Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes.

 Elegía en escena.

He vuelto a cometer una de las locuras que me han caracterizado desde mi juventud. Hace tres días me intervinieron de una hernia inguinal y yo tenía entrada sacada con antelación para la representación de hoy. Con todo el cuidado del mundo he ido caminando hasta el Teatro Principal porque la función era de gala. El autor y el intérprete han llenado el aforo por completo. Señora de rojo sobre fondo gris es un texto narrativo (1991) del gran Miguel Delibes, escrito tras la muerte de su mujer Ángeles de Castro, en 1974, con quien compartió una vida plena de familia y complicidad personal y profesional. Yo no conocía la novela, así que me he enfrentado al espectáculo con la espontaneidad de lo no sabido, aunque el programa de mano daba bastantes pistas. La adaptación ha corrido a cargo del director y del propio actor, junto con Inés Camiña .



Miguel Delibes (Valladolid, de 1920-2010) ha sido una autor al que he seguido desde mis tiempos mozos, cuando publicó El camino (1950), y que tanto utilicé con mi alumnado en mis tiempos de Pucela,  hasta su última novela, de extraña y dolorosa plenitud amarga, El hereje (1998). Cuando apareció Cinco horas con Mario (1966) el texto se ponía como ejemplo en las clases de Historia de la Lengua del profesor Senabre, de lo que era el castellano más palpitante, escuchado a pie de calle y trasladado a las páginas de la novela. Su adaptación al teatro con la gran Lola Herrera en 1979 supuso un éxito para el autor y la actriz que todavía colea. 



Y me ha venido esta obra a la mente porque, de alguna manera, la de hoy es como el positivado de aquella. Carmen Sotillo, ante el cuerpo presente de Mario, devanaba toda una serie de recuerdos que se iban convirtiendo en reproches dolientes de alguien que, al repasar toda una vida, se iba viendo como en realidad había sido, tanto ella como su esposo, un pozo de frustraciones y miserias. Aquí hay también rememoración, pero es la pena por la pérdida de la compañera de vida el sentimiento que prevalece, la ausencia de quien, en palabras del protagonista,  "con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir". El escritor se transmuta en pintor, Nicolás, encerrado en un estudio con un cuadro de espaldas al espectador y escaso mobiliario ante la pared y el cortinón grises que lo presiden todo (cortesía de Arturo Martín Burgos que viene completada por el trabajo de iluminador de Manuel Fuster, capaz de crear ambientes diferenciados). Hay una crisis de creatividad, una imposibilidad de seguir pintando: "los ángeles no bajan", dice la voz en off de la Sampietro haciendo oír a Ana, la esposa. De la complicidad de la pareja, de su enamoramiento, se pasa a la preocupación por la detención de la hija por participar en actividades políticas. Son los estertores terribles del franquismo. Y luego, como un mazazo, los primeros síntomas y la confirmación del tumor y la necesaria cirugía y la preocupación y el innsomnio, en un crescendo perfectamente medido que concluye con su muerte a los 48 años. Devastador.



Pepe Sacristán, a sus 82 años está pletórico de recursos, de memoria, de voz, redonda y potente en ocasiones, velada por la pena en otras. Mantener un monólogo de hora y media no es tarea fácil. Pero ya había visto hace un par de años de lo que sigue siendo capaz en su Muñeca de porcelana. José Sámano es quien dirige la puesta, con sencillez y cierto academicismo. El actor, como vimos hacer a la Espert, se desdobla en narrador de la acción, en sí mismo como personaje que da las réplicas a su mujer cuando esta le habla con la propia voz de Sacristán al contar los diálogos. Todo fluye con una naturalidad pasmosa. Se apoya en un vaso de agua, en un libro de versos de Ungaretti, en el pañuelo con el que se enjuga a manotazos una lágrima. En otras ocasiones es el doctor al que consultan, el amigo con el que se sincera. No hay mayor problema para seguirlo.

 
Al final no queda más que la pena y el alcohol y el cuadro que pintaron de su mujer con un vestido rojo en la plenitud de su madurez y su belleza. La celebración de la vida compartida, de la ironía de la mujer, de su sentido del humor, que también están, quedan para mí ensombrecidos por la angustia de lo que se viene encima y que a mí me ha recordado el final de otras personas muy queridas: mi madre, mi hermano, mis amigas Elsa, Rosa o Soco... En fin, para qué seguir. En la obra se pone de manifiesto que detrás de los "grandes hombres" suele haber inconmensurables mujeres.


El actor se retiró, entre aplausos y con el público puesto en pie, visiblemente serio. Pidió silencio y explicó lo difícil que le había resultado colocar las frases con el tempo debido, a causa de tantas toses como interrumpieron la función constantemente. Una lástima que debido a ello me perdiera la última frase del texto. Se le siguió aplaudiendo a rabiar.

José Manuel Mora. 




Comentarios

Bes ha dicho que…
A mí también se me perdió la última frase 😥