El cuento de nunca acabar.
Este chico joven de mi edad (Badajoz, 1948) lleva escribiendo al menos desde 1989, cuando publicó Juegos de la edad tardía, que se convirtió casi de inmediato en un "vendidísimo". Me lo pasé genial, aunque no recuerde nada del libro. Cosas de no releer y de no llevar entonces este blog. También me sucedió con Caballeros de fortuna, que guardo en mi biblioteca con fecha de 1995 y con El guitarrista de 2002. Ha sido Premio de la Crítica, Nacional de Literatura, y parece que en esta ocasión lo ha vuelto a hacer, aunando ventas y crítica ("excepcional", "prosa admirable", "soberbia", "apasionante", dicen los paratextos que envuelven la cubierta). Ya adelanto que yo me lo he bebido.Y creo que parte del éxito que está cosechando se debe a una experiencia común entre la mayoría de los lectores: el hecho de que en la propia familia, entre las personas que a veces más se quieren, excuso decir entre los que no se llevan bien, los recuerdos comunes no lo son tanto; intento decir que, a la hora de contarlos, cada uno lo suele hacer subrayando unos elementos y difuminando otros. Sucede también que el simple hecho del cambio de perspectiva, según quién narra, ilumina unos mismos hechos con diferente luz. Es muy humano que se tienda a salir favorecido del relato que uno mismo hace: "Unos más y otros menos, todos nos inventamos un poco nuestras vidas" (pág. 90). La imaginación va completando los olvidos. Y a veces ello provoca sinsabores, rencillas, discusiones para ver quién es el que en realidad aporta la verdad al cuento, o como está de moda decir ahora, quién se apropia del "relato". Quien lo logra culpabilizará de los propios errores, de los fracasos o de los malos ratos a quienes no han sabido contarlo bien. Ello deriva a veces en rencores tremendos y en rupturas definitivas. Y es con este material tan frágil, tan resbaladizo, con el que el extremeño ha decidido trabajar.
No se localiza la historia en ningún lugar determinado. Tres hermanos: Sonia (1968), Andrea (1970) y Gabriel (1973) y su madre, "de carácter tenebroso" (pág. 25) y un padre ausente y fabulador; las parejas de la primera, Horacio, y del último, Andrea, conforman el grupo humano y familiar en el que las historias de cada quien se van a ir desovillando ante ésta última, "siempre tan atenta al relato, tan entregada a las palabras y a las pausas, tan presta al asombro, tan dócil, tan acogedora" (pág. 14), que resulta la confidente, la consejera, la escuchadora perfecta y comprensiva, ... "Ella es en realidad la dueña absoluta del relato, la que lo sabe todo, la trama y el revés de la trama, [...] en esta historia que empezó siendo trivial y que ha acabado en ruina y en desastre" (pág. 18) cuarenta años después. No destrozo el desenlace porque esto se dice en el inicio de la narración. A ella le van contando los demás lo sucedido, cada uno con algún detalle nuevo que va enriqueciendo el cuento, como teselas que se añaden al dibujo global. Pero "los relatos no son nunca inocentes" (pág. 11). Y así, para los que cuentan, el hacerlo resulta imperioso, necesario: "¿Qué tendrá la narración que nos consuela tanto de las culpas y errores y de las muchas penas que los años van dejando a su paso?" (pág. 17); eso es lo que lleva a que "nunca, nunca, aunque no pase nada, la gente deja de contar" (pág. 225). Y Aurora sabe que "los pequeños y viejos rencores [...] estaban latentes en la memoria" (pág. 21). Son todas esas historias de las que la hacen depositaria, las que van empapando a Andrea, como sucede con la lluvia fina del título, hasta quedar presa "en la telaraña del relato familiar [...] y se vio convertida ya en un personaje de la trama" (pág. 231).
