La casa del padre, de Karmele Jaio

 Historia a tres voces.

Ya lo advertí en la reseña anterior. Sigo entre escritoras, dada la pujanza de su presencia en las mesas de novedades. Y de nuevo lamento no recordar de dónde me viene la sugerencia de lectura de la presente novela. JAIO, KARMELE. La casa del padre. Barcelona: Ed. Planeta, Col. Áncora y Delfín, 221 págs. La versión original es en euskera y la traducción corresponde a la propia autora. Debe de ser una perfecta bilingüe porque el texto me parece que posee un castellano límpido, sin rasgos del sustrato originario. 


La autora era para mí una desconocida absoluta. Nacida en Vitoria en 1970, no es una primeriza. Ha publicado dos novelas con anterioridad (Las manos de mi madre, de 2008, cuya traducción al inglés fue premiada por el English Pen Award, y Música en el aire, de 2013) y varios libros de relatos. Escribe además columnas en diarios vascos. Es evidente que estamos ante una militante a favor de los derechos de la mujer, sin embargo el tono de su libro me parece tan ponderado que por ello es todavía más convincente. 


Estamos ante una historia que se nos cuenta a tres voces: la de Ismael y la de Jasone, matrimonio con dos hijas emancipadas, y la de Libe. Ésta última es la hermana del primero. Ismael se dedica a escribir. Ya ha publicado varias novelas con anterioridad, pero en el momento del arranque de la historia se encuentra en un vacío creativo que dura ya dos años y se siente presionado por los plazos acordados con su editor. Su mujer ha sido desde el principio su primera lectora y además ha corregido los textos, al ser su euskera aprendido, ya que es de familia inmigrante de Zamora ("vosotros, los nuevos euskaldunes", pág. 46) y lo estudió para mejor integrarse en la sociedad de acogida. Con la marcha de las hijas hay algo en ella de síndrome del nido vacío y una querencia a volver a la escritura que practicó en su juventud. Libe vive en Berlín, trabaja en una oenegé y se ve compelida a volver, al caerse su madre y ser hospitalizada, también al saber que su hermano se está ocupando del padre por las tardes, un euskaldún de los que cantan en vasco "nuestras canciones de toda la vida" (pág. 62). Estos son los mimbres de arranque. Todo se complica porque los esposos guardan en secreto los problemas creativos del uno y las pulsiones escritoras de la otra. Él se expresa en segunda persona, como un monólogo interior, al igual que sucede con la voz de Libe, mientras que ella lo hace en primera persona, a modo de confesión. Ambos han sufrido temores.
 

Él no se quiso comprometer nunca en "el afilado ambiente político de la Euskadi de los 80" (pág. 17); "Siempre huiste del activismo" (pág. 18), se dice a sí mismo. Además "siempre has temido a la muerte desde pequeño" (pág. 23). Ella, tras la agresión de "la manada" en Pamplona, teme por sus hijas y pretende "describir nuestra propia violación, aunque nunca haya ocurrido. Porque todas hemos vivido la angustia de esa pesadilla" (pág. 39). Y en esa reflexión se pone de manifiesto la manera en que las mujeres han sido educadas: "en el miedo. Y el miedo nos ha protegido" (pág. 42). A lo que se añade algo que muchas mujeres han asumido: "Han logrado que interiorice desde pequeña el abuso como algo natural" (pág. 42). Hay una frase aparentemente inocua sobre el ambiente familiar en casa de Ismael, que sugiere más cosas de las que expresa: "Cenas de sopa caliente y conversaciones frías" (pág. 75). La incomunicación existente entre padre e hijo desde la adolescencia, por no responder éste a los estereotipos de machote que el padre deseaba, sigue agazapada en el interior de Ismael y puede ser una de las razones que le impidan escribir "Aquella mirada [la del padre] estaba cargada de perdigones de plomo" (pág. 122). Mientras, Jasone ha vuelto a la escritura "como un acto de desenterrar cosas, imágenes ocultas por el tiempo y la ciega normalidad" (pág. 95). También en ella subsiste el miedo, no sólo el inherente a su ser mujer, sino al que la hace consciente de que "yo pertenecía a otro equipo [y no al de ETA, desde luego]" (pág. 134). Otro de los rasgos de esta construcción como mujer proveniente del patriarcado en el que vivmos inmersos es que "lo que ha ocurrido con los hombres en general, es que he necesitado su aprobación" (pág. 137), aunque muchos varones precisemos también de la aprobación de las personas que nos importan . Y la necesidad de ser reconocida como ser humano de pleno derecho: "Que por encima de la amante y de la madre, me viera a mí. Por fin a mí, coño, a mí" (pág. 179). 
Eso parecen decir los tres personajes: basta. Ismael harto de sentirse culpable por no haber sabido ver el trato que su madre recibía por parte del padre al que ahora cuida, también por la actitud condescendiente con su mujer o el desapego de su hermana, incapacitado para ponerse en el lugar de la mujer y ver el mundo desde donde ellas lo miran. Jasone, incapaz de seguir siendo la mujer dedicada a su hogar, dedicación que le ha impedido realizar su auténtica vocación, la de escribir. Y Libe que, feminista y todo, quiere controlar los deseos de Kristin, su pareja alemana, y que se siente culpable de haber abandonado a su madre y a su hermano huyendo a Berlín. En los tres se ve cómo el machismo imperante ha ido moldeando actitudes y comportamientos en contra de sus propios afanes e ilusiones, de sus aspiraciones y sueños. Los tres son personajes perfectamente dibujados, con voces muy personales y reconocibles. Ninguno es esquemático y eso les permite evolucionar. No quiero dejar de anotar una metáfora relativa a la madre y que la retrata: "Mete sus palabras allí, trozos de su corazón al pilpil o en salsa vizcaína" (pág. 95). El libro se cierra de manera redonda, sin amargura, con algo de luz al final de este largo túnel por el que vamos saliendo hacia una manera de ser más humana,  ellas y nosotros. 
 
José Manuel Mora. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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