Asturias en un verano vírico. Quintanilla de Abajo. II.

  Quintanilla de Abajo

El desayuno en el antiguo refectorio del convento es abundante y exquisito. Hay unas pinzas de caña, individuales, para tocar sólo lo que vas a comer. Las medidas de precaución son extremas y necesarias. El recorrido manchego resulta monótono, ahora que el campo ya está segado. Temo Madrid y no quiero entrar en la M-30, aun así me equivoco y me veo en los túneles con los que Gallardón dejó los bajos de la ciudad como un gruyere y por los que los coches, en cuatro carriles, van a velocidades desaforadas. La tensión es brutal. Estoy mayor y mis reflejos no son los de antaño. Cuando por fin me veo en en la autopista de Coruña, me relajo un poco porque es territorio conocido, después de tanto viaje de ida y vuelta de Valladolid a Alicante con la calasparreña de Mamen. Al evocarla, la llamamos. Al pasar el túnel de Guadarrama, descubro una nueva autovía, la de Pinares, que nos lleva bordeando Segovia y Cuéllar hacia el páramo vallisoletano con sus bosques de pinos a ambos lados de la carretera, vacía a esta hora. Montemayor, Traspinedo, Sardón... evocan en mi recuerdo los viajes de visita a nuestro alumnado, proveniente de tantos pueblecitos así, y que pasaban en Tudela de Duero una semana alterna en el Colegio Familiar Rural, donde tanta ilusión, esfuerzo y pasión colectiva pusimos. 

La llegada a Quintanilla es a la hora de comer. Nosotros la llamamos “la casita con encanto” (Pasaba por aquí) por todo el mimo que nuestro amigo Miguel Ángel ha puesto en hacer de un caserón de pueblo, un lugar acogedor, cálido, en cuyo patio uno escucha tan sólo el piar de los pájaros, y la mirada descansa en la calidez del verde afelpado de lo que es un verdadero jardín. Luisa, su madre, cumple 91 años y estamos encantados de verla inasequible al desaliento. Felipe, que está siempre al quite, es el que pone las cervezas para esperar que la mesa esté servida. Tras la siesta hay tratamiento en el sobrado que Miguel ha acondicionado como un lugar de paz, meditación y relajación absolutas.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A media tarde bajamos, como solemos hacer cuando venimos, hasta la pesquera del Duero, que tiene en ese momento una luz esplendorosa mezclada con el rumor del agua que se desliza brillante por la leve pendiente bajo la sombra de sauces, pinos, chopos. Se puede pasear sin mascarilla, porque no hay nadie más que el viejo puente renacentista que lleva hasta Olivares. Sus tajamares dividen la corriente de forma suave y son impactantes sus 49 metros de altura.

Paseamos hasta la plaza del pueblo, delante de su iglesuca. Bajo la olma, los adolescentes del pueblo practican el mismo deporte que en Almagro, ver sus móviles. La gente sale de misa y aprovechamos para entrar. No recordaba el retablo que hay a mano derecha, y que se salvó de un derrumbamiento desastroso. Ahora está restaurado y limpio y su manierismo hace que nos detengamos en su contemplación, solos como estamos.


La cena y la tertulia son cortas. La conducción y los masajes han hecho que nos desvanezcamos en un sueño reparador en la silenciosa noche de Quintanilla. 

A la mañana siguiente el desayuno es digno de un Parador. Y nos dirigimos a la Cistérniga, la Cirria, para los amigos, antaño una aldea en lo alto del cerro desde el que se divisa Valladolid, y que ahora se ha convertido en zona residencial para quienes huyen de la gran ciudad. Vamos a tomar un chisme, que dicen por aquí, en la cafetería Sonia, regentada por mi antiguo alumno José Luis. Impresiona que alguien a quien diste clase con dieciséis, tenga ahora cerca de sesenta. Sigue igual de cariñoso, cercano y divertido. Su hermana Mari Carmen se emociona al verme, y yo con ella. Se deshacen en recuerdos de juventud y en elogios de lo que supuso su paso por el Rural, en cuanto a su formación como personas. La enseñanza es ingrata en la medida en que no se sabe nunca si todo el esfuerzo que has puesto fructificará. Verlos ahora, convertidos en personas de bien, compensa y da sentido a posteriori a todo lo que hicimos. La charla es interminable, pero hay que volver.









 

Volvemos en medio de tierras que van otoñeando, los campos segados, ya pardos, lo que resalta el verdor de los pinos. Paramos en Sardón, donde se puede comprar un buen Ribera, un Mauro, con el que celebrar tanto agasajo, y que casa muy bien con el rabo de toro con patatas al horno que ha cocinado Miguel.

La tarde pasa entre cafés y conversación animadísima, que debe de formar parte de la terapia de reparación de esta casa. Así hasta la hora de la enorme ensalada que tenemos de cena. Y a la cama, que mañana sigue el viaje.

 

José Manuel Mora.

Comentarios

Pilar Bacas ha dicho que…
¡A la espera de la siguiente entrega! ¡Qué gusto da volver a oír hablar de Tudela!