El método Kominsky, de Chuck Lorre

 La vellea...

García Márquez escribió sobre El amor en los tiempos del cólera. Creo que se podrá hablar, andando los años, de la época del coronavirus en la que estamos inmersos, como de una ficción distópica y a la vez muy real, tanto que ha cambiado nuestras vidas de forma radical y casi seguro que para siempre.  Pasar de repente a formar parte de un grupo de riesgo debido a mi edad es un golpe fuerte por imprevisto, al menos de este modo tan brutal. Los personajes de esta serie de Netflix, cómoda de ver (dos temporadas de ocho capítulos cada una y de 30 mi. por episodio), El método Kominsky, de Chuck Lorre, guionista y creador del que no he visto Big Bang, y que me recomendó, antes de que todo empezara, mi antigua compa de inglés, Carmen, parece que tienen más tiempo para asimilar esa etapa que Baroja definió como "la última vuelta del camino", desde la que se puede volver la vista atrás para ver la senda que no volveremos a pisar nunca, que decía Machado.


Un actor frustrado en sus aspiraciones, Sandy, que ha reconvertido su actividad en profesor del método interpretativo que lleva su nombre y el de la serie, un narcisista de libro con toda su inseguridad a cuestas y su representante actoral, Norman, jefe de una potentísima empresa, ambos chicos jóvenes de mi edad y best friends for ever son quienes llevan el peso de la acción. El primero ha tenido una vida afectiva "compleja", por decirlo con un eufemismo y su hija lo ayuda a llevar la academia. El segundo, recién enviudado, ha estado cuarenta años casado y enamorado de la misma mujer, y su hija no ha hecho más que darle dolores de cabeza por sus adicciones. Cada uno con su peculiar carácter, el vividor que no acaba de asumir su edad, y el pesimista cascarrabias e impertinente, de vuelta de todo, saben que pueden contar el uno con el otro en cualquier situación, aunque despotriquen por las interferencias indeseadas. Los dos personajes están tan bien definidos que resultan reconocibles incluso para los de otras latitudes. Algunos de los momentos en la clase me han recordado a los ejercicios que proponía a mi alumnado en mis sesiones de teatro, adolescentes llenos de inseguridades pero capaces de sorprenderme, Paquito, Rosa, Gaspar, Celes, Alicia, Óscar, Silvia, María José, Raquel... No los puedo nombrar a todos, aunque debería. Me hacían sentirme vivo. 


Sin embargo, y con ser tan peculiares en sus modos de vivir y sentir, lo que más me ha sorprendido de la serie ha sido un guión vitriólico, que hace que uno se ría en situaciones en las que no debería, dado el humor negro que se gasta. Cómo no identificarme con una de las réplicas del primer capítulo: "Llega un momento en que orinar parece que lo hagamos por el método morse" (sic). Por no hablar de las actitudes ante la muerte, la enfermedad, la paternidad frustrada, los útimos trenes afectivos... Un recital de situaciones cómicas, que pueden virar de repente al drama sin llegar al desmelene. Es cierto que Mikel Douglas es más capaz de la autoparodia (gorra de visera, foulard), lo que aviva el contraste con la contención de Alan Arkin, un  maestro de la mirada o de las réplicas implacables. Los cameos de Danny de Vito o el protagonismo parcial de Lisa Edelstein como la hija de Norman, espectacular en la segunda temporada, permiten disfrutar de un plantel de actores de talla, para mí desconocidos en su mayoría. El trío de señoras estupendas: Susan Sullivan y Nancy Travis, (ambas parejas de los dos varones protagonistas), y de Jane Seymour, la nueva candidata de Norman, es un ejemplo de que aún quedan papeles buenos para señoras de cierta edad. Por no hablar de Sarah Baker, perdidamente enamorada de un señor de la quinta de su padre, Paul Reiser, ambos magníficos. Y la irreconocible Kathleen Turner, valiente para afrontar su papel con el peso de los kilos y los años.


 Al final, esta historia crepuscular nos ha ayudado a ir pasando las tardes de un encierro que se prevé cada vez más largo. Y ojalá que podamos escapar de esta plaga y volver a abrazarnos y a pasear, y a bañarnos y a tomar cervecitas al sol, como hacíamos antes, cuando éramos felices sin saberlo. A los trece años estuve cinco meses a reposo absoluto, sin salir y sin moverme; me ayudó releer El capitán Trueno. Ahora tenemos muchos más elementos para sobrellevar el confinamiento. Y lo que es menester, que se decía en mi pueblo, es que, como de todas las crisis, salgamos, si salimos, transformados, capaces de valorar  lo verdaderamente importante. Ánimo para todos los que se juegan la vida por los que permanecemos protegidos en casa.
 
José Manuel Mora.

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