Los retratos de los personajes se van dibujando por persona interpuesta, con lo que no acabamos de saber nunca si responden por completo a la realidad, aunque terminan quedando claros. Algunos son breves aciertos: "Horacio no era nadie. Era un fantasma hecho de palabras" (pág. 115). Y el resumen que hace la escuchadora es perfecto: "Todos estáis muertos, porque os habéis matado unos a otros" (pág. 144). La sobriedad narrativa de Landero hace que no se exceda en recursos retóricos aunque, cuando los usa, resultan brillantes y expresivos: "Ponen un nublado de cansancio en su rostro" (pág. 12). "Veo las huellas de mis pasos marcadas en el polvo del tiempo" (pág. 61)... Me ha resultado novedoso un recurso en los diálogos, en un principio sorprendente, y es la alternancia de conversaciones, sin marcas ni uerba dicendi introductorios. De ese modo los relatos se van superponiendo y completando unos a otros. El cierre acaba siendo inesperado y espléndido. Como la vida misma. La novela resulta emotiva, cercana a la experiencia de uno, en la que se parece escuchar discusiones familiares propias. Y así es como la gente enquista sus agravios y consigue ser enormemente infeliz. Muy triste. Muy hermosa historia.
José Manuel Mora.
No se localiza la historia en ningún lugar determinado. Tres hermanos: Sonia (1968), Andrea (1970) y Gabriel (1973) y su madre, "de carácter tenebroso" (pág. 25) y un padre ausente y fabulador; las parejas de la primera, Horacio, y del último, Andrea, conforman el grupo humano y familiar en el que las historias de cada quien se van a ir desovillando ante ésta última, "siempre tan atenta al relato, tan entregada a las palabras y a las pausas, tan presta al asombro, tan dócil, tan acogedora" (pág. 14), que resulta la confidente, la consejera, la escuchadora perfecta y comprensiva, ... "Ella es en realidad la dueña absoluta del relato, la que lo sabe todo, la trama y el revés de la trama, [...] en esta historia que empezó siendo trivial y que ha acabado en ruina y en desastre" (pág. 18) cuarenta años después. No destrozo el desenlace porque esto se dice en el inicio de la narración. A ella le van contando los demás lo sucedido, cada uno con algún detalle nuevo que va enriqueciendo el cuento, como teselas que se añaden al dibujo global. Pero "los relatos no son nunca inocentes" (pág. 11). Y así, para los que cuentan, el hacerlo resulta imperioso, necesario: "¿Qué tendrá la narración que nos consuela tanto de las culpas y errores y de las muchas penas que los años van dejando a su paso?" (pág. 17); eso es lo que lleva a que "nunca, nunca, aunque no pase nada, la gente deja de contar" (pág. 225). Y Aurora sabe que "los pequeños y viejos rencores [...] estaban latentes en la memoria" (pág. 21). Son todas esas historias de las que la hacen depositaria, las que van empapando a Andrea, como sucede con la lluvia fina del título, hasta quedar presa "en la telaraña del relato familiar [...] y se vio convertida ya en un personaje de la trama" (pág. 231).
Los retratos de los personajes se van dibujando por persona interpuesta, con lo que no acabamos de saber nunca si responden por completo a la realidad, aunque terminan quedando claros. Algunos son breves aciertos: "Horacio no era nadie. Era un fantasma hecho de palabras" (pág. 115). Y el resumen que hace la escuchadora es perfecto: "Todos estáis muertos, porque os habéis matado unos a otros" (pág. 144). La sobriedad narrativa de Landero hace que no se exceda en recursos retóricos aunque, cuando los usa, resultan brillantes y expresivos: "Ponen un nublado de cansancio en su rostro" (pág. 12). "Veo las huellas de mis pasos marcadas en el polvo del tiempo" (pág. 61)... Me ha resultado novedoso un recurso en los diálogos, en un principio sorprendente, y es la alternancia de conversaciones, sin marcas ni uerba dicendi introductorios. De ese modo los relatos se van superponiendo y completando unos a otros. El cierre acaba siendo inesperado y espléndido. Como la vida misma. La novela resulta emotiva, cercana a la experiencia de uno, en la que se parece escuchar discusiones familiares propias. Y así es como la gente enquista sus agravios y consigue ser enormemente infeliz. Muy triste. Muy hermosa historia.
José Manuel Mora.
Comentarios