El balcón en invierno, de Luis Landero

Memoria.

Quienes merodean por estos andurriales saben que cito mis fuentes. Y esta vez ha sido mi antiguo compañero Juan Martínez, buen lector, quien me puso tras la pista al comentar yo aquí hace poco otro título del mismo autor, Lluvia fina. Es verdad que no tenía noticia de la obra y que, al ver el libro en rústica, me quedé un poco sorprendido por su humilde presentación, aunque la foto de la cubierta, aportada por el propio escritor, que aparece junto a su abuela, me era muy atractiva. Landero, Luis. El balcón en invierno. Barcelona: Tusquets Editores, 2014 en su primera edición; la que yo manejo de 2019 es la cuarta. 245 págs. (Premio Libro del Año del Gremio de Libreros de Madrid y Premio Dulce Chacón). Empiezo a leerlo ya en mayo, en plena desescalada. ¡Menudo palabro! Y conforme avanzo entre sus páginas, regreso a mi pasado, com él al suyo, y me olvido de la pesadilla que estamos viviendo. Es cierto que volver al mar también me está ayudando lo suyo a mantener el equilibrio emocional. 


Landero es de mi quinta (Alburquerque, 1948), aunque él es extremeño y yo murciano. Ambos hemos tenido una infancia pueblerina y una adolescencia urbanita. Las coincidencias irán apareciendo conforme avance en la lectura. Y creo que empezaré el comentario por el final: "Acaso estas páginas puedan servir para que lo vivido no se pierda del todo" (pág. 244). Algo similar a lo que me ocurre a mí con esta memorabilia, con la que intento no olvidar lo que leo y la impresión que en su momento me causó cada uno de los títulos que voy referenciando. Landero, que inicia su obra intentando escribir una nueva novela, y que no acaba de sentirse satisfecho con ello ("mi inseguridad es incurable, y mi escepticismo, a veces sincero", pág. 22), comienza a rememorar una tarde de hace ya muchos años, en el balcón junto a su madre, "porque, si abandonas la novela, me dije, ¿qué haces? [...] Porque no sabes vivir sin escribir" (pág. 28). Y la cronología con la que va desgrananado los recuerdos no cuenta, aunque cada capítulo esté titulado y encuadrado en unas fechas determinadas. Las evocaciones lo llevan a Valdeborrachos, el pueblo de sus padres y de su familia, de antiguos hojalateros, en cuya casa nunca hubo ni un sólo libro;  y de ahí a la Prosperidad, el barrio madrileño adonde se trasladó toda la familia por iniciativa paterna para que él pudiera estudiar. Los dos polos de su familia se mueven entre la adustez de su padre ("aquel hombre era demasiado padre para mí. O yo poco hijo para él" (pág. 39), a quien acabará decepcionando al no ir "para bogado", y la dulzura de su madre, quien "ponía en la voz y en el trato con los demás, el mismo paciente primor que en la costura" (pág. 57). Es tremendo considerarse ante el progenitor como "el gran fracaso de su vida, y él para mí la viva personificación del miedo" (pág. 88). Sin embargo, y como suele suceder en tantas ocasiones, una vez muerto el padre sin haberse despedido, uno se da cuenta de que "a veces el pasado no acaba nunca de pasar" (pág-90). La poesía, viene a decir, "me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo" (87), lo que no era poca cosa, dadas las dudas que lo afligieron entre colegio o taller, entre guitarra y faranduleo o academia nocturna.


Como él, estuve algunos veranos en la finca de mis tíos, Rosa y Pedro, al abrigo de un inmenso pino, o así me lo parecía entonces, que se erguía entre la era y la casa, y que nos protegía de la solanera de la siesta; y a la luz del candil, del carburo o de las estrellas cuando llegaba la noche, en medio de un silencio hondo, roto por alguna esquila. La mañana se quebraba con los balidos del ganado que se peleaba por abrevar en la pileta del pozo un agua fresquísima que a mí también me encantaba beber, aunque no teníamos la libertad de la que gozaba el escritor para aventurarnos más allá de la conejera. Cuando volvíamos en el carro al pueblo, casi tres horas para hacer 15 kms, el bullicio del jardín con su quiosco de frutos secos era oxigenante, aunque no teníamos amigos por ser de fuera. Como en el pueblo extremeño, las personas sacaban los sillones de mimbre a la calle para sobrellevar el sofoco nocturno. Aquellas conversaciones de mujeres, con anécdotas e historias, nos entretenían hasta la llegada del sueño. Al fondo de la casa, la bodega subterránea, el taller de carpintero de mi abuelo en el que se afanaba mi padre y, al final, la cuadra, donde descansaba la caballería, que a mí me parecía imponente  y peligrosa, pero que mi tía sorteaba para coger los huevos de la puesta matinal.  Allí se pesaba mi abuela sentada en un cojín que colgaba de una romana. Y allí también se partían las almendras cuando llegaba el momento.



El habla yeclana era diferente de la que usábamos en Alicante (esbararse, por resbalar, o argrunzarse para significar columpiarse), al igual que las palabras que recupera Landero: "Armaba enseguida una gran  zorrera" (pág. 45), o bien, "andar toda la noche como un grullo" (pág. 38; las cursivas son mías, y hay una larga lista de términos en la pág. 229). Y así el escritor va conformando una autobiografía melancólica que, aunque se atenga a hechos reales, se trasmuta en literatura por el arte de una palabra tersa, sin adornos innecesarios, pero de una enorme fuerza expresiva cuando lo desea: "Sobre las ruinas del día se iba haciendo de noche" (pág. 177). Nos dice que "La imaginación con sus mentiras tan necesarias y sinceras, venía a anudar los hilos sueltos de una realidad fragmentaria y caótica" (pág. 77). Sin embargo, escéptico como se reconoce, no está seguro de nada: "Cuando ya es tarde para remendar los rotos del olvido" (pág. 201). Me parece que él ha sido muy capaz, puesto que "el pueblo y el campo fueron quedando atrás, cada vez más atrás, pero ya inalterables en el ámbar de los recuerdos y sentimientos infantiles, ajenos a las mudanzas del tiempo, congelados en la memoria para siempre" (pág. 229). Y es de agradecer que, como señala casi al final, "Y entre tanto, el lector [...] encuentra su refugio en el libro" (pág. 223). Eso me ha pasado a mí en estos tiempos terribles. He vivido, al abrigo de tanta realidad distópica, encerrado voluntariamente entre las páginas de este librito, lo que me ha permitido viajar también, como hace el escritor, hacia mi lejana e irrecuperable infancia.

José Manuel Mora.

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