Pavarotti, de Ron Howard

 ¿Hagiografía?

No conocía el perfil humano del cantante, ni tampoco sus hitos musicales más importantes. Llegué tarde a él, a raíz del concierto en Barcelona titulado Los tres tenores. Así que tentado por la curiosidad y por los fragmentos musicales que seguro el documental contendría, he ido esta tarde a ver Pavarotti, dirigida por Ron Howard. De este señor había visto sin recordarlo Cocoon (1985) y creo que también Una mente maravillosa (2002). Pero me atraía sobre todo la fuerza arrolladora de este tenor tan mediático, que yo asociaba a su pañuelo enorme en la mano para secarse el sudor durante sus conciertos y a su carácter extravertido. El documental venía producido por el mismo equipo de The Beatles: Eight Days a Week, que no sé si se ha llegado a proyectar en Alicante.



El arranque, con imágenes de vídeo casero, es brutal. Desde Argentina, Luciano llega a la selva brasileña con la intención de cantar en el teatro de ópera más descabalado del mundo, dada su ubicación en Manaos. Y de una manera improvisada, sin público, el cantante (Módena 1935-2007) se marca un aria para gozo de media docena de personas. Y así me voy enterando de  que su padre era panadero además de cantar en una coral de su ciudad. Él estudió magisterio pero, al ganar un concurso, pudo cantar su primera Bohème en 1961. Dice que aprendió técnica de una maestra como Joan Sutherland, diez años mayor que él y ya una diva, que lo escogió por su talla. Y se suceden las entrevistas al tenor y a las personas que lo conocieron: su primera mujer, sus tres hijas... Surge así el lado más humano de un artista dotado de un carisma imponente, tanto frente a salas repletas de público que lo vitoreran, como en las distancias cortas. Los materiales de archivo, personales y abiertos, están muy bien seleccionados.



Y así me entero de las diversas aventuras amorosas que mantuvo y que supo preservar en segundo plano, hasta que ya con sesenta años se enamoró de Nicoletta, a la que sacaba una treintena. Cuando fueron sorprendidos besándose se produjo el escándalo. Más en una Italia en la que el divorcio no está permitido por la Iglesia Católica, a la que él dice pertenecer. Las tres mujeres de su vida, que son entrevistadas, acaban dibujando un personaje con luces y sombras, necesitado de ser el centro, y de los cuidados que él no sabía darse. Todo ello al tiempo que vamos viendo cómo asciende en el mundo del bel canto y que, junto a las óperas (Tosca, Lucia di Lammermoor, L’elisir d’amore y su aria Una furtiva Lágrima, Traviata, La fille du régiment, con sus nueve do de pecho), descubre lo placenteros que pueden ser los conciertos acompañados de sólo un piano, en los que sin maquillar, con sólo su voz y su pañuelo, puede modular a placer y trasmitir emoción. Y ya desde el éxito internacional, enterado de la enfermedad de Josep Carreras ya recuperado, le plantea la posibilidad de cantar junto con Plácido Domingo en Roma, en 1990, dirigidos por el maestro Z. Mehta. La sinergia entre los tres fue de tal calibre que se convirtió en un espectáculo con autonomía propia, que acercó al gran público temas clásicos, junto con piezas populares. No había rivalidad, sino fraternidad.



Llega entonces la parte humanitaria, los conciertos con fines benéficos, las fundaciones, tras su estancia en Bosnia durante la guerra, colaborando con artistas del rock: Sting, Stevie Wonder, Bono de U2, y tantos otros, a quienes reunía en conciertos estivales en su Módena natal. Los puristas lo criticaron. A él le dio igual. Y la enfermedad final, tras haber tenido una nueva hija. Me ha molestado sobremanera verla doblada, porque sin acción trepidante, los subtítulos se hubieran seguido perfectamente con las voces originales y se hubiera el desparpajo con el que se expresaba en inglés, a pesar de no llegar a dominarlo nunca. Una pena. 



Y como la música tiene ese poder evocador y emocional tan potente, y ahora sé de lo que hablo, puesto que aunque en un coro amateur, conozco la adrenalina que se segrega cuando se canta con más gente ante una sala llena de público a rebosar, llega un momento en que los tres tenores comienzan a cantar el Nessun dorma, de Turandot, su aria de referencia y, como ya me sucedió una vez en el Liceu de Barcelona donde fui a disfrutar del regalo de jubilación de mis compas, me he ido llenando de un ahogo incontenible y he roto a llorar sin poder ni querer evitarlo. Ese All'alba vincerò final era una canto a mantener la llama de la vida en alto ("La noche esconde al día en el revés de lo oscuro", G. Perec), a pelear por la felicidad, aunque a veces cueste. 

José Manuel Mora. 


Comentarios