Asturias en un verano vírico. Hacia el este. V.

 Aires mediterráneos junto al Cantábrico

Puesto que Colombres está situado en la raya con Cantabria, decidimos empezar a viajar hacia el este. Aunque hemos tomado un café en nuestra casita, resolvemos parar en Unquera, junto a la ría del Deva, en una mañana de cielo brillante. Y mientras damos cuenta de una tostada con tomate y aceite, un pa amb tomaca, vaya, las casas frente a nosotros, de color ocre y blanco, espejean al otro lado de la lengua de agua, no sabemos si dulce o marina. 

Media hora de conducción y estamos en Santillana del Mar. Estuve hace más de cincuenta años y entonces era un emporio turístico de primer orden. Todavía hoy los locales de planta baja siguen acogiendo tienditas con bibelots para turistas, que a la hora de nuestra llegada están desaparecidos. El cóvid los ha debido de ahuyentar. Los pocos que nos cruzamos van tan enmascarados como nosotros, lo que produce una extraña sensación. Recordaba el firme irregular, empedrado con cantos redondeados, de la calle principal que pasa junto al antiguo lavadero comunal, entre imponentes edificios de piedra canterana, adornados con escudos heráldicos. Y llegamos hasta la Colegiata de Santa Juliana, con su portal de sencillas arquerías de medio punto, de humilde románico, cerrada. El tiempo parece haberse detenido.


 








 

Dando la vuelta al edificio, hay una indicación de acceso al claustro, del s. XII, en el que una quietud dorada lo envuelve todo. Los capiteles geminados muestran una hermosa variedad de motivos y una sencillez de realización conmovedoras. No hemos de compartir la visita con nadie. Dan ganas de sentarse a leer un buen libro, como cualquier monje haría. Al pasar al interior de la iglesia, de un románico evolucionado, del s. XIII, con su desnudez habitual en paredes y arquerías, nos sorprende el retablo hispano-flamenco del XV, dedicado a la santa, en el que se alternan pintura y escultura, en un conjunto perfectamente armónico. Delante del altar, la tumba de Juliana. Al salir, rodeamos el ábside y el número de forasteros ha ido aumentado considerablemente, sin llegar a las multitudes de antaño. Hay que seguir.













De camino hasta nuestro próximo destino, ya hacia el oeste, pasamos frente a la playa de Oyambre, tan inmensa, y abierta, que permite que haya muchos bañistas y que se mantenga la distancia necesaria. Mucha gente en el agua es verdad que no hay. Los mediterréneos consideramos que la temperatura del agua en el Cantábrico exige valentía para adentrarse en ella. Como ya me ha sucedido en otras ocasiones, me resulta extraño ver el mar orientado al norte y no al sur, que es como mis ojos lo han visto toda mi vida.


Al llegar a Comillas, ciudad que no había visitado con anterioridad, lo primero que buscamos es El Capricho gaudiano (1885). La Villa Quijano fue mandada construir por otro indiano enriquecido en Cuba, con más poderío que los de Colombres. Aquí, sí; a pesar del virus hay mucha gente que ha pagado los 6€ de rigor y espera pacientemente la visita guiada, o realiza el recorrido ad libitum, como hacemos nosotros. No se producen atascos en las salas. Algunas de sus partes anticipan ciertos espacios de La Pedrera barcelonesa. Se nota el origen familiar del arquitecto en su gusto por los forjados de los balcones. También su valoración de la azulejería esmaltada en verdes y ocres, como elemento decorativo en muros exteriores de ladrillo visto. Y para los interiores, las vidrieras o el trabajo de ebanistería para realizar sus diseños de sillas y ventanas o sorprendentes marcos para espejos. El eclecticismo modernista lleva a Gaudí a combinar artesonados con ecos mudéjares y otros con aires góticos, junto a  cresterías imposibles en las chimeneas de inspiración orientalista, casi minaretes. El de Tarragona quiso traer un soplo mediterráneo a las tierras del norte.















 

Se ha hecho la hora de comer y nos indican que vayamos al "Filipinas". Está llena la terraza y también el interior, espacioso y ventilado. Comemos "de picaeta", rabas, croquetas, mejillones, cocochas... esas cosas. Y unas cerves, claro. Hemos aparcado junto a la iglesia de S. Cristóbal y, como está abierta, entramos por curiosidad. Gótico que no llega a florido con un frontal adornado por una sola y enorme cruz con dos velones a un lado y el Sancristobalón con el Niño al otro. Curioso. Café y coche para llegarnos a otro de nuestros objetivos en la ciudad: la Universidad de Comillas, que siempre asocié al poderío jesuítico, de cuyas manos pasó a las de un banco y de ellas al Gobierno de Cantabria. Ahora se va rehabilitando en la medida que las subvenciones lo permiten y se ha centrado en la enseñanaza de E.L.E., Español como Lengua Extranjera, y que recibe alumnado procedente de todas partes. El edificio, en lo alto de una colina, es impactante por su altura y su volumen. Su construcción en ladrillo rojo a la vista vuelve a ser de inspiración modernista. Desde lo alto de la loma las vistas son espectaculares. La visita guiada, obligatoria, es para nosotros solos. Las explicaciones están bien fundamentadas y todo resulta muy curioso, ya que el exterior no era más que un aperitivo. Tras las puertas de bronce  de más de 1000kgs cada una, se pasa a un recibidor de arcada triple obra de Domenech i Montaner, otro de los grandes del modernismo catalán.





Se asciende por una escalera de doble rampa, y el techo está sustentado por un artesonado de once metros de hondo en altura, que representa el arca de Noé, imponente. Vidrieras hermosísimas dejan pasar la luz hacia las maderas torneadas, que la devuelven en forma de brillos. También las pinturas parietales en la escalera y en la sala magna, de doble altura con balconcillo en alto, son exquisitas. Todo ello ha sido ya restaurado. Y en el patio claustral, entre el verde del jardincillo, sobresalen salientes cilíndricos que en realidad son claraboyas para iluminar la planta baja. En el centro, un antiguo pozo de ladrillo rojo da el toque preciso, así como el revestimiento exterior de la capilla, cubierto todo él de azulejos que semejan las escamas de un dragón. El interior no se visita, al no estar acabado de restaurar.












Ya en carretera el mar tiene cada vez más olas y el aire sopla con más intensidad. Tras 10 kms estamos en San Vicente de la Barquera. La memoria idealiza las cosas, o la realidad y el tiempo las transforman. O las dos cosas. Del pueblecito marinero que recordaba, con su puente múltiple, de escasa altura, sobre la desembocadura de la ría, quedan las casas de su barrio viejo, pero los constructores han levantado urbanizaciones sin cuento en la ladera de enfrente. Nos quedamos de paseo bajo los soportales que protegerán de la lluvia en su momento. Hay muchos restaurantes y bares, muchos de ellos cerrados. Tomamos un café en uno de los pocos que hay abiertos junto al mercado. Y de repente escucho cantar a coro y de manera entonada. Al girar la esquina, un grupo que podría ser la Coral del Vinalopó, arranca con canciones de la tierra mientras beben un copazo. Lo hacen a pleno pulmón y sin mascarilla ni demasiada distancia de seguridad. Se nota que lo disfrutan. 











El regreso, contra el sol, es una auténtica tortura. Menos mal que son sólo diez kilómetros. Y al llegar, le echo fuerza de voluntad antes de dejarme derrotar por el cansancio, e intento anotar algunas cosas de lo vivido en la pequeña bitácora. Mañana, más.

José Manuel Mora. 

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Preciós ....