Verona, el Véneto. IX.

 Locura turística.

Tras la penalidades del día anterior, amanecer en semejante hotel y ante semejante bufé era la justa compensación. Frente a la puerta de entrada pasa un canal de aguas fuertes y sonoras, limpísimas, donde la gente se puede sentar a tomar una copa. 


Y tenemos la famosa Arena de Verona a excasos veinte minutos a pie. De camino se ve cuál es la ópera que se está representando. Los colosos egipcios se asientan junto a los semáforos o junto a la puerta de entrada de la plaza. Naturalmente es "Aída". Al llegar vemos que se encuentra rodeada por cartelones anunciadores de los espectáculos que allí se han representado y de los elementos de decorados desmontados y apilados, como si fueran las estructuras de una foguera de las de nuestra tierra. Sobresalen los arcos de los niveles superiores de lo que fue un lugar de peleas y muerte y ahora acoge a turistas amantes del "espectáculo" operístico y con el bolsillo bien forrado, lo que en parte sustenta la ciudad.




La cola para sacar entradas para la visita o para comprar el vale para todos los museos es de hora y media. Decidimos no hacerla. Es el primer indicio de lo que nos espera. Así que procuramos alejarnos del maremagnum por callejas estrechas y umbrosas, pero sobre todo vacías. Los palacetes se suceden, unos con toque veneciano en las ventanas, otros con estupendos atlantes y ménsulas bellamente decoradas; más allá se ven algunos con contraventanas de madera verde, balcones en esquina, tonos pastel siempre acertados. Se nota que la Serenessima cada vez está más cerca.


 























Encontramos pronto el río Adigio, que baja caudaloso y limpio, rodeando la ciudad en un elegante meandro. ¿Cómo es posible que, habiéndola visitado en al menos dos ocasiones, no guardara de ella más que  un par de imágenes, la de la Arena y la del falso balcón de Julieta? Seguramente lo hice de pasada y desde luego hace añísimos. Como todo lo vamos caminando, nos damos cuenta de que no podremos acercarnos a cada uno de los lugares que se aconseja visitar. Sé de amigos alicantinos que no me lo perdonarán, ¿verdad, Juan, Pepa, José Carlos?, y tantos otros buenos conocedores de la zona... El Duomo, con su característica decoración a franjas, y su fachada principal con cuatro órdenes distintos, está por supuesto cerrado a la hora de comer. Desde fuera resulta imponente. Y al otro lado del río, el Castel S. Pietro, que domina toda la ciudad y que naturalmente no veremos.






 



















En Porta Leoni han dejado unos restos romanos al descubieto, que quedan por debajo del nivel actual de la calle. Y seguimos hacia la espléndida Piazza delle Herbe. Parece que el mercadillo, que un tiempo se colocaba allí. ha acabado por convertirse en algo fijo, con parasoles que dificultan la visión global de lo que un tiempo debió de ser un punto neurálgico de la Verona medieval. Alguna de las casas de varias alturas todavía muestran la relación inversa de su ocupación: las familias adineradas se asentaban en las primeras plantas, más espaciosas y con menos escaleras. Las menos pudientes, en los pisos altos, más reducidos y donde costaba más llegar.




 




















En una de las calles que confluyen en la plaza se agolpa la gente y vamos a ver que sucede. Se trata de entrar en el patio donde se encuentra el famoso balcon di Giulietta, la pobre enamorada de Romeo, según don Guillermo. Cuando vine la primera vez con mi amiga Soco en los años setenta, no había nadie. Ahora la cola resulta agobiante. El pasaje que conduce al patio tiene las paredes asaeteadas de cientos de papelitos, de "billetes" de amor. Se reciben empujones por parte de toda clase de gente, niños, personas con perros y helados, se venden entradas para un remedo de la escena en un pequeño teatro que está allí mismo. Llegan al pie del balconcillo, se hacen fotos al tuntún, más a ellos mismos que al saledizo y se marchan muertos de risa. Un desastre al que nosotros contribuimos con nuestra presencia. No cabe duda de que la ciudad se ha convertido en un parque temático y ha perdido el encanto de antaño, el que permitió a Shakespeare poner en boca de Romeo, una vez que es exiliado de allí, la frase que campea a la entrada de la plaza de la Arena: "Non esiste mondo fuor dalle mura di Verona, ma solo purgatorio, tortura, inferno. Chi è bandito di qui, è bandito dal mondo, e l'esilio dal mondo è morte" (Atto III, scena III). Contribuyamos al mito con la fotito correspondiente. Está claro que he escondido a las masas.



