Milán. Lombardía. XVI y última.

 Finalmente, Milano.

Bien está lo que bien acaba y, con los dos días últimos pasados en Milán concluye por fin nuestro viaje a la Lombardía, che è casa mia, que cantaba H. Pagani (https://youtu.be/LAIc9rmVimE). Lógicamente, esta entrada condensa lo vivido durante casi tres días, por lo que será algo más extensa de lo habtitual. Desayunamos rodeados de libros y tranquilidad y salimos hacia Malpensa para devolver el coche. 



El navigatore se vuelve loco y nos mete por l'autostrada, lo que me pone a cien de estrés y de velocidad, aunque hay que vigilar mucho los contoles de radar. Circunvalamos interminablemente Milán y llegamos por fin al aeropuerto. Una aventura encontrar el lugar de devolución. Libres ya de la atadura, en un tren directo (13 €) y tras 50 mi., nos vemos en Milano Centrale, la mastodóntica estación de estética fascista a más no poder. Ante ella se abre una inmensa pkaza ocupada por migrantes, patinadores y viajeros apresurados. Nosotros ya no lo somos. El Glam Hotel está justo enfrente. La que nos atiende es una ecuatoriana ya integrada. Nos recomienda ir a comer al "Tavolino".

























Es un restaurante con una nube de ejecutivos planchadísimos a los que atender. La primera vez que estuve aquí en 1970 ese atildamiento en el vestir de los varones fue de las cosas que más chocaron a unos ojos que venían del B/N franquista. El menú del día es sorprendentemente de precio español, 13€, y la pasta con mejillones y gambas acompañando al emperador plancha está exquisita. El servicio trata de ser rápido aunque lo consigue con dificultad y simpatía. 




 



















Con la tensión del viaje se impone una buena siesta. Luego, por la avenida que parte de la estación hacia el centro, bajamos familiarizándonos con la ciudad. Hay grandes rascacielos hacia poniente. Nos desviamos para seguir el curso de los enormes jardines de I. Montanelli, donde hay gente corriendo y criaturas jugando. La calle está flanqueada por hermosos palazzi y desembocamos en La Scala. El glamur queda para los días de representación. Cerrado ahora, hay que acudir al mito para saber donde se encuentra uno. Justo enfrente hay una escultura de Leonardo. Y un poco más allá la entrada de la Galleria V. Emanuele. El interior está bañado en una luz anaranjada que da un brillo especial a las fotos que todo el mundo se hace. 

























La Galería debe impresionar por fuerza a quien la ve por primera vez. Es verdad que ahora estamos saturados de imágenes y es raro no conocerla antes de llegar al lugar. Con todo, el espacio, la altura, los mosaicos, el suelo brillante, la cúpula de cristal y hierro, tan finisecular, no dejan de admirar a quien se adentra en ella. Del mismo modo se quedará sin palabras quien pretenda tomar un café en una de sus terrazas. El precio lo dejará boquiabierto. Es como un inmenso salón en el que, en lugar de bailar, la gente pasea, se hace fotos y se admira de todo lo que le rodea.
  

Deberá dejar algo de asombro el paseante para enfrentarse a continuación con una de las catedrales más bellas de Europa. El Duomo milanés, gótico del s. XIV, aunque terminada ¡en 1965!, es como una montaña esculpida en piedra blanca en la que bajorrelieves, pináculos, esculturas exentas, vidrieras, capiteles, crestería, todo lleva a detenerse y levantar la cabeza, así no se tendrá uno que pelear con las miriadas de turistas, de bicitaxis, de gente que da de comer a las palomas para hacerse una foto, de patinadores, de familias completas que no sé si acabarán por entrar en su interior. Uno se pregunta cómo consiguieron levantar las piedras hasta semejante altura. En mi primera visita, subí al tejado, lo que permitía ver de cerca una esculturas perfectamente realizadas, a pesar de estar pensadas para verse desde abajo. Ahora creo que no es posible porque están reparando la cúpula.




