La hija del comunista, de Aroa Moreno

 Apátridas

Ya he  dicho aquí en alguna otra ocasión que, como señalaba el Petrarca, no hay mejor libro que el que encamina a otros libros.  Qué bueno por tanto que mi amigo Elías me señale un título y una autora por completo desconocidos para mí y que encima me lo preste para su lectura. A eso se le llama generosidad. MORENO DURÁN, AROA. La hija del comunista. Barcelona: Editorial Caballo de Troya, sello underground integrado en Penguin Random House Grupo Editorial, 2020 en su quinta reimpresión, aunque  sea de 2017 la primera edición; 180 págs. Un libro de apariencia humilde, en tapa blanda, pero que se deja leer como quien se bebe un vaso de agua.


Aroa Moreno Durán (Madrid, 1981) es periodista para Infolibre y escritora. Ha publicado poemarios y biografías, la de Frida Kahlo y la de Lorca, y en la preparación de este libro que comento parece que viajó a Berlín para entrevistar a hijas de españoles exiliados en la que entonces era conocida como República Democrática Alemana (RDA); ya había  gozado de una beca Erasmus en ese país, donde su padre había vivido. Tras su publicación obtuvo el premio Ojo Crítico de Narrativa que otorga RNE. El militante represaliado por el franquismo, Marcos Ana, fue el primero en hablarle de los españoles comunistas que, en vez de exiliarse a México o a Francia, lo hicieron a la Alemania comunista. Como buena periodista, la labor de documentación fue exhaustiva, revolviendo a fondo en los archivos de la STASI, el órgano de inteligencia encargado de controlar a todos los ciudadanos de la República, lo que se nota en el libro y que ya pudimos ver en la impactante La vida de los otros.
 
La historia arranca con una familia de exiliados españoles que vive en 1956 en el Berlín Oriental, el matrimonio y sus dos hijas pequeñas, Katia y Martina. Lo que sucede lo conocemos a través de la voz de la mayor, Katia. Como tantos emigrados de segunda generación, las niñas viven en una esquizofrenia lingüística y cultural. "Con mamá siempre hablábamos español, y con papá en alemán" (pág. 16). La madre nunca quiso aprenderlo y se entendía por señas cuando salía a comprar. El padre, que era el que tenía que ir a trabajar a la fábrica, intentaba chapurrearlo. La madre les enseñó a rezar, como algo privado, "Todavía para mí, Dios es español" (pág. 58), pero por otra parte "papá nos prohibió ir a la iglesia" (íbidem), como buen comunista que era. Las niñas se escolarizaron en el idioma del que siempre consideraron como su país. El padre también parecía sentirlo así: "Sólo papá dijo ya está, familia, debemos estar agradecidos a esta república" (pág. 23), con esa asuencia de guiones para los diálogos característica de todo el libro. Y los años van transcurriendo con sucesos insignificantes, cotidianos, como la visita a otros amigos españoles, "y se pasaron recordando otros tiempos y otras ciudades" (pág. 23). Se movían como dentro de un inmenso gueto.
 

En el 61, lo que eran alambradas disuasorias se fueron convirtiendo en un muro que se fue alzando para separar las dos partes de la ciudad, los dos regímenes, a familias y amigos. Todos los que tenemos una edad, yo entonces tenía 13 años, recordamos las imágenes de quienes se descolgaban desde las ventanas o se lanzaban contra las alambradas seguidos por los perros y los fusiles de los VoPos. Los castigos a quienes lo intentaban eran terribles. Una mujer fue colgada por saltar el muro. Y en ese ambiente la protagonista, ya universitaria y con conciencia del "miedo ante la persecución del Estado" (pág. 48), descubre a un muchacho misterioso y, tal vez por serlo, atractivo. Por encima de las advertencias genéricas de sus padres, "No hables con él, es de los otros, no es de tu gente" (pág. 55), se impone el instinto, "un huracán, un riesgo, algo extraño que me decía que tenía que responderle" (pág. 55). Y como invitación definitiva un regalo anónimo en la puerta de la casa, el Canto General de Neruda, nueva fuente de contradicción: "cuando me acordaba de él [del libro] sentía que era infiel a todo lo que me rodeaba" (pág. 62). Eran los años de la por entonces famosa Ostpolitik, "Los dos mundos, como dos galaxias lentas, comenzaban a acercarse" (pág. 63), aunque otro exilado recuerde a su padre: "Aquí no, pero en el lugar que dejaron atrás, ustedes son los perdedores" (pág. 77). Johannes, que es como se llama el muchacho, acabará por arrastrarla al "otro lado", en una huida dramática con papeles falsos, a través de Checoslovaquia, hacia la Alemania Federal. Y allí se convertirá en una nueva apátrida, desarraigada, señalada como una Ossi por los jóvenes y modernos Wessis, cargando con "la culpa, un veneno de dosis cortas y constantes" (pág. 114) por haber abandonado a su familia y a su país, al que no puede dejar de amar. Y con el paso de los años "todo fue quedando atrás, aguado y sumergido" (pág. 127). El mundo que ahora la rodea y en el que se sigue sintiendo extraña, el Oeste, era "un país que levantaba erquida la cabeza tras la posguerra, y el Este se derrumbaba frente al mundo" (pág. 128), allá donde habían quedado sus padres y su hermana. Y así, en 1991, "aquel otoño, golpe a golpe de picos y martillos empuñados por miles de berlineses, cayó el muro"(pág. 148). En el 92, todavía recuerdo Leipzig como una ciudad oscura y gris, a la que le habían lavado la cara en su parte central para atraer a los turistas.

Como es bien sabido, nadie puede volver al lugar donde un día fue feliz, la infancia como paraíso imposible e irrecuperable, nadie se baña dos veces en el mismo río etc... Y en el intento de Katia por regresar a ver a los suyos estará el dolor y la frustración, al ver que nada es como lo recordaba en un Berlín en permanente y rápida transformación. Todavía en 2015, cuando volví por tercera vez a la ciudad, el proceso seguía imparable y los restos del muro eran un atractivo turístico, como si se hubieran colocado para servir de fondo a los selfies.  La sorpresa final se encierra en una maleta de cartón de las de entonces, atada con cuerdas, como las que llevaban los emigrantes españoles. La sucesión temporal, rápida en los capítulos iniciales, se va serenando conforme avanza la narración y la introspección es mayor. La sintaxis es fluida y, junto a la peculiaridad de los diálogos sin guiones ya señalada, o las frases sin terminar por consabidas, está una prosa tersa, rápida, con algunos destellos expresivos; "el rumor de la radio removía el aire de la habitación" (pág. 16); o bien, "Las ramas más bajas de los sauces dibujaban en verde la orilla negra" (pág. 45). En definitiva, he aquí un libro de los que se pueden leer casi en una tarde de confinamiento que ojalá no vuelva, y que ilustra muy bien cómo se pueden sentir quienes se ven obligados a abandonar su tierra y no paran de añorarla, al tiempo que se ven rechazados por los habitantes de su nuevo país. Corazón partío, que le dicen. 
 
José Manuel Mora. 

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