Asturias en un verano vírico. El Cares. VIII.

 El desfiladero.

Hoy toca madrugar, porque nos han dicho que el desfiladero se ha convertido en un jubileo. Tenemos la esperanza de que, al ser septiembre, haya menos gente. En la mochila, agua, fruta y pan y jamón para recobrar fuerzas cuando sea necesario. Yo lo hice con 27 años y pastoreando al alumnado del Colegio Rural de Tudela. Para ellos una aventura festiva, también para mí, cargada además de la responsabilidad de que no les pasara nada. Ahora se trata de disfrutar de la inmersión en una naturaleza agreste, profunda y bella. Al menos así la recuerdo. Conforme nos desviamos hacia Arenas de Cabrales, entrada asturiana garganta, las montañas se van cerrando sobre nosotros, envueltas en un sudario de niebla. Y la carretera culebrea en lo profundo sin demasiado tráfico. 

Desde Arenas hay que llegar hasta Poncebos, una aldea en la que ya se ven infinidad de coches de gente que ha madrugado más que nosotros,  tal vez incluso haya dormido allí. Encontramos posiblemente la última plaza de aparcamiento. No quiero imaginar cómo estará esto en verano. Sabemos que el arranque del sendero por esta parte es empinado y lleno de chinarro resbaladizo. Hay una enorme humedad en el ambiente y nos vienen bien los "borreguitos" ligeros y cálidos que nos hemos traído. La garganta, con el Cares allá abajo, está flanqueada al otro lado de la corriente por peñascos de un gris desnudo moteado de verde y en algunos lugares, protegidos por la umbría, crecen incluso los árboles, que se agarran a la ladera para no despeñarse. 


 

















 

El tamaño de las personas que ascienden por delante de nosotros da idea de lo que nos queda por recorrer. Y de repente, a nuestra espalda, aparecen dos alicantinos, Alberto y Pere, éste último alumno mío en el Módulo que da nombre a este blog. Decidimos hacer el recorrido juntos, lo que da pie a chascarrillos, fotos, risas, diálogos con unas cabras perdidas en el monte... El sol empieza a picar a modo y no hay ni una triste sombra. Tras los dos primeros kilómetros la senda empieza a llanear y se hace más cómoda, pero aún hay que subir repechos fuertes. El agua y las mandarinas nos ayudan. A nuestra izquierda no hay ninguna valla de contención y, si uno se asoma al borde del sendero, el vértigo se sube a la garganta. Como no hay cobertura, el gepeese no nos puede decir lo que llevamos recorrido, ni lo que falta. Parece que en verano funciona, al llegar a Caín, ya en la provincia de León, un trasporte que te devuelve a Poncebos. Al ser septiembre lo han suprimido. Todo lo que caminemos lo tendremos que hacer de regreso. 


 













 

Se acerca el mediodía y habrá que ir pensando en regresar. Sin embargo yo querría llegar hasta los túneles, porque fue la zona que más me impactó en mi primer viaje por la fuerza del entorno. Una pareja que viene de vuelta dice que no están muy lejos, pero que luego todo es parecido. Hacemos un último esfuerzo y los alcanzamos, pasos horadados en la roca viva. No sabemos los kilómetros hechos, pero da enorme pereza pensar en que nos queda por recorrer otro tanto hasta llegar a nuestros coches. Y paradójicamente la bajada resulta más dura para nuestras rodillas. Hay que poner los pies en lugares firmes y evitar torceduras y resbalones. A pesar de la dificultad de algunos tramos, hay muchachada abundante, grupos familiares con críos, y gente joven de nuestra edad. Muchos de ellos van con mascarilla, a pesar de estar al aire libre y sin amontonamiento. Hacerlo a lo largo de todo un día y quedarse a dormir en el otro extremo sería una opción mucho más llevadera. Pero eso no nos corresponde.


 











Cuando por fin alcanzamos la cabaña de la guardesa, cerca de donde hemos aparcado, le preguntamos la distancia hasta los túneles y nos dice que son nueve kilómetros. Eso supone que la excursión ha sido de dieciocho en total. No está mal para mi provecta edad. Decidimos acercarnos a Arenas para buscar dónde comer, porque en la aldea de Poncebos, con toda la gente que vuelve, va a ser un poco problemático. San Guguel nos sugiere la sidrería Calluenga, un lugar sencillo, amplio y ventilado. Comemos de picoteo. Está claro que en cada zona de nuestro país se cocina distinto. Y aquí decidimos compartir cecina con cabrales, revuelto de espárragos, cebolla rellena y gajos de manzana con queso, todo regado con cerveza que sabe a gloria. Nos despedimos, porque llevamos ya caminos diferentes. Ha sido un encuentro afortunado por lo divertido y lo rico del intercambio. El regreso, como suele suceder, nos parece más corto y cómodo. Paro un momento, cerca del agua del Cares, que baja sereno y transparente, casi dormido. 


Al llegar a casa para descansar un poco, las piernas parecen descargarse de satisfacción y relajo. Aún tenemos en casa gazpacho, jamón y queso, que con algo de fruta nos parece una cena opípara. Menos mal que no hay planes de salida. Tan solo la cotidiana pelea entre el sueño y la bitácora. Mañana empezamos a explorar el oeste.

José Manuel Mora.
 

Comentarios

Aránzazu ha dicho que…
Me super encantaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.. :)
Unknown ha dicho que…
Recuerdo la primera vez que realicé esa ruta,llegamos a Caín en coche y lo pasé muy mal. Merece la pena es preciosa.