Asturias en un verano vírico. Fuente Dé. VII

 Hacia lo alto.

El desayuno casero es hoy algo más ilustrado. Tenemos fruta que compramos ayer tarde en el colmado que regentan dos hermanas divertidísimas, un poco más arriba de la iglesia. La luz por el ventanal es apenas adolescente. 

 

Como la jornada la prevemos larga, a las 9:30 ya estamos en carretera, en dirección a Panes, Potes y nuestro destino hoy, Fuente Dé. Pero para llegar allá no recordaba lo impresionante que es el desfiladero de La Hermida. Corre estrecho y elevado, bordeando el río Deva. Un sol, tímido todavía, tizna las cumbres de un dorado que aún no alcanza la brillantez que logrará más tarde. Por contraste, abajo apenas hay luces grises entre ramas y piedras lustrosas de tanto como han sido pulidas por el agua del tiempo. Y algún puentecillo de madera que conduce quién sabe adónde.

 

Hacia las once llegamos a Fuente Dé. Hace cincuenta años, de todo hace ya demasiado tiempo, a mi amiga Isabel y a mí nos concedieron desde Salamanca, una beca veraniega de un mes para albergarnos en el Palacio de la Magdalena de Santander y seguir un curso de Filología y Literatura. Y desde allí vinimos de excursión hasta el lugar donde se tomaba el funicular. Hacía tan sólo cuatro años de su inauguración. Ahora el corto vuelo vertical, en una cabina ventilada por las ventanillas bajadas y con sólo media docena de personas enmascaradas, no provoca la emoción de entonces, aunque la altura sigue siendo considerable y el vértigo se mantiene ahí, aunque atenuado por experiencias similares posteriores. Al llegar, el circo pétreo nos rodea igual de inconmovible que entonces. Nada ha cambiado y las moles graníticas, peladas, duras, con su infinidad de grises, se levantan desde eras geológicas imposibles, y alternan con los macizos arbolados, de verde intenso.

 

 

Noto que los 1800 metros de altitud me afectan y la respiración me resulta dificultosa. He de subir con cuidado y lentitud los pocos escalones que llevan al arranque de los senderos de montaña, para que el corazón no se me desboque. Los senderistas van eligiendo entre los diferentes grados de dificultad de los recorridos señalados. Nosotros nos conformamos con disfrutar del silencio y la luz. Bajar hacia la plataforma de descenso es mucho más cómodo y cuando llegamos a la balconada metálica, sostenida como un voladizo enganchado a la roca y con el vacío bajos los pies, se requiere un plus de coraje para dar el salto y acodarse en la barandilla mientras el aire circula en todas direcciones. Nosotros hacemos fotos mientras vemos ascender la cabina acristalada. El día es de una luz cegadora, sin una mota de nubes y la vista se alarga en profundidad hasta el horizonte dentado de la comarca de Liébana, que es donde nos encontramos.













Al llegar abajo descubrimos que en el Parador no sirven comidas hasta las 13:30, así que continuamos camino hacia Potes. Al pueblito le ha pasado lo que a tantos otros igual de pintorescos, a pesar de toda su autenticidad prácticamente perdida, que pueden morir de éxito por culpa del turismo masivo. Hay mucha gente de visita a pesar de los tiempos que corren y vamos evitando las zonas más frecuentadas, repletas de terrazas donde poder comer bajo los quitasoles que dificultan cualquier intento de fotografiar la torre del Palacio del Infantado (s. XVI, de estilo italianizante), imponente junto al cauce del río, y que alberga una exposición permanente dedicada al Beato de Liébana, que no es hora de poder visitar. Los callejones más alejados de la carretera que atraviesa el pueblo, esconden todavía rincones con el tiempo detenido en una balconada, o golpeando levemente una puerta sin obtener respuesta. Aquí prima la piedra y la madera como componentes constructivos básicos. El contraste entre ambas zonas es descomunal. No todos vivían igual, como bien sabemos. Hay incluso otro torreón que alberga un museo de la brujería, cerrado a nuestra llegada.


















Cuando se hace la hora de comer, con todas las aplicaciones con las que van provistos nuestros teléfonos, es relativamente fácil buscar un lugar donde poder hacerlo. Y así damos con "La Soldrería", con su estructura de mesón oscuro, con una barra larga, y un patio al abrigo de la solanera exterior, donde será posible disfrutar de la comida sin aglomeraciones y bien distanciados unos de otros, lo que nos da enorme tranquilidad. Las croquetas de cocido son una rareza exquisita para el aperitivo y los fideos con vieiras, o el cuscús sin garbanzos, aromático y sabroso, suponen un regalo para el paladar. La tarta de limón con helado, una delicia novedosa. La tranquilidad es tanta que puedo descabezar un sueñecillo apoyado en la pared que hay detrás de nosotros. 



 

 

 

 

 

 

 

El regreso, como suele suceder, lo hacemos con más rapidez, a pesar de la caravana que se forma en el desfiladero. Es cuestión de tomarlo con paciencia. Casa, siesta, compra en "nuestro" súper" y allí las señoras nos orientan para poder llegar a Pimiango. Hay una carreterucha que serpentea hasta un auténtico mirador que da al atardecer y en el que hay unos jóvenes riendo e intercambiando mensajes y fotos. Dejamos el coche aparcado y desde allí arranca una senda que llega hasta una ermita abandonada en medio de un "prao", donde Fernán Gómez rodó unas escenas de "El abuelo". El lugar es desde luego de película. No hay nadie. Es un perfecto set de rodaje. 


Pero la senda continúa. Vamos en dirección a la cueva de "el Pindao" que, para nuestra frustración, está cerrada a esta hora. No planificar las excursiones tiene estas consecuencias, pero somos más de dejarnos sorprender. Seguimos adentrándonos en un auténtico bosque de Arden, sin orcos ni dragones, de ramas torturadas, que parecen querer retenernos entre su confusión retorcida. Hay un suelo alfombrado de helechos, lavanda y setas, que desciende sin que sepamos adónde conduce.


 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y eso es lo que nos sucede al continuar caminando entre pedregales, que nos vemos abocados a unos acantilados cortados a pico, donde el agua lame con suavidad la base del roquedal a nuestros pies. No hay barandillas ni barreras protectoras. La sensación de vacío es mayor, lo que hace que me resulte todavía más atractivo. Y en medio del mar, un formidable peñascal se deja dorar en lo alto por un último sol. De regreso, en la umbría la humedad cae con la misma rapidez que se retira la luz. Y de nuevo en el mirador vemos la puesta magnífica de la luminaria sumergiéndose en el mar. Hay unas nubes que lo enmascaran y difuminan levemente. La jornada se está cerrando de forma perfecta. 




 

 


 

 













 

Ya en Colombres, hay que echar todavía mano de la fuerza de voluntad para ver mañana por dónde ir hacia nuestro siguiente objetivo. Hay que aprovechar las pocas jornadas de sol que dicen los meteorólogos que quedan. Los ojos se me cierran mientras escribo después de una cenita frugal. Ni siquiera vemos la tele. Estamos desconectados del mundo, o conectados con la naturaleza, que es otro modo más saludables de estarlo tal vez. 

José Manuel Mora. 

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