Asturias en un verano vírico. Avilés. XII

 Avilés.

Qué frágil es la memoria de algunos. Rescato la bitácora de mi viaje con el alumnado del C.F.R. a Asturias en 1976, y descubro que estuvimos en lo que entonces era uno de los polos industriales del principado, Avilés. Y tuvimos la oportunidad de visitar Ensidesa, la gran factoría siderúrgica que entonces nadie imaginaba que acabaría cerrando en los 80, tras un conflicto social enorme, cuajado de paros, manifestaciones y huelgas. Todo esto no lo tengo presente cuando enfilamos la carretera. De hecho en mi bitácora actual que da lugar a estas entradas anoté: "Salimos hacia una ciudad que no he visitado nunca y de la que no tengo referencias". ¡Qué cosas! Los 23 kms por la A8 se hacen en un momento. Encontramos aparcamiento fácilmente y buscamos el punto de información a lo largo de la ría. 

 

Al otro lado vemos las formas puras del Centro Cultural Niemeyer. Con el planito en la mano cruzamos la pasarela sobre el cauce, conocida como "la grapa", por su elegante diseño en zig-zag, que nos lleva hasta la inmensa explanada que antaño ocupaba la factoría y donde se instaló la obra concebida por el arquitecto brasileño.

 
En ella se alzan la semiesfera blanca, la torre helicoidal y el edificio más potente de los tres, una enorme masa de cemento con forma de ola, con un muro pintado de amarillo cadmio en el que se dibuja una esquemática silueta femenina echada al sol, formada con azulejos negros de la zona. Hay una única visita guiada por la tarde, por lo que habrá que volver, ya que desde fuera no se sabe muy bien la funcionalidad del conjunto. Ahora, en la extensa superficie dominada por las tres construcciones, no hay nadie, con lo que los volúmenes se magnifican. El sol empieza a caer a modo y la única posibilidad de resguardarse es bajo la pasarela que arranca de la semiesfera, bajo la que hay una cafetería donde tomamos un cafetito. Encontramos también unos paneles de acero, recortados, que dejan ver las siluetas que huyen, tan características, pintadas por Juan Genovés. Estamos solos en esta mañana radiante de luz y formas purísimas. El conjunto ha sido valorado, desde que se alzó, de forma contrapuesta, desde la admiración a la crítica furibunda. A nosotros la limpieza de líneas nos conmueve. Fue un regalo del brasileño, casi centenario, a la ciudad, tras habérsele concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1989. El centro cultural fue inaugurado en 2011.
 

 

 



















Volvemos de nuevo a cruzar la pasarela para dirigirnos a la parte antigua de la ciudad. El folletito turístico nos descubre que sólo Santiago de Compostela aventaja a Avilés en número de espacios porticados. Los extensos corredores de soportales permitían antaño a los artesanos tener suficiente luz para trabajar a la puerta de sus casas sin mojarse, caso de que se dieran las frecuentes lluvias típicas de estas tierras. Su vivienda solía estar en el piso superior, con ventanales en forma de miradores y con la huerta familiar en la parte trasera. Los suelos son de dos tipos: los de losetas brillantes y lisas, de colores tostados alternados con los grises, y los empedrados para las bestias, los carros o las personas calzadas con zuecos, hoy en día un martirio para pies con calzado inadecuado. Los antiguos tambuchos artesanales han sido sustituidos por infinidad de baretos y restaurantes hoy cerrados. La pandemia se los ha llevado por delante, al mismo tiempo que a los turistas, que brillan a esta hora por su ausencia. 
 




















Palacetes del siglo XIV, el Ayuntamiento del XVII, la iglesia de S. Nicolás, de un gótico sobrio del XIII, que alberga un retablo renacentista del que no encuentro información ni en la sobada wiki y que nos sorprende por lo abigarrado del doble espacio que lo divide horizontalmente. Es evidente que en mi estancia anterior, citada al inicio de esta entrada, todo esto no lo visité, y hay que señalar que merece mucho la pena. Más allá damos con el mercado decimonónico que ocupa el centro de una plaza rectangular, llena de terrazas para potear o comer tranquilamente, ya que no hay tráfico rodado. Todo está restaurado con mucho gusto y cuidado. Con razón dicen los que vienen por primera vez a esta ciudad que les resulta una sorpresa inesperada. 
 

 
















 
Muy cerca del mercado paramos a comer en un sitio, aunque no sea más que por su nombre: "La Biblioteca". Tiene mesitas en el exterior, al solillo. Vemos pasar a la gente mientras nos traen el que será mi primer cachopo, plato mítico en la región; en realidad me pido media ración. Al final el bacalo rebozado con una salsa deliciosa de la otra parte, está mucho mejor. Para bajar la comida paseamos por el antiguo barrio de pescadores, el Sabugo. Nos han hablado de una hermosa iglesuca románica. A las horas que llegamos está lógicamente cerrada. Tomamos un café en uno de los baretos de la plaza que la acoge.
 




















