E.T.A. El final del silencio, de Jon Sistiaga

 De obligado cumplimiento.

Una referencia periodística, una imperiosa recomendaación de mi hermano Vicente, una firma de peso como responsable del trabajo de conjunto y la colaboración de mi amigo J. Antonio han logrado que por fin pueda acceder a una serie que se debía haber programado en una cadena generalista en horario de máxima audiencia y que sin embargo sólo quienes tienen el paquete de Movistar podrán ver. Se trata de E.T.A. El final del silencio. Después de haber leído la literaturización del horror vivido en aquel territorio en Patria, la novela de Aramburu, este trabajo riguroso de documentación y de periodismo en profundidad parece que completa la visión de conjunto, además de todo lo que no se me ha olvidado después de tanto años, a mí, que lo voy olvidando todo.


El primer capítulo, Zubiak ("puentes"), está dirigido por Jon Sistiaga, creador de la serie, y por Alfonso Cortés-Cavanillas y dura 90 mi. en formato documental, perfectamente proyectable en salas, frente a los 50 mi. aproximados de los restantes, que son ya más habituales con entrevistas y voz en off. En él seguimos la salida de la cárcel del preso Ibon Etxezarreta, condenado por su pertenencia a la banda,  y su viaje hacia el encuentro con Maixabel Lasa, viuda de Juan Mª Jáuregui , quien fue Gobernador Civil de San Sebastián y a quien el primero asesinó en el año 2000. Jáuregui militó en ETA durante la dictadura y pasó luego al Partido Comunista y de ahí al Partido Socialista. Era un hombre dialogante, que "tendía puentes" y que, al provenir de las filas etarras, con su evolución, ponía en cuestión la permanencia del terrorismo. El encuentro se produce dentro de un programa voluntario de acercamiento de los asesinos a las víctimas. Resulta escalofriante la calma no impostada de la mujer frente al asesino de su marido, con el que cocina y come mientras charlan. Lógicamente hay que entender que todo ello es fruto de un largo proceso, y de una evolución, en 2011 se celebró el primer encuentro restaurativo entre un preso de sangre arrepentido y una víctima. Ibon dice que no puede pedir perdón porque lo que hizo es imperdonable. Los silencios son incómodos para ambos, la generosidad de la mujer, aplastante y viene movida por darle al antiguo asesino una segunda oportunidad. Acaba con una proyección en la Universidad. Los estudiantes que la ven reconocen que no sabían nada de todo ello. Tan sólo un 4% dice que lo había escuchado nombrar en casa. Terrible ese desconocimiento, tanto si es natural, como si es fruto del desinterés o del interés de los gobernantes del territorio para no escarbar en el pasado. Tampoco saben nada de aquel capítulo oscuro y terrible de los GAL. Sin ese proceso de reconocimiento del mal causado no se puede dignificar a las víctimas ni conseguir que haya petición de perdón por parte de quienes provocaron tanto dolor.



El segundo capítulo está dedicado a la extorsión de los industriales vascos para lograr fondos para la banda. Ellos se describen como víctimas invisibles. Javier Ybarra en 1977 fue el primero caído en democracia. La extorsión iba asociada al miedo que provocaba, y que era ejemplarizante para los siguientes chantajeados. El presidente de los empresarios pidió que no se pagara, y en la lógica macabra de la banda tuvo una consecuencia: su asesinato. Llegaron a morir cincuenta. Mataron incluso a un intermediario, Patxi Arratibel, durante los carnavales de su pueblo y tras su muerte los carnavales continuaron. No sólo empresarios, abogados, industriales... Víctimas silenciosas. Emiliano Revilla no se doblegó, a pesar de sus ocho meses de secuestro. Se sigue denunciando por parte de los familiares la no condena de las fuerzas abertzales. ETA las consideraba expropiaciones, como un impuesto voluntario. No se puede mayor cinismo.


El capítulo dedicado al secuestro y muerte de M. Ángel Blanco, vuelve a resultar estremecedor. La angustia de la espera trasmitida al minuto. Y todo un pueblo puesto en pie con el famoso "¡Basta ya!" Y el desenlace trágico vivido en directo por un padre desprevenido. Se dice en el reportaje que aquel hecho traumático funcionó como una venganza por la liberación de Ortega Lara. Fue la primera vez que la gente les gritó "asesinos" a la cara y los ertzainas se quitaron el pasamontañas con el que protegían sus identidades. Se dice también que fue ahí cuando comenzó el final de ETA. Y sin embargo hoy día un 47 % de la gente joven no sabe quién era M. Ángel Blanco. Como si lo sucedido hace apenas 25 años no fueran más que las "batallitas" del abuelo. En un intento de entender lo sucedido, Sistiaga rastrea en el capítulo 4º entre los orígenes de la organización allá por los años 60, y entrevista a algunos de sus fundadores, chavales de 18 a 20 años que cayeron en el encantamiento de la violencia: Teo Uriarte, exseminarista, Mikel Azurmendi, "no pensábamos en las víctimas", confiesa uno de ellos, así como también  tenían la tranquilidad de conciencia, apoyados por un sacerdote que prometía la absolución si mataban a un guardia civil. Se instala el principio de acción-reacción. Ya dan igual los porqués. No se pide perdón por los errores, como la muerte del taxista Fermín Monasterio.  Se secuestraba para recaudar, como  hicieron con Berazadi. En el reportaje, Ardalur reconoce el daño que se hizo a las víctimas. Sin embargo éstas nunca planearon una venganza, que por otra parte hubiera podido derivar en una guerra civil entre vascos. Si alguno veía las decisiones de la banda con ojo crítico se arriesgaban a su desaparición, como le sucedió a Pertur.


