La desnudez, de Daniel Abreu

Desnudo pas de deux.

Hacía mucho tiempo que no veía nada de danza. Dejé de seguir el balé de tutú y zapatillas de punta creo que desde que vi Isadora (K. Reisz, 1968) y descubrí que se podía bailar con los pies descalzos. Cuando vi en París en los años 90 a la compañía Carbono 14 de Canadá me hicieron patente que se podía bailar con botas sobre una cama con somier de muelles, e incluso subirse literalmente por las paredes al ritmo que marcaba la percusión. Béjart también alteró presupuestos cuando me dejó atónito con su Boléro. Los vídeos del Tanztheater de Wuppertal de Pina Bausch ponían de manifiesto el carácter dramático, teatral, que podía tener una coreografía. Cito estos espectáculos para señalar que el que he visto esta tarde en el Principal, con tan sólo media entrada, se entronca en esta manera de bailar. La desnudez, con duración de apenas 70 mi., es un espectáculo de  creador: Daniel Abreu (tinerfeño, Premio Nacional de Danza en 2014) es reponsable de la autoría, la dirección, la coreografía y el espacio, además de ser, junto con Dácil González, bailarín de la pieza. Ganó tres premios Max 2018 al mejor espectáculo de danza, a la mejor coreografía y al mejor intérprete masculino. Se estenó en 2017 y no ha parado de girar.


A telón levantado se inicia el espectáculo con el espacio vacío, la caja y el telar. Unas varillas largas de madera que el danzante manipula hasta crear una auténtica escultura en torno a su cuerpo, son de momento los únicos apoyos para la expresividad corporal. Del suelo se levanta una tela negra que parece ocultar la figura de un ser fantasmagórico, surreal, que acaba descubriendo a la muchacha. Y empieza el diálogo de los cuerpos. Y esos pocos elementos me han traído a la cabeza las teorías que leí al preparar mis clases de expresión dramática en el instituto. El "teatro pobre" era en los setenta y ochenta la vanguardia de la escena. Y eso lo vi puesto en pie cuando el inmenso Peter Brook trajo a Madrid en 1985 sus diez horas del Mahabharata. El escenario vacío y el agua, el fuego y la tierra primordiales como elementos en los que apoyarse para contar una historia vieja como el mundo. 


Los cuerpos empiezan a batallar de forma fluida y complementaria. Seguramente el espectáculo no sería el mismo sin la música que lo acompaña: Monteverdi, Fauré, Purcell... y la presencia de la tuba de Hugo Portas que suena en directo y acompaña y sostiene a la pareja. La luz, acertadísima en todo momento, es el otro elemento esencial, que permite descompner el movimiento cuando es flaseada, o que transforma el lienzo negro en una duna oscura e inmensa que cubre todo el escenario. Y es el diálogo corporal que vemos algo tormentoso y sin embargo armónico.  


No hay aquí el viejo reparto de papeles, porteador él, bailarina ella. Ambos se sostienen mutuamente e intercambian papeles constantemente. La desnudez antes citada del espacio acaba contagiando a los intérpretes en su relación y en sus propios cuerpos, que terminan desnudos, como máximo exponente de su intimidad y como la posibilidad de reencarnar una relación que ha estado a punto de írseles de las manos, cuando chocan y bufan en el enfrentamiento. El final de este maravilloso paso a dos, ya vestidos, es de un paralelismo extraordinario, síntesis perfecta y conmovedora. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Me ha llamado la atención la presencia numerosa de gente joven, supongo que estudiantes de la disciplina. Menudo ejemplo.

José Manuel Mora. 

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