Una vez más el fascio tuvo que dejar su impronta en el lugar más emblemático de la ciudad, con dos templetes gemelos de 1939 que, si no fuera por sus connotaciones, podrían resultar atractivos en su desnudez, con unas cenefas sobrias que enmarcan las puertas, que en realidad son galerías porticadas que protegen de lluvia, nieve y frío. Uno de ellos alberga ahora un museo del s. XIX, Museo del Novecento, al que llegamos ya tarde, como a la catedral. A las siete tutto è chiuso, incluida la oficina de turismo. Volveremos mañana, claro. 

 



 


















Y el callejeo continúa ahora ya más tranquilo. Y descubrimos por casualidad una plazuela cerrada por una loggietta de doble altura a un lado, con un pozo en el centro, y el Palazzo dei Giureconsulti en el lado opuesto, todo muy renacentista. El hecho de que esté prácticamente vacía y casi sin luz, le da un aire íntimo y acogedor. Tras haber salido de la plaza de la catedral, ese maremágnum humano, llegar aquí supone un momento de reposo para el ánimo. 












 































Las calles se van vaciando. Es un día laborable y al siguiente se madruga.  Milán es una ciudad industriosa, muy diferente de las ciudades del sur, como Lecce, donde en agosto la gente seguía paseando hasta muy tarde. Sabemos que nos queda una buena caminata por delante, pero la ausencia de prisa y de turistas nos hace disfrutar de todo doblemente. El cielo está de un verde pálido, casi transparente, y ya no hace el calor de esta tarde.




















Un viejo tranvía de color amarillo traquetea por los raíles con ese sonido característico que me recuerda mi infancia en los años 50 alicantinos. Es curioso que, junto a una red de metro completísima y otra de autobuses urbanos, se mantengan estos vehículos de una época ya pasada. Veremos luego otro de color verde que lleva en su interior un restaurante para que los comensales difruten de la ciudad mientras cenan. Son este tipo de exquisiteces tan italianas.



Como el hotel incluía la media pensión, cenamos  allí en un bufé rico y variadísimo. Y no hace falta más para terminar este primer medio día milanés. Desde nuestro séptimo piso la plaza ha cambiado de aspecto. La escultura con forma de manzana blanca, que está marcada por una enorme cicatriz cosida con grapas, resalta en medio de la noche. Hay gente que duerme bajo los árboles. Para no haberlo casi programado, este medio día nos ha servido para irnos haciendo con la ciudad.


La mañana del martes 27 se nos presenta con un primer objetivo claro: La Pinacoteca de Brera. Establecida en un antiguo convento jesuítico desafecto desde tiempos de Napoleón, encierra una de las colecciones de arte medieval y renacentista más potente de toda Italia. Alberga también la Academia de Bellas Artes en la planta baja, origen de la colección. También es el continente de la vieja Biblioteca Nazionale Braidense perteneciente a la orden expulsada, y que yo visité en plan profesional en 2007. La entrada ya resulta imponente, con su patio porticado de arcadas renacentistas de dos alturas y con una escultura en bronce en su centro, que representa al corso desnudo en todo su poderío. Leo luego que, tras los bombardeos de la II Guerra Mundia, hubo que reestructurar el edificio pensando ya en una galería moderna de exposición de los tesoros acumulados.  
































Al ser tan temprano, somos de los primeros en empezar a deambular por las salas, lo que nos permite mayor disfrute. Y es tanto y tan sorprendente lo que alberga que no sé qué escoger para ilustrar lo que contiene y no dejar constancia de una simple relación de nombres. Quienes no estén interesados en la pintura, pueden saltarse esta parte de la entrada. Sin embargo, cómo no conmoverse de entrada con la Pietà de Bellini, seguida del conocidísimo escorzo de Mantegna, no por conocido menos emocionante. 



 




















  





















Me llama enormemente la atención el ver a un grupo de estudiantes que atienden las explicaciones de un único profesor, sin tomar notas, pero sin perder tampoco ni una de sus palabras, que sí percibo que son dinámicas y atractivas. No consigo entender qué idioma habla y en una de las ocasiones de traslado le pregunto en inglés, lingua franca de los turistas, y me dice que habla húngaro. Con razón no me sonaba a nada conocido. Le doy la enhorabuena por la actitud de su alumnado. 