Hay que deshacer lo andado y volver a remontar las cuestas que conducen hacia la parte vieja. Edificios del XVIII y el XIX, con magníficos miradores acristalados, cuidadosamente restaurados en los años 90. Todo está limpísimo y a esta hora de la siesta la tranquilidad es absoluta. Por aquello de la deformación profesional pasamos por delante del Teatro Palacio Valdés, con una fachada muy de época. Sería curioso visitarlo por dentro. Y desde allí llegamos al Parque de la Ferrera, auténtico pulmón verde, concebido al estilo inglés, con enormes espacios de césped y zonas umbrosas con bancos en los que descansar. Lo recorremos, despaciosos, cruzándonos con algún paseante con perro y mascarilla. La sensación de placidez es total. 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Y de nuevo hacia la plaza del Ayuntamiento nos llama la atención la fuente de los caños de S. Francisco, con caras redondas que arrojan agua por las bocas.  Gracias a ello vemos abierta la cancela de un pequeño claustro de dos alturas, del s. XVI, el de San Nicolás de Bari, adjunto a la iglesia de su mismo nombre. Es recoleto, empedrado con pequeños cantos rodados, con una fuentecilla en el centro y un "enhiesto surtidor", que no alcanza la grandeza del de Silos. No hay escolantes a estas horas y la paz es ciertamente claustral. Como podrán comprobar los curiosos lectores de estas andanzas, no suelo poner fotos personales. Aquí va una excepción, porque no hice ninguna del claustro vacío. Procuraré que no se repita.


































 
El regreso a la Niemeyer lo hacemos ya sin el planito. La ciudad la hemos hecho nuestra. Para la visita guiada apenas somos diez personas, enmascarados dispuestos al asalto del complejo, guiados por una azafata de las que saben lo que dicen sin hacerlo de forma memorizada. Todavía en el exterior nos pone en antecedentes y nos explica por qué acabó levantándose aquí. Entramos primero en el mayor de los tres edificios, "la ola" blanca con dos toques de color, el amarillo que da a mediodía y el granate, que tiñe el inmenso portón de la cara norte, a cierta altura del suelo. Dentro hay una foyer que sirve como sala de exposiciones, de planta sinuosa, en la que se está preparando una de fotografía que promete ser muy interesante a la vista de las que descansan en el suelo todavía sin colgar. No podemos hacer fotos, claro. Las paredes blancas contrastan enormemente con el suelo de moqueta granate. En la planta superior se encuentra una sala más pequeña cuyo techo está cuajado de enormes óculos que imitan la luz natural. Y desde ella se entra en el teatro de 900 asientos que el arquitecto quiso que fuese absolutamente democrático y todas las localidades tuvieran la misma visibilidad del escenario. Suelo y butacas de color rojo inglés, que contrasta con el negro del telón de boca. Las paredes están forradas de madera noble que permite una acústica perfecta. En él ha habido grandes actuaciones a teatro lleno. Con la llegada del covid se han suspendido todas las que estaban programadas. En la pared del fondo del escenario se adivina un portalón enorme, practicable, que convierte la escena en un espacio bifronte. Cuando éste se levanta, los conciertos multitudinarios se proyectan al exterior con la gente bailando al aire de la noche. No sé cuándo podrá retomarse toda esta actividad. 
 































Desde allí nos llevan a la semiesfera de cemento blanco, una cúpula  que parece que fue todo un reto arquitectónico, dado el peso del cemento, y que alberga un espacio expositivo coronado por una lámpara casi plana que semeja flotar a poca distancia del techo y que inunda el lugar con su luz blanca. En el centro de la estancia, un único elemento que, por serlo, destaca por su limpidez y la pureza de sus líneas: una escalera helicoidal blanca contra un lienzo granate. No hace falta más para lograr el efecto escenográfico. Aquí se han colgado telas de Sorolla, de Picasso... También se han dado conciertos de música clásica de pequeño formato porque la reverberación es perfecta.
 



























 
Nos queda el mirador, con forma de árbol esquemático, al que se accede por una escalera en forma de hélice exterior que va rodeando su eje. El color predominante aquí es el gris. Desde los altos ventanales circulares se divisa la ría que se dirige al mar y por la que llegan embarcaciones de cierto calado, hay amarrada al noray incluso una carabela. Hacia poniente se tiene una panorámica perfecta de la ciudad. A esta hora de la tarde hay un cierto efecto invernadero y el calor es sofocante. Menos mal que las ventanas abiertas dejan entrar algo de aire. 
 

La visita ha resultado instructiva y uno se pregunta cuándo se podrá dotar de vida nuevamente a estas magníficas instalaciones que el viejo Oscar regaló a Avilés y que, aunque hayan estado rodeadas de polémica, han convertido a la ciudad en un polo de interés cultural. La verdad es que la excursión de hoy ha merecido mucho la pena y me ha resultado del todo sorprendente. Al cruzar la grapa de nuevo para recoger el coche, nos hemos hecho amigos del controlador del aparcamiento, nos encontramos con una escultura a ras de asfalto que refulge con el dorado de su material y los brillos del atardecer. Una curiosidad. 
 

La vuelta hacia Gijón, de la mano del tom-tom, la hacemos en un verbo. Cenamos en el Parador, casi solos, unas pocas exquisiteces: croquetas de cabrales con jamón y rollitos de berenjena, con helado de postre. En la habitación hago un esfuerzo para acabar de garabatear estas notas. 
 
José Manuel Mora. 

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