Lago Maggiore, Lombardía. I.

 En torno al lago.

Este año decidimos volver a Italia, país donde siempre me encuentro como en casa. Un vuelo directo Alicante-Milán (Malpensa) de apenas hora y media y de 100 € i/v acabó de animarnos. La terminal a la que se llega es la 2 y la compañía de alquiler de coche está en la 1, con lo que hay que desplazarse hasta allí en el tren que va hacia Milán. En las oficinas hay enorme cola, pero la chica que atiende es eficiente. Nos ofrece un "todo riesgo" y la cosa sale por 35 € al día, con la tranquilidad que nos da ir asegurados por completo. Se trata de un Clio con una llave de puerta que sirve además para el arranque. Todo hay que intuirlo, porque no nos explican nada. Fuera ya del aeropuerto, sin indicaciones, me veo en una autopista dirección Novara, con lo que en el momento que puedo salgo a una provincial. El navegador del teléfono y las indicaciones al lago nos ayudan a llegar a Arona. Al borde del Maggiore por fin comemos unos bocadillos que nos vendieron en un bar del pueblo unas chicas chinas con buen italiano ya. Cambios sociales semejantes a los que estamos viviendo nosotros en España. El primer helado en el paseo me sabe a gloria.


Bordeando  este auténtico mar interior de origen glaciar, de cuyo final no se tiene idea completa más que mirando el mapa, y a cuyo fondo se asoman las estribaciones de los Alpes, llegamos a Stresa. Los aparcamientos se pagan a precio de oro, pero tenemos suerte y lo dejamos colocado delante de la biglieteria y frente a un muro de villas decimonónicas que se van levantando en la falda de los montes vecinos, casi ocultas muchas de ellas por el espeso boscaje de un verde vivísimo a pesar de ser agosto. Miran a Levante e imagino las vistas que deben de ofrecer. Se siguieron construyendo para la nobleza local incluidos los años treinta del siglo pasado, hasta que la Guerra Mundial acabó con este estilo de vida propio del siglo anterior. No se percibe el destrozo de nuestras costas. Todo es aquí medianamente razonable para la naturaleza, que queda salvaguardada de las agresiones. El barquito que tomamos sale cada media hora para una travesía de diez minutos. La visita al palacete y jardines que se levantan en la Isola Bella, una de las conocidas como Borromee, es bastante más cara, 17 € p.p. Las aguas se extienden en todas direcciones y la isla ya va presentando algo de lo que veremos luego. El palacio, que ocupa casi toda su superficie, lo madó construir el conde Borromeo, de la familia del santo, allá por el s. XVII, como muestra de su poderío social y económico, aunque su divisa heráldica fuera el camello, símbolo de la humildad (?). La maqueta ayuda a hacerse una idea.  El arquitecto quiso darle forma de barco, para lo que se debió transportar en barcazas la tierra necesaria para cubrir el suelo rocoso.




 












La fachada principal del palacio, a la llegada, resulta imponente con sus tres niveles sobre toda una arquería poderosa, capaz de soportar lo que se le viene encima y ambientada con palmeras. Se puede llegar a él a través de un embarcadero con escalinata, le da un aire casi veneciano.




El interior del edificio tiene un tono francés en la decoración: mobiliario, lámparas de Murano, bargueños de marquetería, camas con dosel, techos con atlantes, salón del trono con baldaquino, instrumentos de música, bibliotecas con armarios cerrados, paredes cubiertas de cuadros enmarcados ad hoc para llenar toda la superficie..., hasta llegar a la sala principal, casi circular, con cúpula de tres alturas y ventanales que se abren sobre el lago. La luz nos llega tamizada por unas nubes tímidas. Apabullante. Y la salida se realiza por un largo corredor adornado con tapices como tal vez no haya visto antes. Al bajar al piano terra entramos en un ambiente distinto, grutesco, suelos empedrados de pequeños guijarros de colores que trazan dibujos, paredes de rocalla decoradas con conchas en arcadas y techos y con una luz casi marina, a ras de agua. Realmente es como estar en otro mundo, tan artificial que puede llegar a producir rechazo a la vez que atrae poderosísimamente.


























 

 




















La salida al jardín es casi tímida de tan discreta, en el silencio de una fuente muda enmarcada por dos escalinatas curvas y simétricas, cubiertas de verdor, por las que se accede a un espacio abierto de cuidados jardines a la francesa, de setos perfectos y en cuyo fondo domina un enorme escenario teatral de tres alturas con fuentes, esculturas dentro de hornacinas, plantas de vivos colores, todo coronado por un unicornio levantado sobre sus patas traseras. Parece el lugar idóneo para una represemtación operística o un buen concierto nocturno, que estoy seguro de que se celebran. El momento de la tarde acompaña a la perfección, del mismo modo que lo hacen los gritos de unos pavos reales blancos que se pasean por el lugar dándole un toque surrealista. Hay incluso un invernadero con plantas exóticas. La vista hacia el sur es magnífica, en desnivel perfectamente ejecutado, con árboles podados con formas geométricas, hortensias, bambúes, infinidad de macetas marcando las escalinatas hasta el balcón final desde el que se divisa el lago surcado por alguna barca, y Stresa a Poniente.



Aunque no somos los únicos turistas, la visita se puede hacer en una relativa calma. Al no realizarse en grupo, sino por libre, ello permite que cada quien se marque su propio itinerario y su propio ritmo, con lo que no resulta en absoluto agobiante. 











































 
Hay que volver sin embargo. No vamos más de veinte personas y todo se vive en la calma que precede al atardecer, el aire en el rostro, como en mi primer viaje a Francia en la ventanilla del tren a los veinte años. Un déjà vu. Unos 20 kms más al norte está Intra, pueblecito donde se toma el traghetto, especie de ferry para cruzar a la otra orilla con el coche hasta Laveno por tan sólo 13 €. La luz es cada vez más dulce pero va diminuyendo mientras nos dirigimos hacia Varese, adonde llegamos ya de noche cerrada, lo que dificulta encontrar el B&B "Belsorriso", que teníamos reservado por 78 €, regentado por una señora amabilísima, quien nos recomienda un lugar para cenar, "La Paranza". Al ser sábado está llenísimo, lo que nos hace sentarnos en la calle, donde corre algo de brisa, y podemos dar cuenta de una pizza extraordinaria acompañada de una insalatona y dos birras heladas por el módico precio de 34 €. [Nota bene: dejo los precios por si alguien se quiere hacer una idea a la hora de planificar un posible viaje].

Antes de seguir viaje al día siguiente, decidimos volver a Leggiuno, junto al lago, para visitar la ermita de Santa Catarina del Sasso, colgada en una pared de roca lisa sobre las aguas. Hay que bajar infinidad de escaleras desde la carretera, frente a este mar cerrado, de un tono acerado mate en esta mañana algo nubosa. Una balconada bajo arcos permite asomarse hacia las montañas grises, casi azules. El espacio es propicio para monjes que desean el retiro. Fue construido por un benefactor que pretendió agradecer a la santa la protección contra la peste. La iglesuca no tiene nada de particular, ya que las pinturas murales no son demasiado buenas y están bastante deterioradas, aunque hay algunas en el refectorio restaurado que llaman la atención; a pesar de todo el lugar merece la visita por lo pintoresco.





















Abandonamos el lugar y bordeando el pequeño lago de Varese, entre pueblos sin ninguna gracia, nos dirigimos hacia la segunda etapa lacustre, el lago de Como.

José Manuel Mora.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
.muy buena crónica y las fotos maravillosas ...gracias José manuel !!!