De repente encontramos un Picasso  y un Braque, que casi nos sobresaltan, entre tanto clasicismo. Hay un P. della Francesca, serenísimo, junto a un Rafaello conocido y hermoso. No añado los del Bronzino, G. Reni, Veronnese, el Guercino, Gentileschi, nuestro Ribera, al que ellos nombran como Giuseppe, Van Dyck, L. Giodano...


































Pero es cierto que no quiero dejar pasar sin mostrarlo a uno de los pintores barrocos que más me conmueven, Caravaggio, de quien no pudimos ver en Sicilia todo lo que hubiéramos deseado y que aquí se muestra con toda su fuerza oscura a la vez que luminosa.



Y así llegamos a uno de mis descubrimientos de este viaje, y que es un pintor de referencia para los italianos, al ser uno de los máximos representantes del Romanticismo pictórico y del Rissorgimento político: Francesco Hayez con su icónico Il bacio, tan enternecedor, entre otras piezas magistrales.




No voy a hablar aquí de la Biblioteca Braidense, que merecerá entrada específica. Salimos y, bajo un sol que ahora ya cae en vertical, nos acercamos a Santa Maria delle Grazie, otro de los deberes que nos ha puesto mi hermano y que está cerrada ya al ser mediodía. Parte del conjunto eclesial es el refectorio en el que se encuentra Il Cenacolo que pintó Leonardo y para el que hay colas enormes de gente previsora que sacó las entradas por internet. Nos dicen que están agotadas para hoy, claro, y al salir, un señor nos pregunta si queremos dos tiques, porque a él le sobran. Me suena raro, pero compruebo en la taquilla que son válidos y para la entrada de las 13 horas. Pagamos los correspondientes 12 € y hacemos tiempo tomando un bocado en un bareto frontero. Todavía no podemos creer que vayamos a entrar. Cuando llega la hora, el grupo de unas veinte personas pasa al interior, por un arco detector de metales y de forma casi religiosa, a un lugar de baja iluminación para preservar la pintura, que de por sí está bastante deteriorada, después de todas las vicisitudes sufridas, bombardeos incluidos. Lo que resulta increíble es que se haya mantenido en pie ese lienzo de pared con la icónica Útima Cena en el momento en que Cristo dice "Uno de vosotros me traicionará". Judas es incluido en el grupo por primera vez, aunque casi de espaldas. La contemplación es detenida y respetuosa. En la pared frontera hay una crucifixión mucho mejor conservada / restaurada. Pasados quince minutos hemos de salir para dejar paso al siguiente grupo. Una máquina de hacer dinero.




Desde allí vamos hacia el Castello Sforzesco. Y a la entrada han colocado en una sala para ella sola la Pietà Rondanini (1565), que me hizo llorar tanto la primera vez que la vi en una ubicación más recoleta. Hay unas banquetas donde sentarse ahora a contemplarla. La emoción doliente de la madre junto al rostro exámine del hijo, ambos sin desbastar, pero no por ello menos expresivos, sigue conmoviendo. El pentimento es evidente y el contraste entre el brazo pulido o las piernas exangües y el resto sin acabar, sorprendido Miguel Ángel por la muerte, refuerza la expresividad del conjunto.
 

Hay además en el castillo una exposición conmemorativa de Leonardo, come mai visto, dicen las banderolas. En una de las salas que le diseñó a L. el Moro, se presenta una especie de proyección que ayuda a entender cómo sería originariamente la enorme habitación. Más allá, un vídeo con realidad virtual sobre sus años milaneses. Es la primera vez que veo uno así y resulta didáctico y fácilmente compresnsible. Los patios y las salas se suceden y resulta fácil desorientarse, porque las distancias dentro de la fortaleza son considerables. 



