunos rincones son íntimos, recoletos, hermosos en su sencillez. Hay casas con esgrafiados simples, otras con las vigas de madera a la vista, o simplemente engalanadas con hiedra, otras con arcos ojivales y pasajes estrechos. Y siempre las macetas en los balcones como gesto de coquetería de sus habitantes. Tomar un cafetito macchiato a la sombra de una de ellas es un auténtico placer. Ojo, si se pide ristretto, te pondrán un dedal y creerás que te toman el pelo. Luego comprobarás que es otra de las exquisiteces del país.



 




















Bajamos junto a la oficina de turismo, donde hemos tenido la suerte de encontrar una plaza con rayas blancas, gratuita. Ojo a las amarillas o las azules, a pagamento. Y arrancamos con pena hacia el sur del lago , dando la vuelta a su vértice norte. El terreno es tan accidentado que se han tenido que construir túneles para facilitar el tránsito, no sólo ahora, sino cuando nieve o llueva con fuerza. Me doy cuenta de que mis reflejos no son ya los mismos y la conducción me tiene tenso y alerta. La carretera ha ido ascendiendo y en una de las salidas hacia la luz, comprobamos lo alto que estamos. Desde allá arriba pronto se divisa Monte Isola que, como su nombre indica, es una isla no demasiado grande pero que tiene un promontorio importante en su lado sur. Hay gente que con más tranquilidad de viaje, se detiene en ella. No se permiten coches. Hay que alquilar moto o bicicleta. Nosotros la dejamos atrás.

 
Y enseguida llegamos a Iseo, el pueblecito que da nombre al lago y donde anoche no encontramos dónde quedarnos. Con todo hacemos una parada breve para un café junto a otra pareja mixta, de edad, que hablan de asuntos cotidianos , y para ver cómo cuatro suizos se zambullen en un pequeño puerto deportivo en el que no cabe más que media docena de barcas. Y conforme ascendemos hasta lo alto del lugar, llegamos a una iglesuca de humildad románica, ante la cual hay parado un seat quinientos de los años cincuenta, engalanado para unos novios que se están casando en su interior. Los invitados van elegantes, dentro de lo que se puede esperar en un pueblo. Me llama la atención una pareja, ella italiana y él africano de piel oscura, igual de elgantes que los contrayentes. La transformación de la sociedad italiana no la podrá parar Salvini. Garibaldi puede aparecer en cualquier plaza encaramado a su pedestal con aire fiero. Sigue siendo un héroe para los italianos.




 



















Fuera ya del Iseo, la señora del Waze se empeña en llevarnos por autopista y yo en contradecirla siguiendo por comarcales, que es donde se ve cómo vive la gente normal. El campo se ha ido suavizando en formas y cultivos. La entrada a la siguiente ciudad se convierte en un laberinto, al llevarnos por ZTL (vid. supra). Pero conseguimos nuestro objetivo, orientados por una pareja de Viadana, que nos ha puesto en contacto con unos amigos suyos del lugar, quienes nos han recomendado dónde quedarnos. Pero eso será objeto de la siguiente entrada.

José Manuel Mora. 

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