Pavía. Lombardía. XV.

 Pavía, donde la batalla.

Es domingo y Claudio y Maruxa tienen como rito desayunar con unos amigos en un sitio donde el café y los cornetti son buenísimos. Una vez más el idioma no es barrera cuando uno se quiere comunicar y da para anécdotas e incluso chistes. Es una buena manera de cerrar nuestra estancia. Nos invitan a volver. Son generosos y cariñosísimos. Como si nos conociéramos de siempre. Dos últimos rincones cremoneses antes de la partida.

























Hay lugares de los que se tienen referencias exclusivamente librescas. Pavía es uno de ellos. Viene en mi mente asociada a la famosa batalla entre Francisco I y el emperador Carlos (1525). Una vez más fue mi hermano quien nos puso en la pista y nos habló de lo que había que ver en esta ciudad de apenas 70.000 habitantes. Los 90 Kms se hacen en una hora y pronto estamos en el "Villa Maria", primera residencia que encontramos con biblioteca en el salón incluida. 



A 15 mi. a pie está el Duomo, cerrado a la hora en que llegamos. Seguramente nos perdemos algo bueno, a juzgar por las fotos del interior que hay en la red, ya que la altura de su cimborrio y las ventanas superiores lo iluminan de forma extraordinaria. Callejeamos en esta mañana de domingo por los viccoli casi vacíos.







































Y después de haber comido bajo unos soportales cercanos a la catedral, nuestro pasos nos llevan hasta el río Ticino. Queremos ver el famoso Ponte coperto, y al llegar descubrimos, una vez más, que fue destruido por los alemanes. Quedan en la corriente potente de este río que los españoles no hemos escuchado nombrar, restos de los cimientos de uno de los pilares. De nuevo estamos ante una reconstrucción bastante bien hecha, todo hay que decirlo. Hay mucho de decorado fiel en esta parte de Italia ocupada por los nazis y luego destruida cuando huían.


















  




Encontramos abierta la iglesia de S. Teodoro. El exterior, de sobrio ladrillo visto de tono rojizo, tan sólo viene adornado por la típica galería de arcos del románico lombardo en la parte superior. Sin embargo el interior encierra sorpresas. El presbiterio está en alto al sostenerse sobre una cripta del XIII y a un lado se alza un púlpito de mármol bellamente decorado y sostenido sobre finas columnas. Al otro lado, la estatua de S. Teodoro, potector de la ciudad, de la cual hay un fresco que la representa tal y como era en el s. XVI.










 

























Uno de los motivos para la recomendación de Pavía es la Cartuja de Certosa. Seguramente me fumé la clase de ese día de Hª del Arte, porque ni me sonaba. Se encuentra a diez kilómetros apenas de la ciudad y, aunque los monjes cartujos son muy sobrios (de hecho no cobran la entrada, que se hace con visita guiada por uno de los monjes, ahora cistercienses), Galeazzo Visconti la pensó como mausoleo en 1396 y debió de echar el resto en medios materiales. La llegada a la explanada que enfrenta la fachada, y más a esta hora de la tarde, deja sin habla. Es un ejemplo de gótico tardío que acabó con aplicaciones renacentistas en 1473, algunas de aire plateresco salmantino, que le dan un aspecto abigarrado y, sin embargo, armónico en su blancura marmórea. Relieves, esculturas, ventanas con columnas decoradas, vanos con arcos, contrafuertes, pináculos y rosetones, frontones clásicos, luces y sombras, todo sirve para dar una impresión teatral. Para tener uma idea, dejo la foto en grande.

 

Nos acoplamos a un grupo que ya ha iniciado la visita. Las dimensiones del interior son enormes y la decoración de las nervaduras de crucería y de los correspondientes plementos nos dejan sin respiración. Nos llama la atención una tumba doble de hermosísimo mármol que guarda los restos de Ludovico el Moro y Beatriz d'Este. Hago foto y me llaman la atención. Ya han advertido antes que no se permite tomar ni fotografías ni vídeos, supongo que para poder vender después postales, de las que la tienda a la salida está muy bien surtida, junto con productos eleborados por los monjes. Al otro lado está la del Visconti, en lugar preferente, ante la puerta de salida al claustro, para que todos los frailes tuvieran que recordarlo en sus oraciones al pasar por allí. Incorregible como soy, me dedico a "robar" algunas tomas.


























La salida al claustro pequeño, hay dos,  con un huerto de plantas aromáticas y de cocina en su centro, nos depara la visión del ábside y la cúpula, que frontalmente quedaban ocultos. La serenidad del lugar y la belleza de las formas hacen que el grupo, numeroso, guarde silencio y escuche con atención las explicaciones del guía con hábito, que posee muchas tablas. Toda la decoración sobre los arcos es de una maravillosa terracota rojiza, más a esta hora de la tarde. Los medallones entre las arcadas me vuelven a transportar a los patios salmantinos. Es muy llamativo el lavabo esculpido a la entrada del refectorio, con una Anunciación en la parte superior y la samaritana junto al pozo ofreciendo de beber a Jesús.