 






















Hay piezas medievales bellísimas. Mámoles, lienzos de pintores conocidos y otro descubrimiento que señalar, un tal Luini, que no debía de venir en mi libro de Hª del Arte, tallas en madera, pinturas parietales y techos magníficamente decorados, un pantócrator curiosamente colocado en su almendra mística de hierro que le sirve de sostén, y una madonna in maestà. No todo estaba en Brera, comprobamos ahora. 
 































































A las 17:30, los cuidadores de las salas, de forma educada, van empujando a la gente hacia la salida. Sus jornadas deben de ser agotadoras. Y entonces pensamos que es la hora adecuada de volver a Le Grazie (s. XV) que, desde fuera, ya hemos comprobado que tiene un aspecto especial. Llama la atención la cúpula poligonal de tres alturas con toda una serie de arcos que la circundan en la parte superior. La decoración se consigue al combinar ladrillo rojo y pintura blanca. Es un gótico tardío con elementos románicos monumentales.


























































El interior nos decepciona en parte debido a su sobriedad y al contraste con la fábrica externa. Las ojivas y las bóvedas de crucería conservan todavía algo del color original. La luz entra por los ventanos circulares que se veían desde el exterior como elemento decorativo y que muestran ahora su funcionalidad. 


































Y en este Milán inagotable seguimos descubriendo cosas para las que no veníamos con preparación previa, ni libresca ni imagística. Se trata de la iglesia de S. Ambrogio, patrón de la ciudad. Estamos ante un románico formidables, potentísimo y sobrio, con dos campanile diferentes, uno más alto que el otro, los dos de sencillo ladrillo cotto, que parece aislado de todo lo que lo rodea al haber de entrarse en un recinto que lo separa del resto. La hora de sol dulce también ayuda al asombro. En su interior casi desnudo, resalta en su ábside un mosaico de teselas doradas y colores brillantes que parece sacado de Ravenna.




































Y cuando ya creemos haberlo visto todo por hoy, un pequeño cartel en la puerta de una iglesia, San Maurizio, que no llama la atención en absoluto con su sencilla fachada manierista nos hace pasar a su interior. Cuando entramos, es evidente que no estábamos preparados para lo que se conoce como "La Capilla Sixtina milanesa", de la que no sabíamos nada. Se adentra uno en una planta de una sola nave, que está separada por un muro transversal, que dejaba dos zonas bien delimitadas, para las monjas de clausura en forma de coro, y para el público en general. Parece que sufrió daños durante el XIX y con los bomabrdeos de la IIª Guerra Mundial. Desde 2006 la iniciativa privada ha ido restaurando la fábrica y las pinturas al fresco del XVI, que cubren por completo techos y paredes. El resultado es lujurioso, por su brillantez de colorido, por los diseños de Luini, Campi e tutti quanti, por la ubicación de muchos de ellos. El señor que vigila discretamente nos da las explicaciones pertinentes con una amabilidad que no sé si es fruto del contacto con las pinturas.


































































Volvemos hacia el hotel saturados de tanta belleza inesperada. Y después de la cena y los 13 kms andados, aún nos quedan fuerzas para salir a tomar un helado en un lugar cercano, donde nos han dicho que son artesanales. Y efectivamente además, exquisitos.


El miércoles 28, es nuestro último día aquí, puesto que mañana saldremos para el aeropuerto bien temprano.  Hemos de apurar para ver lo que nos queda pendiente. Tomamos el metro, un batiburrillo como el de cualquier gran ciudad. El billete giornaliere cuesta 7 €, luego resultará que haremos un solo viaje porque las ciudades hay que conocerlas caminando. En la Plaza del Duomo chispea y el cielo está gris y el aire fresco. La visita a la catedral es ahora de pago, 3€ para mayores de 65 años, y hay que hacer una cola debido a los controles de seguridad. Hacía casi cincuenta años que no había vuelto a entrar y nos quedamos parados, mudos. El bosque de columnas altísimas, de capiteles esculpidos, que soportan las cinco naves, lo deja a uno anonadado. 


