Un hijo de nuestro tiempo, de Ödön von Horváth

 El nazismo rampante.

Quienes merodean por estos andurriales saben que me gusta citar mis "fuentes", esto es, decir cómo ha llegado el libro a mis manos, o a través de quién. Es lo menos que se puede hacer. A lo largo de la pandemia he ido acumulando títulos, por miedo a quedarme sin material, y ahora no sé quién me puso en la pista de éste. HORVÁTH, ÓDÓN VON. Un hijo de nuestro tiempo. Madrid: Nórdica Libros, 2020, traducción impecable de Isabel Hernández, 159 págs. Esta editorial cuida siempre los productos. La foto de la cubierta, de la agencia Magnum, la faja que la completa, las páginas de respeto, el epílogo de la propia traductora... Todo hace del librito una pequeña joya.



El escritor, para mí un desconocido absoluto, es un claro ejemplo de la Centroeuropa de entreguerras. Nació en Rijeka, en la actual Croacia, que entonces formaba parte del Imperio Austrohúngaro (Berlanga estaría encantado con esta puntualización), en 1901, pertenecía pa la pequeña nobleza húngara. Los traslados laborales del padre lo obligaron a cambiar de idioma cuatro veces durante su periodo escolar. Hasta los catorce no fue capaz de escribir correctamente en el que él consideró siempre su idioma, el alemán. De hecho, autores de la talla de H. Hesse, T. Mann, o S. Zweig manifestaron su admiración por quien recibió ya en 1931  el prestigioso Premio Kleist. El ascenso de Hitler al poder lo obligó, dadas sus simpatías izquierdistas, a abandonar Alemania en 1933, ya que sus obras llegaron a ser quemadas públicamente por los nazis, y se instaló en Viena. Había escrito  dramas populares que pronto dejaron de parecerle satisfactorios. Su escepticismo acabó volcándose en dos obras que rompieron con su trayectoria anterior y con lo que se leía por entonces: Juventud sin Dios (1937) y la que ahora comento, publicada póstumamente. Ambos títulos suponen una crítica acerba de las ideas del nacionalsocialismo. Cuando los nazis entraron en Austria en 1938, él se marchó a París, donde ese mismo año la rama de un árbol, a causa de una tormenta eléctrica, cayó sobre su cabeza y lo mató. 


Lo primero que me ha llamado la atención ha sido un aspecto formal, casi visual: la brevedad de muchas de las frases. La primera persona gramatical se corresponde con la voz de un muchacho de 22 años quien, tras largos años de paro, el que siguió al primer conflicto mundial, y de bordear la delincuencia ("mejor robar que mendigar", pág. 13) se incorpora al ejército con lo que "mi existencia vuelve a cobrar sentido" (pág. 11), aquel que proporciona la pertenencia a un colectivo al que se le inculcan las ideas que luego conformarán el sustrato del nazismo. "Lo más sublime en la vida de un hombre es la patria" (pág. 18). O bien esta otra perla: "La guerra es el padre de todas las cosas" (pág. 21). En ese estado de cosas "no hay derechos sin violencia. No hay que pensar, hay que actuar" (pág. 21). La alienación de la persona al integrarse en el férreo colectivo lo lleva al sinsentido, desde mi perspectiva, de que "El individuo no cuenta para nada, que sólo es algo si está en formación" (pág. 24). Será que no hice la mili y no puedo entenderlo. Estamos pues ante un aequetipo, el nazi de a pie, quien obedece a sus mandos sin cuestionasrse las ódenes. De hecho la figura de su capitán es una referencia inapelable para él.



Otro de los tópicos del horizonte cuartelero es el machismo más desnortado: "Las mujeres son un mal necesario" (pág. 27). Es todo un fluir de conciencia en el que el narrador va contando sucesos nimios y los alterna con sus reflexiones, en una forma que imagino muy novedosa para la época, aunque es cierto que Joyce y Woolf ya habían hecho de las suyas. No sé si él conoció estos antecedentes. La narración es atemporal, tampoco se ubica en un lugar concreto y sólo uno de los personajes posee nombre, justo el de una mujer. El frío es la sensación más presente a lo largo de toda la narración, desde el recuerdo primigenio del narrador, hasta su final. Un aire gélido lo atraviesa todo y se trasmite al momento de nuestra lectura. La guerra en la que el muchacho participa como "voluntario", ¿la de España?, y en la que él mismo reconoce haber participado en crueldades innecesarias ("habíamos acabado con algunos prisioneros [...] aquello no fue más que un procedimiento acelerado... tal vez brutal, ¡lo reconozco!No se gana una guerra con guante de seda" (pág. 70), puede servir de anticipo del horror que seguiría. Sólo hay dos personajes positivos: el del citado capitán y el de Anna. Ambos provocarán un cambio progresivo en los sentimientos del soldado. "De repente [...] tengo la sensación de que yo también podría olvidar la patria por una mujer" (pág. 73). También ayuda el hecho de que resulte herido en un brazo por una bala perdida. Todo ello lo lleva a tomar conciencia de que "estás solo, tú solo" y se hace consciente de que "pensar hace daño" (pág. 93) y de que "acaso yo tampoco encajo con los tiempos" (pág. 107). Todo ello se acaba traduciendo en "una rabia terrible, un odio atroz" (pág. 129) contra todo lo que le rodea. Y en una transformación íntima de la que se acaba haciendo consciente: "Si hoy me encontrara tal y como era antes, creo que podría matarme a palos a mí mismo" (pág. 135). El uso de la primera persona narrativa, con el de la segunda reflexiva me parece de gran modernidad.


El libro acaba siendo la crónica de su propia época. La muestra de que el individuo sin formación y sin criterio crítico acaba siendo manejado como un títere por el engrasado motor de la propaganda goebbelsiana, y termina por obedecer y ejecutar las consignas del poder fascista. "No supo hacer otra cosa. Era un hijo de su tiempo" (pág. 145). Sin llegar a los extremos del protagonista, cuántos no hay en el nuestro que se dejan seducir por teorías conspiranoícas, por "guasaps" con información sin contrastar, por consignas que parecen querer que nos precipitemos en un pozo sin fondo de odio... La pandemia no parece estar haciéndonos más claros a la hora de plantearnos los problemas, queremos soluciones simples a asuntos muy complejos. Tal vez nosotros también seamos hijos de nuestro propio tiempo, tan antiguo como el de los garrotazos goyescos o las dos Españas de Machado. ¡Qué lástima todo!

José Manuel Mora. 

P.S. Al ir a colocar el librito en el lugar correspondiente de mi estantería, compruebo estupefacto que  Juventud sin Dios estaba en el lugar correspondiente, en una edición del año 2000 de la colección Austral, que no había leído. No es la primera sorpresa que mi modesta biblioteca me depara de vez en cuando. También tenía en un lugar inadecuado, una preciosa edición en tapa dura de Trafalgar y La corte de Carlos IV de D. Benito, con lo que podré seguir celebrando su centenario.

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