Malaherba, de M. Jabois

 Cosas de niños.

No sé qué me llevó a comprar y leer este libro, de manera interrupta debido al viaje agosteño, este año sin libro en la maleta. La foto de la cubierta seguro que me resultó enormemente atractiva y el autor es alguien que lleva escribiendo en mi periódico de referencia como columnista desde hace tiempo y al que sigo con gusto. Incluso el título pudo atraerme, El caso es que ha sido un acierto. JABOIS, MANUEL. Malaherba. Barcelona: Editorial Alfaguara (Penguin Random House Grupo Editorial), 2019, 3ª ed. 186 págs.).


Jabois (Pontevedra, 1978), además de periodista (obtuvo muy joven el XXIV Premio Nacional de Periodismo Julio Camba en 2003) ha escrito ya varios libros: La estación violenta (2008), Manu (2013), sobre su paternidad con mucho de sentimentalidad tamizada por el humor y un largo trabajo sobre el 11-M, Nos vemos en esta vida o en la otra (2016). Ninguno de ellos lo había leído, aunque disfruto con el estilo que imprime a sus columnas. Es el típico gallego venido a Madrid que ejerce de tal, en el amor por su tierra, en los giros de su escritura, en las humoradas que empapan este libro que acaba siendo tan terrible. Ambientado en Pontevedra en 1991, el dato no es baladí, porque son los años en que la droga arrasaba aquella sociedad tan metida hacia adentro, de repente vapuleada por una fuerza que destrozaba familias, que se llevó por delante a tanta gente joven, se centra en Tambu (por Mr. Tambourine Man de Dylan, aunque la versión que gusta a su padre es la Bandiera Bianca de Battiato), un niño de diez años que cuenta doce años después sus recuerdos de infancia: el piso donde vive con sus padres y su hermana Rebe ("la hermana que mejor olía del mundo", pág. 14), tres años mayor que él; sus vecinos y compañeros de escuela con sus travesuras incluidas; Elvis, su mejor amigo, y Claudia su hermana; el colegio donde tiene que batallar con sus compañeros y profesores para sobrevivir y un arranque de historia infrecuente: "La primera vez que papá murió todos pensamos que estaba fingiendo [la cursiva es mía] fue la primera vez que tuve miedo de verdad" (pág. 13). Y esa palabra, "miedo" aparecerá con regularidad a lo largo del relato, puesto que de lo que se habla, entre otras cosas es de lo duro que es aprender a bandearse en la vida que comienza y el miedo que produce hacer frente a tanta novedad. 


Puedo identificarme fácilmente con él, pues en mi infancia sentía terror a ser agredido por los que corrían más que yo, tenían más destreza a la hora de tirar piedras o jugar al fútbol, o eran simplemente más fuertes o menos cobardicas. Además Tambu había repetido curso, porque "me costaba un montón estudiar y hacer los deberes, y empecé a pensar que a lo mejor se debía a que los deberes eran para niños nacidos en otros meses" (pág. 19); este tipo de apreciaciones resultan humorísticas de por sí. Su manera de mirar el mundo lo sitúa en una clase social determinada al valorar que "los dos [compañeros] recibían clases particulares de todo, piano, inglés y lo demás, para convertirse en súper niños y empezar la vida con ventaja" (pág. 169). A ese tono de humor zumbón se le añade una ternura, que no ternurismo, que es la que despierta el niño con ese abrirse al mundo: "Me pasaron cosas que no sabía explicar y sentimientos a los que no sabía poner nombre" (pág. 28). Reconocible, ¿no? El tono expresivo del niño es uno de los grandes acieretos, que hacen creíble la historia: sus comparaciones sencillas, "Daba bofetadas como panes" (pág. 28); sus coloquialismos "Yo para mí que le estábamos decorando la casa" (pág. 89) o "nos hubiera dado una vergüenza que te mueres" (pág. 94); sus deliciosas contradicciones que suelen poblar las primeras veces:  "[Dani Ojitos] me metió la lengua en la boca [...] Yo sentí gusto y asco por sentir gusto" (pág. 46); los secretos, más terribles porque no se pueden compartir: "El beso de Dani Ojitos  fue el primer secreto de mi vida" (pág. 50)...Nimiedades vistas en la distancia. 



"Luego llegó Elvis y le dio la vuelta a todo" (pág. 36). Ese "mejor amigo" que todos hemos tenido antes o después, con el que se desea compartir todo, con quien se descubre el propio cuerpo y el del otro, con quien llega un momento en que no hace falta hablar porque sabemos lo que el otro piensa y siente: "Tenía el pelo revuelto y casi pelirrojo, era flaquito y muy bajo, tenía las mismas pecas que su hermana y el mismo color de ojos, pero el verde de Elvis era el verde de las actrices" (pág. 25); esas peculiaridades que los convierten en únicos. Compartir esas primeras veces se convierte en algo importantísimo: la sensación de la muerte que acecha, la enfermedad del ser más admirado, el placer de lo prohibido y la culpabilidad que comporta: "Sentí un nerviosismo súper agradable, como si no pudiera respirar" (pág. 23). Si todavía seguía latente en los años ochenta como rémora del reciente franquismo  y la influencia de la Iglesia, hay que imaginar lo que sería en los años cincuenta de mi infancia. Pero tanto a los de mi generación como a la del protagonista, podían prohibirnos saber, pero no intuir, lo que muchas veces era peor. He hablado más arriba de ternura, pero la pena  acaba bañando la narración conforme esta avanza, y "el odio puede destruir lo que odias, pero la pena lo destruye todo" (pág. 28). Y ante la inocencia arrasadora de estos niños, que se quieren sin anteojeras, que se sienten felices estando juntos, está la amenaza de los mayores, de los que saben, de quienes "no consiguen dormir a pierna suelta si no saben que hay personas que están sufriendo por su culpa" (pág. 165). Y el secreto elidido por el narrador gracias al desconocimiento del niño acabará por estallar ante nuestros ojos destrozándonos por completo. Se acabaron las vacaciones. 

José Manuel Mora.



 









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