Trío de damas.
Lo primero que me ha venido a la cabeza al ver esta cuarta temprada de The Crown es si hubiera sido posible una producción así, no sobre los Windsor, sino sobre los Borbón. Mucho me temo que no. Tenemos aquí menos correa. Los reyes británicos siempre estuvieron sobre las tablas, desde Shakespeare, lo que hace que estén allí más acostumbrados. Y eso que the family no parece estar demasiado satisfecha con el tratamiento de los hechos al pasar a esta serie de Netflix, de nuevo diez capítulos, que no dejan de ser una historia ficcionada (perdón por el palabro). Su creador, Peter Morgan, quien también es responsable del guión, ha decidido incorporar a su esposa, Gillian Anderson, en el papel de la Thatcher, luego hablaré de esta decisión. Lo que resulta evidente es que, tras las tres temporadas anteriores aquí reseñadas (The Crown I y II; The Crown, III), estábamos contando los días para su estreno y que, sin llegar al maratón, nos la hemos finiquitado en tres tardes, tal era el deseo de seguir la trama hasta un desenlace que queda abierto, mientras llega la quinta temporada, que no colgarán hasta 2022. La espera se nos hará eterna.
La historia nos sitúa ahora en el tránsito entre los años 70 y 80 del pasado siglo. Con la figura de la reina siempre en el centro, ahora el protagonismo se triangula con otras dos mujeres que le opusieron feroz resistencia cada una a su modo: la Prime Minister Margaret Thatcher, primera fémina en ocupar dicho cargo, y Diana Spencer, elegida finalmente por el entorno real para el príncipe Carlos como esposa, a pesar de seguir enamorado de Camilla Parker, su amor imposible por ser una mujer casada. La figura de Thatcher para mí representa uno de los periodos más nefastos de los gobiernos británicos del s. XX. Su moral pequeñoburguesa, aprendida de su padre, la lleva a implantar a rajatabla para todo el país la máxima de que "cada palo aguante su vela". Y así fue desmontando todo el entramado social que hacía que Gran Bretaña funcionara como un reloj. Desmanteló los ferrocarriles, privatizó la sanidad, causó un paro brutal, una inflación desbocada y embarcó al país en una guerra contra Argentina por un trozo de tierra helada en el culo del mundo, las Malvinas, con tal de sostener el orgullo "imperial". Por no hablar del "cheque británico" que tanto daño hizo a la Unión Europea o su actitud en Irlanda del Norte (impresionante el atentado del IRA). Los enfrentamientos con la soberana, cada una más envarada que la otra, son auténticos combates dialécticos. Y la reválida que ha de pasar cuando ella y su marido son invitados en Balmoral, supone un auténtico suspenso, incapaces de leer los códigos privativos de los Windsor por ser unos parvenues. No se arredra y no tira la toalla hasta que sus propios compañeros de partido le indican la puerta de salida. Hay sin embargo un elemento que las hermana, su preocupación por sus hijos, cada uno con una problemática distinta.
Emma Corrin, para mí desconocida, es la encargada de encarnar a la pobre Diana, y lo hace con fragilidad y encanto, dotándola de la humanidad de la que parece carecer la familia real y aceptando convertirse en "la princesa del pueblo", como una forma de compensar tanta infelicidad. Josh O’Connor mantiene el tipo de la temporada anterior, pero ahora aparece más atormentado, más infeliz. Toda la contención del actor estalla en la pelea de pareja, mostrándose como un niño necesitado del afecto que su madre no le dio. Gillian Anderson, a quien no vi en Expediente X, pero sí en Sex Education, compone el personaje desde fuera, desde la caracterización de peinado, vestuario, tono de voz, postura encorvada. Eso y lo abrorrecible que me resulta la mujer política que, a pesar de batallar contra varones, asumía al ejercer el poder lo peor de los valores de éstos, han hecho que la vea con menos credibilidad que a los anteriormente citados. Tobias Menzies, como duque de Edimburgo, pone lo suyo en un papel ahora ya más segundón, pero al que veo desde otra perspectiva, tras reconocerlo como uno de los protas de la serie Outlander. El par de escenas con Diana son antológicas. Sublime, la Margarita de Helena Bonham Carter en su desesperación solitaria y alchólica. Y Olivia Colman sigue siendo la reina de la fiesta. La esfinge distante ante su Prime Minister y ante su pueblo, para el que sólo tiene sonrisas y agitación de la mano en un saludo acartonado y hueco, se transmuta en un ser humano que todo lo vive hacia adentro salvo escasas excepciones: las tertulias con su madre y con su hermana, donde puede expresar lo que siente o las charlas de alcoba con su marido, llenas de preocupación; pero a la vez toda la dureza que conlleva el duty de la Corona y que la enfrenta con sus hijos o con Diana, con reacciones que se acercan a la crueldad. Cómo aguanta esta mujer los primeros planos, mon dieu! ¡Cuánta complejidad en sus miradas!
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