Asturias en un verano vírico. Colombres. IV

 Asturias por fin.

Desayunamos mientras sigue la charla. Asun nos proporciona chaquetones por si acaso. Y ya en la calle, sigo con mi atuendo de turista mediterráneo, a pesar de los 10º burgaleses de sol y nubes. Según nos informa Jesús, la carretera es una autovía cómoda que va de la Meseta al Cantábico. Hay rachas fuertes de aire en los viaductos que me hacen agarrarme tenso al volante. Al pasar Reinosa, por donde nace el Ebro, el paisaje empieza a cambiar. Desde la llanura parduzca y segada vemos al fondo cómo las montañas se van levantando, cerrando el horizonte con picachos inverosímiles, cubiertos de arbolado y con el suelo tapizado de un suave verde. Y ya por Torrelavega el Cantábrico se empieza a entrever. El desvío por Unquera nos lleva por fin a Colombres. Han sido algo más de dos horas de conducción. Como es un pueblín, encontramos pronto las casitas de dos plantas donde está la nuestra. Como siempre tiene que haber alguna anécdota, intento abrir con la llave la puerta de la izquierda, que no es la nuestra. Su ocupante, una señora, se asusta, claro. Y, ya dentro, comenzamos a hacernos con los distintos espacios. Lo dejamos todo y salimos a comer a La Barata, recomendada por Asun, en el centro del pueblito. El primer pote asturiano que pedimos nos lo sirven en una fuente enorme para que nos pongamos lo que queramos. Luego vienen el codillo/pimientos rellenos de bacalao de segundo, que no hay quien se lo acabe y el arroz con leche de postre. ¡Uf! (12 € el menú). Desgraciadamente esta recomendación ya no servirá a nadie, porque cierran el negocio por jubilación. Se hace necesaria una siesta. 

 


 

 

 

 

 

 

Desde la ventana del salón el paisaje que se divisa es de cuento. Fuera sólo se oye el tranquilo sonar de las esquilas. Vacas y caballos pacen sueltos. Parece aquello del menosprecio de corte y alabanza de aldea del clásico. Cuando salimos a dar el primer paseo hay pocos vecinos por la calle. Los pocos que nos cruzamos van con la mascarilla de protección, aunque dada la ausencia de aglomeración, podrían no llevarla. La luz es especial a esta hora.

 

En una enorme finca de piedra, exenta (vid. infra, dcha.) levantada en su momento por un indiano y que funciona como biblioteca pública y punto de información, obtenemos toda la necesaria. Decidimos sin embargo vagar sin rumbo y los caserones de los que regresaron van apareciendo al azar, claramente reconocibles por su empaque, por su factura, por su ubicación. Además, cada uno de ellos tiene una placa explicativa que hace referencia a su propietario, a su fecha de construcción y a sus características. Casi ninguno de ellos está hoy habitado, sin embargo se ven restaurados y muy cuidados. Seguro que el Ayuntamiento los considera patrimonio urbano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Como suele suceder, los migrantes, cuando volvían de su periplo americano, México, Cuba, Venezuela, Argentina, intentaban dejar claro su triunfo, aunque luego se fueran a vivir a la capital o a Madrid y por aquí vinieran poco. Igual sucedía con los que volvían de Alemania en los 60 o con los magrebíes que regresan a su tierra en nuestros días. Todas ellas parecen perfectamente integradas en el conjunto de las construidas recientemente, de colores llamativos y contrastados, con flores en los balcones. El pueblo sigue estando a nuestro entero disfrute, sin nadie con quien compartirlo. Todo en paz.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Los brillos del sol se van apagando paulatinamente y volvemos hacia la plaza. Compramos un helado en el único kiosko abierto, de los de palo. Esa será nuestra cena. Y ya en casa, una vez que dejamos las cosas en su lugar, un modo como otro de hacerla nuestra, echamos un vistazo al cuaderno que Asun tiene sobre la mesa del comedor, "la wikipedia colombrina", con indicadores y sugerencias de excursiones, playas, lugares de refrigerio que han ido dejando los que han habitado este reducido paraíso. Luego, la bitácora y algo de lectura en pelea constante con el sueño. Me rindo.
 
José Manuel Mora. 
 

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