Gambito de dama, de Scott Frank

  Ajedrez. 

Me la recomendó mi sobrino Gonzalo. Y pensé, "no sé yo...". Mi padre nos enseñó a mi hermano y a mí a jugar al ajedrez y a las damas. Conozco los movimientos, pero nunca tuve la calma y la concentración necesarias para aguantar a fondo una partida. Así que, sabiendo que este era el tema de la serie, al menos en principio, no estaba yo demasiado predispuesto. Es cierto que saber que sólo constaba de siete episodios nos animó a empezarla. Y, cuando vimos en unos créditos curiosísimos quién era su protagonista, sabíamos que no habría escapatoria. Gambito de dama (The Queen's Gambit) se lanzó en Netflix hace no llega a un mes, con lo que puede estar todavía en boca de muchos, dado el éxito cosechado. Su creador, Scott Frank, además de dirigirla, ha escrito el guión a partir de la novela homónima de Walter Tevis. Nada más empezar, nos damos cuenta de que la historia se propone algo más que presentarnos rivalidades y obsesiones ajedrecísticas.


 

Kentucky, años 50 y 60, en plena guerra fría. Una niña queda huérfana y es acogida en un orfanato. El conserje le enseña a escondidas a jugar al ajedrez y la niña descubre que ese ejercicio de concentración la abstrae de la sordidez del lugar y de su orfandad. Y empieza a obsesionarse y descubre además que unas pastillas que les dan para mantenerlas tranquilas, le potencian la capacidad de imaginar las jugadas mentalmente. Ambas cosas acaban por crearle adicción. Es adoptada por un matrimonio no especialmente feliz y en su nueva madre acabará encontrando el apoyo que necesita, aunque su sentimiento de soledad puede que sea insuperable, ya que sus dos referentes maternos son mujeres maltratadas. Y comienza a participar en concursos en los que es la única chica, por lo que es objeto de burlas y de absoluto ninguneo. Su buen hacer le permite empezar a ganar y a ser respetada. De vivir en la escasez, irá dándose cuenta de que los triunfos se traducen en dinero y este en ropa cara, caprichos, viajes, todo aquello de lo que careció hasta entonces. Cuanto más lee y más aprende, más altos son sus objetivos, hasta querer disputar con el campeón de la URSS.

 

No hay sitio en su vida para tonterías adolescentes ni para escarceos amorosos... Es cada vez más consciente de su capacidad, de su genialidad, tanta que linda con la locura, al convertirse el juego en una auténtica obsesión, más que nada porque es frente al tablero donde se siente segura, ya que puede controlarlo. Ver cómo evoluciona el personaje, cómo cambia la relación con los varones que la rodean, cómo se aproxima a su madre, es una delicia muy bien pautada. Quienes saben de ajedrez podrán disfrutar con los movimientos de las piezas, que parece que han contado con el asesoramiento de Kaspárov. Quienes no entramos en el juego podemos gozar con una ambientación perfecta, unas localizaciones fastuosas, un vestuario y peluquería magníficos, que por momentos me han retrotraído a los tiempos de Mary Quant, con una música sabiamente elegida. Todo ayuda a conseguir una extraordinaria verosimilitud. 


Y, a la tensión que producen las partidas, se suma la evolución del personaje, los retos que se va planteando, tanto con posibles competidores, como consigo misma. Quienes han presenciado torneos de ajedrez saben que el silencio es una regla estricta. Para los actores ha debido de ser un reto importante el interpretar conteniéndose, manejando las miradas, que han de ser inexpresivas para no delatar su miedo ante una inminente derrota o su alegría por la victoria al alcance de la mano. El director ha jugado en esos casos con primeros planos de una intensidad brutal. Y a pesar de la realidad de confrontación, siempre el fair play, el dejar caer la pieza para aceptar la derrota, el estrechar la mano del contrincante.


Anya Taylor-Joy, a quien descubrimos con asombro, según me sopla mi amiga Maite desde Londres en The Miniaturistfrágil, la memoria humana, es  Beth Harmon, la protagonista indiscutible de la función. Si allí estaba llena de dudas, pero capaz de actuar, aquí está contenidísima, aunque alguna que otra borrachera le permite mostrar su talante angustioso cuando se siente desbordada por los nervios. En ella se combina lo altamente racional, con la irracionalidad más absoluta. Su personaje me ha traído a la cabeza la novela de S. Zweig La novela de ajedrez aquí comentada, en la que el personaje también memorizaba partidas y era capaz de jugar contra sí mismo, como hace ella en realidad. Mariele Heller, la madre adoptiva, empieza siendo un personaje tan gris como el ama de casa abandonada que encarna, indefensa agarrada a una copa, y acaba convirtiéndose en cómplice de la muchacha, desde el respeto a su autonomía, con una intensidad que se va ahondando por momentos. Y la sorpresa de ver a uno de los triunfadores estadounidenses en los tableros, con su sombrero de ala ancha, saber que era una cara que me resultaba conocida y que no era capaz de ubicar, hasta que la wiki me informa de que es el que hizo de niño en Love Actually y más cerca del momento actual, Juego de tronos. En definitiva, la serie es tan intensa y adictiva que no creo que pase nada si no se es aficionado al ajedrez. Se podrá disfrutar de ella igualmente.

José Manuel Mora.



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