La Marcha Radetzky, de Joseph Roth

 Final de un mundo.

Con el fin del confinamiento se multiplican las posibilidades de actividad fuera de casa. Y así, he tardado un tiempo en incorporar una nueva lectura a esta ya larga lista de reseñas (¡275!). No tenía referencia alguna sobre él, pero el libro, como todos los que poseo de Alba, me atrajo desde su presentación en tapa dura y una magnífica ilustración en la cubierta; su título me traía ecos musicales conocidísimos, por ser dicha marcha casi un himno oficioso de Austria, compuesto por Strauss padre en 1848; además sabía que, con su lectura, volvía a llenar otra de mis lagunas literarias y regresaba de nuevo a ese territorio del que cada vez voy teniendo más imformación, la Mittleuropa. ROTH, JOSEPH. La Marcha Radetzky. Barcelona: Alba Clásica Maior, 2020; traducción excelente de Xandru Fernández; 369 págs. Este título se publicó por primera vez en 1932 en Berlín, cuando se preparaba el siguiente cataclismo que el escritor supo anticipar y criticar.



Philip Roth nació en la actual Ucrania en 1897, entonces provincia del Imperio austrohúngaro, en una familia judía socialmente acomodada, lo que le permitió estudiar de forma brillante Literatura Alemana en Viena. Fue doblemente rechazado por su origen, dado el antisemitismo de la sociedad vienesa, como por parte de la propia comunidad judía de la ciudad, que lo menospreciaba por su origen "del Este". Participó en la Primera Guerra Mundial sin llegar a entrar en combate y luego fue corresponsal en París y Rusia, de donde volvió desencantado de sus ideas socialistas. Job, de 1930 fue su primer gran éxito, pero el libro que ahora comento lo consagró como escritor en lengua alemana, lo que no impidió que en 1933 fuera puesto en la lista de libros prohibidos y él tuviera que huir de Berlín al ir cobrando fuerza el régimen nazi, como le sucedió a su gran amigo Stephan Zweig. Su mujer, enferma mental, acabó siendo sometida al programa de eutanasia forzosa. Trató de evitar la anexión de Austria por parte de la Alemania hitleriana sin éxito. Murió alcohólico y arruinado en un hospital de París en 1939, tras publicar en ese mismo año La leyenda del santo bebedor que Olmi transformó en película en 1988. La admiración le llegó póstumamente.


Ya la eleción del título es una declaración de intenciones, puesto que la famosa marcha poseía un carácter simbólico del viejo Imperio de los Hausburgo, que hermanaba con calzador a  checos, húngaros, eslovenos, rutenos, judíos, moravos, ucranios, serbios… y que era la marca musical del esplendor imperial. Hay pues desde el principio un aire nostálgico ante un mundo que empieza a desvanecerse, aunque sus protagonistas, los Trotta, no lo quieran ver. "Los Trotta eran un linaje joven" (pág, 13), que arrancaba en la batalla de Solferino (1859), cuando el abuelo salva la vida del emperador Francisco José, "benévolo y grande, majestuoso y justo, infinitamente distante y muy cercano" (pág. 38) y es ascendido por ello a la nobleza. Su hijo Franz rechaza formar parte del ejército y acaba como funcionario de alto rango. Sin embargo la estirpe se continúa en la figura del teniente Carl Joseph, su hijo,  que desde joven, al escuchar la Marcha, "se hundía en el entusiamo atronador de la música y su sangre rezumaba en una cinta de color rojo oscuro sobre el oro resplandeciente de las trompetas, el negro profundo de los timbales, y la plata victoriosa de los platillos" (pág. 38). Ni rastro de ironía. Sin embargo, a toda esa ampulosidad de la idealización, se opone la realidad de la monotonía cuartelera, las amantes, los placeres vieneses, el juego y la bebida, los duelos... Un mundo en descomposición, aceptado todavía por el padre, pero mal comprendido y peor asumido por el muchacho. El carácter del tenientillo tiene mucho de la educación que seguramente recibió el autor en su juventud, llena de autorrepresión sentimental: "sentía crecer en él unas ganas infantiles de llorar, ardientes y tontas, las ahogó en la garganta" (pág. 51), en paralelo con la que también experimenta su padre: "Los dos tienen algo que decir, pero callan" (pág. 107). La diferencia entre ambos es que el adulto es un eslabón intermedio pero fundamental: "Entre el difunto héroe de Solferino y el indeciso nieto estaba el padre [...] custodio del honor, guardián de la herencia" (pág. 116), asociados ambos, honor y herencia, a la mayor gloria del Emperador, quien "seguía encerrado [...] en una senectud glacial y eterna, plateada y espantosa" (pág. 86). A pesar de esa fidelidad heredada, el padre "veía hundirse el mundo y era su mundo" (pág. 189) con la consiguiente angustia y la nostalgia por lo que se ve desaparecer ante los propios ojos.


