Les plus belles années d’une vie (Los años más bellos de una vida), de C. Lelouch

 Exercise de nostalgie.

Han pasado casi dos meses desde la última vez que fui al cine. El viaje de agosto y la redacción de las entradas correspondientes a la bitácora, me han tenido muy ocupado. Sin embargo, cuando leí sobre el estreno de la última película de C. Lelouch y supe que retomaba los dos personajes de Un homme et une femme (1966), cosa que ya había hecho 20 años después de la original, supe que esta vez no me iba a poder resistir. Verla a mis 18 años me causó una especie de fascinación, tanto por la historia de amor sólo un peu fou, como por lo novedoso de su presentación, con escenas en colores apagados y otras en un precioso blanco y negro. La música de F. Lai también hizo lo suyo. De hecho obtuvo la Palma de Oro en Cannes y luego dos Oscar. Sin embargo ya entonces hubo críticos que la consideraron un pastel muy cursi. No fue mi caso. Seguramente no tenía visto el suficiente cine como para ser igual de exquisito que ellos, o tenía la edad en que uno puede emocionarse con una historia como aquella. Y así, 53 años después, el director, a sus espléndidos 81 años, decidió retomar la historia. Él mismo reconoce que es poco frecuente que un director pueda juntar a los mismos intérpretes para rodar la continuación después de casi una vida.


 La cinta empieza con una cita de V. Hugo. "Los mejores años de la vida son los que nos quedan por vivir" (sic). Y sin embargo el paisaje de las residencias para viejos, a veces auténticos morideros y otras lugares de superlujo donde todo parece estar cubierto salvo la necesaria compañía de las personas a las que se quiere y las invitables restricciones de la vida en común, hacen que la frase se pueda poner en cuestión, al menos no es así para todos y depende mucho del nivel económico de quien allí está ingresado y de su estado de salud. El protagonista, J. L. Trintignant, de 88 años reales y sin casi poder mantenerse de pie, parece haber perdido la memoria y su hijo piensa que la presencia de quien fue su amor, A. Aimée, de 87 años reales, puede beneficiar su estado anímico. Lelouch ha medido el encuentro desde el mismo guión que ha escrito y ha planificado las escenas de los dos en un plano-contraplano que pone en evidencia el deterioro de él frente a la belleza serena y el encanto que todavía ella mantiene. Las reflexiones sobre el paso de los años, sobre la imposibilidad de corregir los errores, las diferentes actitudes ante la vida de cada uno de ellos no caen ni en el ternurismo ni en el dramatismo ante lo inevitable. De hecho, rodada casi toda al aire libre con una bellísima luz impropia de Normandía,  el filme resulta a su vez luminoso, con algún toque de humor traído por los sueños de Trintignant. Cuando el actor sonríe, las pocas veces que lo hace, se le ilumina el rostro. La escena con M. Belluci es magnífica.


El director se ha permitido incluir fragmentos del original, que para eso lo rodó él, con lo que la ceremonia de la nostalgia se completa a la perfección. La pareja ha ganado en hondura de mirada, en saber estar sin subrayados innecesarios, en demostrar que, aunque el físico no acompañe ya, la voz puede seguir siendo un instrumento poderoso. Es imponente la manera en que el actor recita a B. Vian. Como lo es el tono acariciador de ella en el primer encuentro para no asustarlo o no ser rechazada o la legancia natural de esa mujer que sigue recogiéndose el pelo como nadie. Me chirría la historia en paralelo de los dos hijos, aquellos niños, que también se rencuentran. No hacía falta. Y más que con el famoso y manoseado "dabadabadá", me quedo con el estribillo que entonces no capté del todo; "L'amour est bien plus fort que nous". Me ha parecido un hermoso testamento de tres seres inteligentes y sensibles, además de valientes. 

José Manuel Mora. 

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