Falling, de Viggo Mortensen

 Hombre orquesta.

Es curioso, o al menos poco frecuente, que una opera prima sea fruto de tan sólo una persona. Es cierto que el actor Viggo Mortensen (Nueva York, 1958) acumula sobre sus espaldas una extensa experiencia y, de trabajar con gente que sabe, siempre se aprende. En su debut, Falling, recientemente estrenada en San Sebastiám, donde recibió el Premio Donostia a toda su carrera, se ha hecho cargo de escribir el guión, componer la música, interpretarla, dirigirla y del riesgo de la producción. Y a mi modo de ver ha salido airoso de todos esos campos, componiendo una obra intensa, desgarrada, inquietante por momentos, todo dentro de ese núcleo básico que es la familia.

 
Desde el viaje inicial hacia California, a casa de su hijo en busca de una jubilación apacible, nos damos cuenta de que el anciano de ochenta años no está nada bien y que los cuidados de su hijo no sirven de mucho para su cerebro torturado por la duermevela del avión. Y no sólo se trata de las pesadillas y de su confusa manera de ver la realidad, sino también de un carácter imposible, acentuado por su desequilibrio mental. Ya en casa del hijo tenemos que enfrentarnos a la reflexión que Mortenssen propone sobre el papel de los viejos en nuestra sociedad, ahora que las familias nucleares extensas no existen y, si hay una familia, como aquí es el caso, está formada por dos varones y una hija adoptada para mayor ofuscación del padre. A la diferencia de edad de ambas generaciones y al carácter y a la degeneración mental, se añade la ideología misógina, homófoba, nacionalista, un perfecto espécimen trumpista. Todo ello hace que el viejo sea hiriente cuando no controla su realidad y también cuando quiere serlo por joder a quienes lo rodean. El trato hacia la hija que llega a visitarlo y a sus nietos es infame. Con quien únicamente se muestra algo cómplice es con la nieta adoptada. 

 
La peli está estructurada a base de flashbacks que se mueven entre el recuerdo y la ensoñación y que saltan hasta los años sesenta, y van mostrando el endemoniado carácter de este ser humano que hace infelices a quienes lo rodean, lo que se pone de manifiesto desde el primer plano con su bebé, en el que le pronostica, a modo de maldición, que acabará muriendo. O la escena de la caza de la perdiz. O la manera de relacionarse con su mujer. Con todos esos antecedentes, que su hijo, piloto comercial, esté casado con un estadounidense de origen asiático y haya adoptado a una niña hispana, permite al director mostrar una radiografía de la multiracial sociedad estadounidense, para mortificación del padre, orgullosamente blanco. El hijo, conciliador, sensato, no quiere entrar a discutir con su padre y aguanta todos los improperios que este le lanza, incluso en presencia de la pareja y de la niña. Hace falta tolerancia y deseo de no herir al anciano demenciado, intención de mantener los canales de comunicación. Pero todo tiene un límite. Y el estallido se produce. Quienes hemos tenido la suerte de disfrutar de un padre amoroso entendemos mal la actitud feroz y violenta, símbolo de una manera de ejercer el patriarcado desde tiempos remotos. La enfermedad es lo único que salva al padre del juicio definitivo del espectador. 
 

Lance Henriksen, quien posee una extensa carrera actoral, era para mí un perfecto desconocido, pero después de su desgarrada actuación en esta cinta, no exenta de ráfagas de ternura con la nieta y un insufrible sentido del humor, no creo que se me despinte. Mortenssen, pletórico de contención, lejos de la brutalidad de Promesas del este por ejemplo, no cae en la banalidad del amaneramiento para su personaje y lo encarna con enorme dignidad, con dolorida cercanía. Terry Chen le da la réplica desde un segundo plano respetuoso, y Laura Linney, a quien encuentro cada vez con mayor frecuencia, está conmovedora en su breve aparición. Todo queda en su sitio, la delicada banda  sonora, nunca excesiva, la ambientación, todo ayuda a que podamos entender que el perdón sea posible e incluso necesario para poder vivir tranquilo dentro de la propia piel. 

José Manuel Mora. 



Comentarios