Casas y tumbas, de Bernardo Atxaga

 ¿Puzzle?

Hacía tiempo que quería leer algo de este escritor, dado que las críticas por su Obabakoak (premio Nacional de Narrativa en 1989) habían sido excelentes. El encierro me dejó sin mis amigas, las libreras de 80 mundos, y sin material que llevarme a la pupila. Menos mal que vi la cubierta en el expositor de mi kiosko de prensa. Cuando quise ir a comprarlo, había desaparecido. En su lugar había otro título del mismo autor. ATXAGA, BERNARDO. Casas y tumbas. Barcelona: Ed. Alfaguara, 2020 en su primera edición en castellano, puesto que el original es en euskera; 415 págs. La traducción corre a cargo de Asun Garikano, pareja del autor, quien por otras parte se considera un escritor bilingüe.


Conozco poco y mal la literatura vasca, menos aún la que se escribe en euskera y debe pasar el cedazo de la traducción, como le sucede a la que estoy comentando. Es sin embargo Atxaga (Asteasu, Guipúzcoa, 1951), pseudónimo de José Irazu Garmendia, un hombre que me ha resultado simpático desde sus inicios, tanto por sus declaraciones, de una sencillez encomiable, como por sus textos periodísticos. Ha escrito siempre en euskera y luego ha sido traducido a muchos otros idiomas. Pertenece a la Real Academia Vasca y además de narrativa ha escrito poesía, cuento y ensayo.  En el universo creado por él de Obaba, como Benet, Faulkner o G. Márquez crearon los suyos, se desarrolla el libro que le dio fama internacional, un híbrido de novela y antología de cuentos. La novela Zazpi etxe Frantzian (Siete casas en Francia), de 2009, fue publicada simultáneamente en las cuatro lenguas españolas, algo que no se había dado antes. En 2019 fue galardonado con el Premio Nacional de las Letras Españolas de 2019. Todo ello era garantía de calidad a la hora de enfrentarme a mi primer libro suyo. 


La narración se estructura en cinco episodios extensos y desiguales en duración, acompañados de un epílogo, cada uno en un momento preciso y en un espacio determinado. Y esos momentos no son cronológicos. Arranca en el verano del 72, cuando las olimpiadas de Munich, con la historia de unos niños en Ugarte, un pueblecito guipizcoano. Junto a los gemelos Martín y Luis, el tercero de ellos, Elías, ha llegado al lugar incapaz de pronunciar una palabra debido a un supuesto trauma vivido en un internado francés. De los adultos que los rodean, Eliseo es un pastor convertido en panadero y del que conoceremos lo que lo hizo cambiar de profesión dos años antes, mientras hacía la mili junto a otros tres amigos cerca del Pardo. La tercera historia se centra en el ingeniero de minas, Antoine, que no había aparecido hasta ese momento y que se desarrolla entre 1985-86, con sus visitas a una psicóloga de Budeos buscando que lo diagnostique como esquizofrénico para que lo ayude en una trama con visos de negrura. De fondo, uno de los dos gemelos, Martín, convertido en agitador maoísta. El año 2012 no permite saber qué fue de Luis, que sufre un aparatoso accidente, lo que lo llevará al coma inducido y a las alucinaciones pertinentes. En 2017 por último encontramos a Martín, padre de Garazi, una niña de 12 años a la que han tenido que intervenir de una peritonitis, lo que la pone en grave riesgo, con el apuro consiguiente de sus padres. Al llegar al epílogo en forma de alfabeto, sabremos que muchas de estas historias tienen su origen en acontecimientos vividos por el propio escritor debidamente convertidos en literatura. Lo que unifica todo ello es el sutil hilo de la amistad, convertida incluso en una especie de fratría, con el imparable acontecer de la vida, llena de alegrías, inquietudes, sinsabores, sueños... "La vida discurre como hilos de agua entre las piedras" es el título que iba a llevar el libro inicialmente.


Los mimbres son variados, como se desprende de lo enunciado más arriba. Es cierto que los personajes, al reaparecer, dan unidad a todo el volumen, pero lo que realmente  aúna todo ello es el sutil hilo de la amistad de la que hablaba arriba, con el imparable acontecer de la vida, llena de alegrías, inquietudes, sinsabores, sueños... El autor reconoce la importancia que tienen para él los animales, al principio el temido jabalí, ser casi mítico desde los tiempos de Ulises, o luego la simpática urraca que adiestran los soldados, o los perros de Antoine o el caballo de Garazi. Todo ello en una ambiente en el que la naturaleza no es simple decorado, sino que forma parte intrínseca de la forma de vivir de los personajes. Por ello los espacios cerrados cobran valor casi metafórico: el internado francés de Elías, el cuartel de Eliseo, donde los cautro soldados montan un espacio de transgresión, la habitación de un hospital, el más agobiante de todos, pueden traenos a la cabeza el encierro vivido estos días por todos nosotros. Todo lo cual podría haberme interesado más de no haberme encontrado con digresiones que me distraían y que no sabía a cuento de qué venían: La historia de la mujer que necesita adelgazar en un programa de televisión estadounidense; o el viaje casi lisérgico de Luis, cuando está sedado en el hospital, como si fuera un personaje de S. Leone, por no hablar de la mise-en scène que prepara Antoine ante la psicóloga. 
No cabe duda de que la escritura de Atxaga es tersa, clara, sin manierismo alguno, lo que la hace más cercana. Sus metáforas no son nada rimbombantes, antes bien, poseen una gran fuerza expresiva por su sencillez: "en el cielo la luna era una moneda grande; la noche una extensión interminable" (pág. 82). O bien, "las aguas del arroyo se veían negras; las hojas de los alisos de la orilla, de un verde oscuro; los prados, los arbustos, las rocas del monte, borrosos como una veladura de humo" (pág. 266).Y para no alargarme, las referencias a las residencias de ancianos en las que los trabajdores son explotados para que todo sea más rentable, aunque aquellos no sean bien cuidados, me han traído a la mente la tragedia vivida en tantos centros ahora mismo, en las que los viejos se morían sin compañía alguna. Por acabar de manera positiva, me quedo con una frase del alfabeto final en la que se habla de lo que prima en una pareja bien avenida: "la confianza, la lealtad y la suavitas" (pág. 402), virtudes que los romanos asociaban con la verdadera y profunda amistad. 

José Manuel Mora. 

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