"Los añosde plomo", la década de los 80, fue la más mortífera. Un muerto cada tres días de media. De un lado los que gritaban: "ETA, mátalos". De otro, los que se acabaron acostumbrando a aquella violencia, como estaban acostumbrados al txirimiri. El primer niño muerto, de 13 años, se consideró un error. Pero esta clase de errores continuó. Había como una trivialización de la muerte. Los etarras consideraban que frente a los asesinatos de los GAL, los que ellos cometían eran una respuesta. Se trataba de violencias "simétricas".  Aquella sociedad tan religiosa había cambiado a Dios por la Patria. Y ahí llega Sistiaga a entrevistar al arzobispo Uriarte que dice que la Iglesia siempre denunció, aunque hasta 1984 no nombró a los asesinos. Un historiador del papel de la Iglesia la acusa de ambigüedad, no estuvo presente en los sepelios de muchas víctimas. Había estado en sus orígenes y parecía que empezaba a condenar los métodos, aunque estaba de acuerdo con los fines. Se habla también de la corrupción económica de algunos de los miembros de la banda; y de que algunos consumían drogas, a pesar de que también sucumbieron supuestos traficantes y consumidores. Así se llega a la violencia indiscriminada, con el atentado brutal de Hipercor en Barcelona. 21 muertos y montones de heridos. Una de las víctimas que se entrevistó en la cárcel con uno de los que puso la bomba reconoce que no puede perdonar que le rompieran la vida de aquella manera. 


 Y así se llega al último capítulo: "Epílogo", en el que se intenta analizar la derrota de ETA a partir de su comunicado con el anuncio de que deja las armas en 2011. Durante años la banda había presentado sus asesinatos como resultado de una "demanda social". La kale borroka sería una manifestación juvenil de esta demanda desde 1985. Y la flamante  Ertzaintza​​, de la que el Gobierno Vasco se sentía justamente orgulloso, se convirtió en una manada de "cipayos", pagados por el estado opresor. Ellos, policía nacional y guardias civiles, todos txakurras. Desde los 90 el tiro en la nuca se revela como algo peligroso y comienzan a estallar los coches con una bomba lapa adosada a los bajos. Y así en 1991 muere Fabio Moreno, hermano de Álex, a quien Sistiaga entrevista con enorme empatía, por una bomba lapa bajo el coche de su padre, guardia civil. ETA se justificó diciendo que los niños iban como escudos humanos. Es evidente que no fue una guerra de bandos encontrados y equiparables, pero las torturas, muerte y desapaparición de Lasa y de Zabala desde el cuartel de Intxaurrondo fueron hechos injustificables en los que el general Rodríguez Galindo pasó de héroe a encausado y condenado y el Ministerio del Interior del gobierno socialista de la época perdió gran parte de su credibilidad. Los dos jóvenes y sus familiares fueron también víctimas de la violencia a los que no se ha reconocido todavía. Si no hay derecho a asesinar en nombre de un pueblo, tampoco hay derecho a torturar, asesinar y desaparecer en nombre de la razón de estado. En el intento de "socializar" el dolor, se comienza a asesinar a concejales de partidos políticos: del PP (12), del PSOE (7) y de UPN (2); no los voy a nombrar a todos. El cuento de nunca acabar.



Menos mal que en el encuentro en una  taberna de los hijos de víctimas y victimarios, acaban reconociéndose todos como marcados por un pasado del que hay que salir, que hay que dejar atrás. Todos querrían saber por qué sucedió todo aquello. Todos se reafirman en la necesidad de no olvidar para no repetir los errores. Y es aquí donde vuelvo al principio de este escrito. El trabajo de Sistiaga me ha parecido modélico, como ya me pareció su actitud cuando el asesinato de Couso por los marines yanquis. La distancia corta, el gesto escrutador y solidario, la claridad de su posicionamiento, aunque se haya criticado de tibieza su entrevista a Uriarte. Y por eso decía que esta miniserie debería de haberse pasado en abierto y en horario de máxima audiencia. No es posible que la gente joven esté olvidando lo sucedido. Si eso ocurre en la tierra donde se dieron la mayoría de las muertes, qué no sucederá con la juvenalia que no la vivió en su propio territorio... Habrá que seguir recordando a todos los que muerieron de manera injusta. "Matar a un hombre por defender una doctrina no es defender una doctrina, es matar a un hombre", que dijo allá por el XVI S. Castellio. Ciudadano del mundo como me siento, después de tanto viaje a lo largo de mi vida, no soporto las banderas y menos a los que se envuelven en ellas. No digamos a los que son capaces de matar para ensalzarlas.

José Manuel Mora.

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