El lector del tren de las 6:27, de Jean-Paul Didierlaurent

De lectores, escritoras y destructores de libros.

Esta vez la recomendación viene de la mano de mi antiguo compañero y todavía amigo, Pablo Cifuentes. Jubilado como yo, sé que es un buen lector, así que sigo su propuesta. Una vez más supone adentrarse en la cultura francesa, una de las más transitadas por mí, pero de la que se me escapan multitud de referencias, a no ser que vengan acompañadas de premios afamados. DIDIERLAURENT, JEAN-PAUL. El lector del tren de las 6:27. Barcelona: Ed. Seix-Barral, Grupo Planeta, col. Booket, 2016, trad. Adolfo García Ortega, 195 págs. No se trata pues de ninguna novedad. La edición original en francés, Le liseur du 6h27, es de 2014. El formato de la que tengo entre manos es apenas un librillo en rústica, con tapas blandas y en cuya cubierta aparece el dibujo de un rostro sugerente por lo penetrante de su mirada. ¿El del protagonista? Los de L'Express lo señalan como un libro "imprescindible". Veamos.




Creo que, puesto que estamos ante el autor de una primera obra, merecerá la pena hablar del tal Didierlaurent. Nació en Los Vosgos en 1962. Es autor de relatos distinguidos con el Premio Hemingway en dos ocasiones y novelas cortas desde 1997. Para la redacción del presente pudo retirarse a la Camarga a una residencia de escritores con una ayuda editorial. El elevado número de ejemplares vendidos y los 29 idiomas a los que ha sido traducido, parecen confirmar el tirón de la historia. Además creo que hay una  adaptación al cine en marcha. La historia me parece tan francesa que no la imagino desarrollada en nuestro país. El ambiente me ha retrotraído a mis dos años pasados en Burdeos. Ha escrito otras dos novelas con posterioridad.

 
Habiendo estado inmerso en el mundo de los libros durante mis últimos diez años de docencia, hay un aspecto en el que no había reflexionado  suficientemente, a pesar de tener claro que se trata de un eslabón más en la cadena libraria: la destrucción de los ejemplares que no tienen salida en las mesas de las librerías y que se devuelven a las editoriales, quienes se encargan de su destrucción y conversión en pasta de papel con la que fabricar nuevos volúmenes. Y este es uno de los elementos narrativos de la historia: Guibrando Viñol, ya su "nombre gilipollesco" es fruto de chanzas, es operario de la STRN (Sociedad de Tratamiento y Reciclaje Natural), el encargado de manejar la trituradora de libros Zerstor 500, más conocida como La Cosa. Esta denominación le cuadra bien puesto que, a pesar de no verla, tal y como viene descrita, parece un ser sobrenatural, digna de una peli de terror: "La cosa había nacido para triturar, aplastar, machacar, despachurrar, destrozar, picar, desgarrar, despedazar, amasar, deformar y escaldar" (pág. 23). Además el protagonista, que es quien interactúa con ella, llega a la conclusión de que "la cosa fuera algo más que una simple máquina y que por eso en ocasiones se ponía en marcha sola" (pág. 58). ¿No resulta inquietante? En ella se vacían a diario toneladas de ejemplares sin destino, "los lomos más nobles y las encuadernaciones más sólidas se trituraron en pocos segundos" (pág. 35), y las cuchillas y el mecanismo del artefacto, va desmontando y descomponiendo lo que un día fueron libros. A veces se escapan algunas hojas de sus encuadernaciones y Guibrando las atrapa y las guarda con mimo. Cada mañana, de camino a su trabajo, las irá leyendo en el cercanías con su voz bien timbrada y una elocución clara, lo que hace que algunos de los viajeros presten incluso atención, porque lo leído los hace despegar de su trayecto rutinario.


La panoplia de compañeros de la empresa en infumable: Se salva un viejo ya jubilado, que tuvo un accidente laboral, Giuseppe, y un tal Yvon, aficionado a hablar en alejandrinos, como un Cyrano redivivo. El objetivo va abriendo su lente y aparece un par de ancianas que lo han escuchado y que lo invitan a leer en su residencia de ancianos. El encuentro fortuito en el vagón de un lápiz de memoria USB, que contiene 72 archivos de texto; "una ligera pulsación del índice sobre el ratón abrió las puertas a lo desconocido" (pág. 108). Y así se da paso a un nuevo personaje, Julie, de la que sólo sabemos por lo que escribe. Se gana la vida cuidando los aseos de un centro comercial y redactando después sus "memorias". Las vidas de estos dos seres, en los márgenes de la sociedad, acaban así coincidiendo. Como se ve por lo apuntado, la trama no posee grandes aventuras ni dramas terribles. Estamos ante esa cotidianeidad tan común a las personas que trabajan para poder vivir, sin posibilidad de sentir satisfacción alguna por lo que hacen. Y él encuentra un objetivo en su vida: localizar a la muchacha, a pesar de carecer de cualquier información que lo pueda ayudar.


Y esta historia intrascendente, contada utilizando un lenguaje sencillo y fluido, logra atrapar al curioso lector con los giros a los que somete el hilo argumental.. Es fácil identificarse con personas cuya vida es una monótona sucesión de repeticiones sin cuento, como las de muchos de nosotros. Él habla cada noche con un pez rojo que da vueltas en su pecera, como el propio personaje en su anodina vida de 36 años. Ella lo hace con su ordenador portátil. Parecen estar confinados en ellos mismos. No hay grandes florituras estilísticas, lo que hace que el relato se pueda beber de un trago, gracias también a una traducción que, sin conocer el original, me da la impresión de que es ajustada a la hora de tratar de hacer pasar el argot francés: "salir por patas, meterme en la piltra, con el careto de un putón"... Qué infinita gama de grises la de estas vidas tan oscuras, que pueden ser iluminadas por las palabras que se leen o que se escriben. Cerca de la escatología muchas veces, el autor evita el peligro con el humor. De las derrotas podemos pasar a la esperanza de otra vida posible, lo que no está mal, ahora que vamos saliendo de la reclusión.

José Manuel Mora.



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