Los balcones renacentistas que soportan los dos órganos enfrentados, al igual que los púlpitos de un dorado mate, son fastuosos. Las vidrieras parece que han sido bastante restauradas tras haber sufrido daños. Las capillas laterales muestran cada una de ellas unas tallas y unos altares soprendentes. El deambulatorio resulta cómodo de circunvalar al ser amplio y de la misma altura que las naves centrales, 45 m. La luz entra a través de las vidrieras de forma apagada al no haber sol en el exterior. Hay una figura de S. Bartolomé despellejado que supone un estudio anatómico sorprendente.


































Nos queda una última pinacoteca, la Ambrosiana, que comenzó a atesorar el cardenal Borromeo a partir de 1618 y que se fue ampliando hasta el XIX. En mi visita anterior no la pude visitar por estar cerrada, así que es de obligado cumplimiento. Luini, ahora ya reconocible por nombre y estilo, un retrato intenso hecho por Tiziano, y un bodegón espléndido de Caravaggio, un delicadísimo Boticelli...

































Y de pronto llegamos a un espacio de luz tenue, al que se accede al pasar al otro lado de una especie de tabique enorme que protege el interior. Allí se halla expuesto el que se considera el cartón preparatorio para La Escuela de Atenas (s. XVI), que luego pintaría al fresco en Roma, dibujado por Rafael, y que ha sido recientemente restaurado. Las dimensiones son tan enormes (2'5 m. de alto por 8 m. de ancho, el dibujo más grande que se conserva del Renacimiento), y lo que se ve tan preciso, gracias a una propuesta de  proyección que focaliza las imágenes y las explica, que casi me admira más que el Cenacolo. Ha sido restaurado con sumo cuidado en 2014. Está expuesto aquí desde este año.




Me conformo con ver la Biblioteca desde una de las ventanas que da a la sala de lectura de la claraboya. Fuera sigue lloviendo mansamente. Las diferentes salas del resto de la Galería son llamativas por su conformación. Nuevos hallazgos: Mengs, otra vez Hayez, Tiépolo... Y en la sala magna de la biblioteca antigua, un retrato pintado por Leonardo que hace que uno se detenga. No incluyo la foto porque las condiciones de luz eran infames. El patio interior con tres plantas de galerías es una delicia íntima. Estamos solos.
























Comemos en la Plaza y salimos hacia el último de los encargos de mio fratello. En ocasiones anteriores no visité nunca I Navigli. Se trata de una antigua zona depauperada, donde trabajaban los que lavaban la seda, zona seguramente de humedades, mosquitos y enfermedades, ahora se ha gentrificado, que decimos los modernos. Ha dejado de llover. Son dos canales, uno más ancho y corto y otro estrecho y más largo, por donde circulan pequeñas enbarcaciones turísticas. Y han comenzado a aparecer negocios de moda, buenos restaurantes, locales de música, todo a precios inasequibles para los antiguos habitantes del barrio que han tenido que emigrar.



Caminamos ya hacia el centro y todavía encontramos otra iglesuca, S. Eustorgio, que recuerda a Le Grazie que vimos ayer. En su interior hay un cristo pintado sobre tabla y pan de oro. En la parte inferior del presbiterio una nueva cripta. El cansancio empieza a causar estragos y ya no prestamos demasiada atención.



























Llegamos así a la  Porta Ticinea, que da paso a una columnata de estilo corintio de época romana. No sé cómo se ha llegado a conservar. Se sitúa frente a la iglesia de S. Lorenzo, de planta extrañamente ovalada con capillas extemporáneas. 


Cuando llegamos de nuevo al Duomo casi ha salido el sol. Ello nos da ocasión de rodear la catedral viendo todas las magníficas esculturas que adornan sus muros en un mármol brillante. La gente que sale del trabajo llena las calles. Para nosotros es la hora de vuelta al hotel, de preparar maletas y de dejarlo todo arreglado. Salvo aglomeraciones puntuales, podemos decir que el viaje ha valido la pena por los paisajes disfrutados y por las personas que hemos encontrado. Si alguna de las indicaciones que aquí van les pueden valer a alguien, daré el esfuerzo por bien hecho. 

José Manuel Mora. 
















































































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