Asturias en un verano vírico. Hacia el oeste por fin. IX.

 LLanes y Ribadesella.

Adormecerse con las esquilas de las vacas en la oscuridad de la noche y despertarse con los trinos de los pájaros podría dar lugar a la famosa "alabanza de aldea", pero es tal cual lo cuento. Desayuno estupendo y salimos por fin en dirección hacia el oeste. Hay una serie de playas que Asun nos ha sugerido, pero nos las dejamos atrás sin querer porque no vemos los carteles. Llegamos pronto a Llanes. El día está encapotado, pero no llueve. Intentamos aparcar pero el centro está impracticable. Trato de hacer una maniobra reculando y, mirando el retrovisor, no veo en la pantalla la imagen de la cámara trasera. Oigo gritos. En la marcha atrás me he abalanzado contra un velador donde desayunaban tan tranquilas un par de chicas que se levantan horrorizadas. Freno de mano, bajada a pedir disculpas demudado, arranque de nuevo todavía con temblor. La mañana no ha empezado bien. Y, aunque logro aparcar,  no estamos para demasiada contemplación, aun así nos dirigimos hacia la bocana del puerto para ver los bloques del rompeolas pintados por Ibarrola. Los colores vivos sobre el cemento gris suponen un contraste intenso. Habría que ver cómo rompe el azul del mar sobre ellos en días de mar gruesa.


Poco a poco se va despejando. Nuestro humor también se serena. Recorremos el espigón hacia la parte vieja de la ciudad, pasando por una playa pequeña y recoleta, al abrigo de vientos y miradas. Poca gente en ella. Pasamos delante de los restos de un viejo castillo que ejerce como puerta de entrada al casco antiguo. Callejeamos entre casas con miradores, dispuestos a almacenar toda la luz posible para sus habitantes cuando más les sea necesaria. Están pintados de colores llamativos. Los días de grisalla invernal supondrán un contraste para los ojos apagados por tanta bruma. Hay otras que han perdido todo su viejo lustre, carcomido por el salitre imparable.
 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No llevamos guía y deambulamos dejándonos sorprender por lo que vamos encontrando. Entramos en la Capilla de la Madalena, de un sobrio gótico, a oscuras en su interior, y con un retablo barroco muy hermoso. No hay nadie y la podemos disfrutar en silencio. Esta será una de las constantes de este extraño viaje pandémico, que queremos vivir con toda la normalidad posible. Por ahora lo vamos consiguiendo. 
 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Ya casi es mediodía y decidimos seguir bordeando la costa. Paramos en el mirador de la playa de San Antolín. Nos percatamos de que es ese el lugar, dado el número de coches y furgonetas aparcados. Es extensa, abierta, una franja de arena casi inacabable al pie de un picacho, donde surfean con dificultad quienes desearían más movimiento y se encuentran con un mar casi dormido. 
 

Vamos en busca de la playa de Gulpiyuri. El nombre nos resulta atractivo. ¿Gallego, astur, cántabro, incluso vasco? La wiki me dice que es una palabra de origen asturiano, que significa "círculo de agua". Pronto veremos por qué. Estamos en un territorio kárstico y el mar ha horadado la pared rocosa exterior de la costa y ha dejado que penetre hacia el interior de la tierra formando una playita de unos 50 metros de diámetro apenas, que en realidad se sitúa a 100 metros del Cantábrico ubicado hacia el norte. El agua sigue pasando por debajo del farallón, de un gris moteado del verde de aquí. El lugar es muy familiar y sirve tan sólo para refrescarse algo, ya que apenas hay profundidad.  Y eso es lo que hago. Mi primer contacto con este mar norteño, tan distinto al nuestro. Está fría, pero no tanto.
 
 
Al reanudar la marcha, el gepeese no responde y paramos a una paisana para pedirle información sobre cómo llegar a Ribadesella y también dónde podemos almorzar. Nos dice que estamos muy cerca y nos indica el "Basilio", donde se come muy bien, aunque también advierte que no es barato. Al llegar, nos cuesta encontrar aparcamiento. El ambiente nos transporta a tiempos prepandémicos. Turismo familiar y gente joven, como entonces, pero con la mascarilla que nos recuerda el peligro en el que chapoteamos con mayor o menor consciencia. El restaurante está junto a la ría del Sella, en su desembocadura, donde termina el famoso descenso en piragua. Parece que quiere volver a cubrirse, y el cielo se ha llenado de nubes no demasiado amenazantes.
 




















No hay lugar en la terraza, que es lo que nos hubiera gustado para poder comer tranquilos y oreados. Sin embargo el lugar que nos asignan en el interior está situado delante de una ventana abierta que da a la ría. Son años viajando por esos mundos y seguro que hemos comido opíparamente en muchos lugares, pero no me cabe duda de que recordaremos éste, porque nos dimos un homenaje sin proponérnoslo. Pedimos unas zamburiñas y unos mejillones a la sidra de aperitivo con una copa de Rueda bien frío. La sorpresa llega cuando, para atenuar la espera, nos traen una docena de langostinos por cortesía de la casa. Esto en nuestra tierra no suele pasar. Decidimos seguir con un rape, que sirven con almejas y patatas. Es un auténtico festín que no sabemos si podremos terminar. Pero sí, se puede... Acabamos con una milhoja de crema acompañada de café y orujo. Cuando vamos a pagar vemos que son ya las 17:30. No creo haber estado comiendo tres horas en toda mi vida. La señora tenía toda la razón del mundo.
 

 












Paseamos tranquilos por calles ahora vacías y con edificios menos espectaculares que los de Llanes. El Ayuntamiento renacentista nos sorprende. Sentados en un banco frente a la ría, vemos transcurrir la vida y un airecillo reparador nos ayuda a continuar. El regreso lo hacemos costeando y, al ver un montón de coches aparcados, nos detenemos. Hay un mirador elevado, el de Andrín desde el que se divisan dos playas, una a cada lado. La más occidental tiene un peñasco imponente en medio del arco azul del mar. Hay unas pocas personas que aprovechan los últimos rayos de sol de un atardecer muy dulce. La oriental resulta más salvaje. Ambas son de acceso fácil por lo que se ve. Son pequeños reductos de serenidad arenosa. Es cierto que en el agua no hay nadie. 
 


 














 
Y no dejamos atrás Buelna, sino que descendemos a la playa conocida como Caprichosa. Hay una última luz dorada de atardecer que suaviza más la arena y la hace espejear, húmeda, cada vez que el mar se retira. En el centro del semicírculo se alza desafiante un roquedal cuya base es lamida por las olas, caricias que en otros momentos serán embates de temporal que acabarán por derribarlo un día. Me descalzo y me adentro un poco en el agua. Una ola más intensa, que anuncia el cambio de la marea, hace que me moje el pantalón. Lo de la pleamar en estas playas ha de ser para conocerlo bien para no llevarse un susto. 
 

 
 


 










De regreso al coche, nos desviamos por un prao que conduce hacia otros acantilados, ya sin sol, ausencia que viene compensada por el sonido majestuoso del mar. Esta costa es inagotable en paisajes y sensaciones, más viéndola como nosotros ahora, casi vacía, más imponente por ello. Al entrar en Colombres, se nota que es sábado por los grupos de personas en la plaza. No nos detenemos porque, cuando lleguemos a casa, todavía hay que programar el día de mañana.
 
José Manuel Mora. 

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Muy buena narrativa, transportandonos por todos esos lugares bellos ,de esta tierra tan bonita 🙋👍
Unknown ha dicho que…
Una xulada....el dinarot!!!