Además de los retratos de los caracteres principales de la historia ya apuntados y de los que los rodean, las sucesivas amantes, el doctor del cuartel, el conde Chojnicki ("incrédulo, burlón, intrépido y sin escrúpulos", pág. 157), la descripción de esa sociedad en descomposición es perfecta, digna de Balzac, Flaubert, Chéjov o Proust, a quienes admiraba. Como ellos, el autor trasciende la anécdota y la convierte en categoría histórica hasta transformarla en una novela política. Roth muestra que además es un consumado narrador al graduar la tensión en determinados pasajes, como el del duelo ("Con alas negras y rojas volaba la muerte sobre sus cabezas",  pág. 113), con suspensión de la acción y resolución posterior, o la presentación de secuencias en paralelo que potencian mutuamente su visión crítica: la de la festividad del Corpus vienés, junto al banquete desordenado en casa del conde. O el crescendo perfectamente pautado que alterna la fiesta con la tormenta y el asesinato en Sarajevo. De hecho toda la segunda parte del libro es la preparación del país, de sus tropas y de sus personajes, para el desastre que luego se conocería como la Gran Guerra. Van apareciendo las ansias nacionalistas de las distintas comunidades que integraban el Imperio: "Esta época sólo quiere estados nacionales [...], la nueva religión es el nacionalismo" (pág. 186) con un antisemitismo siempre latente. Ha habido elementos que me han traído a nuestro presente: "Jelacich, un esloveno [...] odiaba a los serbios [...] sus dos hijos adolescentes hablaban de la autonomía de todos los eslavos del sur" (pág. 332). Y junto a él, la prosa del dinero como motor del mundo, lejos de los honores y los ardores guerreros patrios: el teniente Trotta "llevaba obedeciendo desde su más tierna infancia [...] y la munición que necesitaba para la libertad era el dinero" (pág. 227). El descreímiento de todo lo que le había sido sagrado hasta entonces es absoluto y ello provoca una profundísima crisis en su ser: "Sabía que su padre ya no era su hogar. El ejército ya no era su profesión" (pág. 168). La conclusión es meridiana: "El mundo ya no seguía siendo el viejo mundo. Desaparecía" (pág. 264). Todo estaba ya preparado para la tragedia, una tragedia que cien años después muestra sus heridas todavía abiertas: tras 25 años de la matanza de Srebrenica siguen enterrando cuerpos  estos días.



Con ser este fresco histórico apasionante, al estar presentado a través de personajes tan humanos, el libro no alcanzaría sin embargo la grandeza que posee si no fuera por la precisión poética de sus descripciones ("La luna y el silencio hacían los minutos más largos", pág. 81), por la fuerza de sus metáforas ("El velo de la lluvia parecía aquí más denso, cayendo sobre los muertos", pág. 65; o bien: "Había un mar infinito de trinos, un mar sonoro en el aire", pág. 208), por el ritmo de la prosa, por la precisión en la descripción de los caracteres, lugares y ambientes; ("la maleta seguía abierta, la personalidad militar de Trotta yacía en su interior, un cadáver doblado de la manera reglamentaria", pág. 342). En definitiva, la visión de un testigo que presencia el final de un mundo que ha sido el suyo, que entrevé lo que se avecina y que es incapaz de hacer frente al desastre, como le sucedió a su amigo Zweig. Impactante lectura.

José Manuel Mora.



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