 























































El segundo, el claustro grande, es de proporciones inusitadas, debido a que a él dan toda una serie de celdas con tejadillo a dos aguas, chimenea y un huertecillo trasero, donde se retiraban a descansar y a rezar los monjes. Su interior no puede ser más austero: el hogar, la mesa para escribir o comer que desplegada mostraba las estanterías para los libros, y el espacio para el jergón. En algunas hay un torno para recibir comida cuando estuvieran de retiro.









































Entramos al antiguo comedor de la comunidad. Es de proporciones considerables en cuanto a longitud y a altura y sorprendente por el hecho de que tenga una separación en dos espacios marcada por dos esbeltas columnas en alto. Un pequeño púlpito labrado en piedra, para el lector de textos edificantes durante el refrigerio y una enorme Sagrada Cena, de un tal Ottavio Semino, del que no tenía noticia, completan el escenario.Oración, estudio y trabajo en el huerto eran sus vidas.
























Concluida la visita, la gente se dirige hacia los coches, aparcados como buenamente se puede, puesto que no hay un espacio desdicado especialmente al aparcamiento. Nosotros la reiniciamos por nuestra cuenta y lo encontramos todo vacío, lo que resulta más emocionante por el tamaño de las columnas multiplicadas por las nervaduras que sostienen las ojivas, por la profusión de altares en mármol, por las pinturas de las bóvedas, las rejas de forja, ya plenamente barrocas, una locura, en fin. Y aún nos quedan ánimos para entrar en el museo dque se alberga en el edificio adjunto: pinturas parietales al fresco, bajorrelieves... Todo necesitaría más tiempo del que disponemos, a punto ya del cierre. Dejo sólo dos muestras.
 

































Al regresar a pavía nos encontramos con el Castello Visconteo (s. XIV) ya cerrado y, a juzgar por el exterior y por lo anunciado en las banderolas de la entrada respecto al Museo Cívico de su interior y a la Pinacoteca Malespina, hubiera sido la guinda del día. No se puede llegar a todo. Razón de más para volver. La luz del atardecer incendia los ladrillos rojos de mampostería con los que se hizo. Ventanas, aguejeros entre los ladrillo, piezas de hierro con los que se sujetaban, todo contribuye a la sobriedad de la fachada, rodeada de un foso ahora seco. A pesar del aire de fortaleza que indudablemente tiene, el castillo fue sobre todo sede de una corte refinada. Saber ahora que además incluyó entre sus muros la biblioteca privada del duque de Milán con más de 900 códices miniados, hace que segregue jugos gástricos. Ya no está aquí. Se la llevaron los franceses en 1500.

 























A la vuelta aparcamos, casi sin querer, cerca de la iglesia de St. Pietro in Cel d'Oro. Está a reventar de fieles que escuchan la misa del domingo, lo que me sigue sorprendiendo. Por respetar el culto, esperamos a que termine y se vacíe, ya que merece una visita detenida. El nombre le viene de los techos dorados de su interior. La fachada románica lombarda es muy simple y de ahí su encanto. Una vez vacía, vemos que hay gente que sube hasta el presbiterio y se arrodilla delante de lo que luego sabemos que es la tumba de Agustín de Hipona, un arca de estilo gótico muy elaborada. Se nota una devoción muy especial. Y sobre ella, el techo del ábside, todo de mosaico dorado, que al parecer fue antes todo de pan de oro.


 























Ya casi sin luz caminamos in centro città. Para ser domingo no hay demasiada gente y se pasea con una tranquilidad absoluta. Pasamos ante el edificio de la Universidad, que ocupa una manzana completa de sobriedad neoclásica. También nos topamos con la iglesia de S. Franciscom con franjas de dos colores, rojo y blanco, que le dan un aspecto muy particular. 


 




















Y en el mapita que nos han dado vemos que cerca, en la plaza L. da Vinci, se encuentran unas torres altísimas, de más de 70 metros, y delgadas, de planta cuadrangular, que recuerdan a las de S. Gimigniano. Una tercera presenta un reloj en su lado sur. Son todas de estilo románico (s. XII) sin adorno alguno y parece que mostraban el poderío de la familia que las mandó erigir.

 
Ya de noche llegamos a la plaza del Duomo, donde se respira un ambiente más dominical. Yo quiero tomarme un affogatto al caffè y acabo en el interior del bar, comido por los mosquitos. Nos perdemos al volver hacia el coche y damos un buen rodeo. Las calles están poco iluminadas, no hay a quién prguntar, pero en ninguna de estas ciudades del norte de Italia he tenido en ningún momento la más mínima inquietud. Ya cerca de casa, vemos una pizzeria abierta y compartimos una con anchoas y aceitunas con una buena birra helada. Mañana será otro día.

José Manuel Mora.





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