Los papeles de Aspern, de Julien Landais.

 Obsesión.

El otro día, al comentar  La vita davanti a se, señalaba que la principal razón que me había movido a su visionado era la presencia de la Loren. Hablaba de fanatismos irredentos y poco peligrosos. Y de nuevo, otra de mis "monstruas", la Redgrave, se dejaba entrevistar en el periódico a propósito del estreno de su última peli, aunque hace ya dos años que se rodó. Los papeles de Aspern viene firmada por Julien Landais, hasta ahora actor y director de cortos. Había un par de ganchos más que me han llevado nuevamente al cine: el productor es James Ivory, a quien sigo desde Una habitación con vistas (1985) y Maurice (1987) y el guión está basado en una novela de Henry James de 1888, quien me fascinó con su Washington Square aquí comentada y que leí tras ver su adaptación al cine, otro clásico, La heredera (1949). En el cine éramos tan solo dos enmascarados. Mucho me temo que no aguantará una segunda semana en cartelera. Y sería una pena perdérsela. Diré por qué.

Desde los títulos de crédito y los caracteres caligráficos del cartel uno se hace consciente de que se trata de una historia para letraheridos. El protagonista es un editor de Boston, obsesionado por un poeta romántico ficticio, el tal Jeffrey Aspern, inspirado en la figura de Shelley, y por unas cartas inéditas que el escritor envió a su musa y amante. Ésta vive ya muy anciana en Venecia, al cuidado de su sobrina, en uno de esos viejos palacios tan "decadentes a lo visconti", que decía mi amigo Juan Moya. El jardí tancat que el caserón esconde es la excusa que el tal Morton busca para entrar en la casa y en las vidas de estas dos mujeres. Su objetivo único, el que da sentido a su existencia, es conseguir los papeles que la vieja guarda bajo llave. Lo que para él sería la posibilidad de dar luz a la figura del poeta con esos papeles póstumos, para la anciana es poco menos que un sacrilegio. Para lograrlo intentará ganarse a la sobrina, encerrada en un mundo clausurado, decadente, melancólico, en el que los cortinones impiden el paso de la luz. Hay poco pintoresquismo en el filme. El director usa unas cuantas panorámicas de la ciudad, y unos pocos pasajes de los canales. Lo importante está dentro, en las relaciones que se establecen entre estos tres seres, cada uno con sus deseos frustrados. 

 

La puesta en escena se corresponde con el buen gusto que Ivory ha mostrado en sus otras realizaciones, muy en consonancia con el tono de la novela, según he visto. Sin embargo hay algo que me ha distnciado por momentos de la historia, y han sido los saltos atrás en el tiempo. Los tres actores que protagonizan el flasback (el español Kortajarena entre ellos) parecen sacados de un anuncio de perfumes franceses de la televisión actual, al igual que la planificación y los rallenties en que han sido filmados. Sin embargo, en cuanto se vuelve a la persecución de los papeles, me vuelvo a enganchar. Y mucho de ello tiene que ver con las interpretaciones del trío protagonista.
 

 
Jonatan Rhys Meyers, que tanto me gustó en Match Point, aquí me resulta algo inexpresivo, compone casi siempre el mismo gesto, oculto tras el humo de sus cigarrillos, sin lograr transmitir la pasión que lo mueve. Joely Richardson, sí que llega a conmover en su fragilidad encerrada, que se abre a la esperanza de un renacer, que llega como una brisa de aire fresco con el perfume de las rosas del jardín. De casta le viene al galgo, pues es hija de la inmensa Vanessa Redgrave quien, a sus 83 años, vuelve a dar una lección de actriz de raza. Me cautivó en Camelot (1967), aquel musical medieval y mítico en mi memoria, y lo volvió a hacer en Isadora (1968), donde se atrevió a bailar descalza, trabajos que redondeó en Julia (1977), con el que consiguió un Oscar por un papel que coincidía con su militancia política radical. Aquí tiene la limitación de actuar en silla de ruedas, pero cuando la cámara enfoca sus maravillosos ojos azules, la fuerza expresiva se complementa con su voz intensa y recia, inasequible a llamadas que no se correspondan con sus intereses. Magistral. En definitiva, sin ser "esencial para la supervivencia", permite pasar un rato deleitoso. Al menos a mí ha hecho que olvidara que llevaba puesto el bozal.
 
José Manuel Mora.




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