Sin embargo es imposible no volverse a enamorar del lugar al entrar en el patio donde se halla la Torre dei Lamberti, con su escalera renacentista, bellísima. Casi no hay gente, además. Más allá, en la Piazza dei Signori, con su estatua de Dante en el centro, la magia se recupera. Todo es armonioso aquí. Nos dura poco la emoción. Al desembocar en los Arche Scaligere, todo vuelve a corromperse. Las extraordinarias tumbas góticas no creo que tengan paz entre grupos de turistas con el guía hablando por el micrófono, o personas que se hacen fotos con el perrito en brazos. Que conste que me encantan los perros, pero... Es posible que también sea el cansancio, que comienza a hacer mella.







 






 



















Formando parte de esa plaza, se halla la Prefettura, con un techo de vigas de madera pintada a la que nadie parece hacer caso y que a nosotros nos encanta por la luz de ese momento. 


















Y así se nos ha llegado la hora de comer. Lo hacemos bajo unos arcos que funcionan como amplios soportales para la lluvia y que ahora resguardan del calor. De regreso al hotel, las iglesias ya están abiertas y no quiero dejar de señalar la de Sta. Anastasia, gótico de ladrillo rojo combinado con piedra blanca y de nave de enorme longitud y altura, acompañada de un esbelto campanile. Las arquivoltas están bellamente pintadas, aunque no sé si también restauradas.



 




















Volvemos a asomarnos al río para ver, aunque sea a lo lejos, el puente de Castelvecchio, con sus torres que lo fortifican y sus arcadas de extraordinaria luz para su época, aunque luego la wiki me dice que fue volado por los alemanes en 1945 cuando se retiraban, y lo que vemos es la inmediata reconstrucción que decidieron realizar. Salimos por otra de las puertas, Porta Borsari, de la época romana (s. I, a,C.) y en perfecto estado con su piedra blanca, supongo que limpia tras restaurarla, de una simetría casi perfecta. 


  

 


















Tras la siesta se plantea una valoración en el ecuador del viaje en torno a un cafetito en el hotel. Las impresiones de la mañana nos hacen ser severos. Supongo que con la distancia de kilómetros y días lo veremos todo de otra manera. Con el tramonto a nuestras espaldas volvemos hacia el centro. Todo está más calmado ahora, hace calor pero ya no se suda y la luz es más dulce. Volvemos a entrar en la Piazza dei Signori y me tomo una granita mientras escuchamos cantar para los que cenan en las terrrazas a un dúo en plan karaoke, pero con buenas y afinadas voces. La plaza está casi vacía de turistas y el paseo es todo lo placentero que no fue esta mañana. Los mismos lugares, sin parasoles, iluminados sin agresividad, casi sin gente, se ven de otro modo.














 











En la entrada de un edificio me detengo porque hay un aire especial, entre decadente y de otra época. Pregunto a un señor que está  a la puerta con aire de ser casi un sin techo, si sabe si vive alguien en semejante sitio. Me dice que él, que es el propietario. Nos quedamos de piedra. Dejo la foto del sitio como ilustración de la anécdota.



Volvemos por vía Roma, el "tontódromo" oficial, con todas las tiendas de las mismas marcas que en cualquier sitio y  que habíamos evitado de día. Todo es tan relajado que, sin darnos cuenta, llegamos a Castelvecchio, que esta mañana nos pareció lejísimo. De noche todo tiene un aire misterioso y las dimensiones y la casi ausencia de luz le dan un aire fantasmal.  El Arco dei Gavi, aislado, sin dar paso a nada que no sea la gloria de la familia que lo erigió en el s. I, resulta un contraste extraño.



























Cenamos justo al lado, en el "Via Roma 33", un local de diseño moderno y con camareros que hablan impecable español, bien porque lo han estudiado en el instituto, cosa cada vez más frecuente, o porque han trabajado en España en verano. Son dinámicos y divertidos. Los spaghetti al tonno que nos sugieren están casi sublimes. Como nos sucede tantas veces en tantas ciudades, el regreso al hotel se nos hace conocido y lo vemos hecho. Ha sido una jornada dura, pero con momentos gozosos, como casi siempre.

José Manuel Mora. 

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