Pedro Páramo, de Juan Rulfo

 Murmullos de muertos

Hay tanto que se publica, es tanta mi consciencia de lo inabarcable, no sólo de lo que me llega recomendado, sino también del necesario relleno de mis insondables lagunas, que pocas veces pienso en las relecturas. Es cierto que algún ejemplo hay en estas reseñas, Cortázar, García Márquez, Cabrera Infante, Vargas, qué causalidad todos ellos representantes del famoso boom latinoamericano que nos abrió los ojos a otros horizontes en la provinciana y académica Salamanca. ¿Será una forma de encontrar "el tiempo recobrado", que decía el otro? En cualquier caso voy a ser reincidente. RULFO, JUAN. Pedro Páramo. Barcelona: Editorial Planeta, 1969; col. grandes narradores universales; 130 págs. El libro de tapa dura se completa con los cuentos de El llano en llamas. Suelen publicarse juntos, aunque aquí, hoy, voy a comentar sólo la novela. Abrir el volumen y ver como el tiempo ha tiznado las hojas de ese color canela característico de la huella de los años y ver mi a modo de ex libris, "Salamaca, 70-71", me provoca un vértigo temporal inquietante.

Juan Rulfo (Jalisco, 1917 - Ciudad de México, 1986) se dedicó profusamente y con acierto a la fotografía y a elaborar guiones de cine, además de a escribir el conjunto de cuentos citado más arriba, de 1953, y su obra cumbre, que ahora comento, que es de 1955. Rulfo conocía por entonces la obra de W. Faulkner y no cabe duda de que muchas de las técnicas que el estadounidense empleó, la corriente de conciencia fundamentalmente, fueron brillantemente asimiladas por el mexicano. La mezcla de realidad inapelable con un realismo mágico avant la lettre debieron de sorprender a muchos críticos de su país. Sin embargo pronto fue traducida a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego y finlandés. El Propio García Márquez se reconoce impactado por dos lecturas sucesivas del liobro en la misma noche. Veamos por qué.

Juan Preciado se dirige a Comala, un pueblo perdido en medio de ninguna parte, a instancias de su madre que acaba de morir, con el objetivo de encontrar a su padre, un tal Pedro Páramo. La descripción inicial del lugar ya nos sitúa: "En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía el horizonte gris" (pág. 9). Para mayor angustia, casi física, en el lector, comienza el relato del muchacho en primera persona: "Nos íbamos hundiendo en el puro calor, sin aire [...] de Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno" (pág. 9). Ya sabemos hacia dónde vamos entrando, al mero averno. Un caminante con el que se encuentra define al propietario de todas esas tierras como "un rencor vivo" (pág. 10), sucinta y precisa definición, que se completa más adelante: "La pura maldad. Eso es Pedro Páramo" (pág. 89). Y las voces se van multiplicando, tanto la del narrador omnisciente en tercera, "Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del aterdecer" (pág. 11), como la de Doloritas, la madre de Preciado, en cursiva, "El abandono en que te tuvo, mi hijo, cóbraselo caro" (pág. 23). Las palabras de venganza son comunes en el relato. O las de Susana San Juan, "una mujer que no era de este mundo" (pág. 113), encerrada en sus sueños de pesadilla, con un componente verbal cercano al surrealismo insomne,quien es el amor imposible del terrateniente, él, que había hecho suyas a cuantas quiso. O la del padre Rentería y su mala conciencia, con "el temor de ofender a quienes me sostienen" (pág. 34), lo que lo convierte en lacayo, porque "no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos que te darán un poco a cambio de tu alma" (pág. 76), le dice el cura de Contla. Y porque para el poderoso no hay más que su santa voluntad: "La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros" (pág. 44). Y cuando uno intuye que todo eso se da en un lugar imposible, dejado de la mano de Dios, intemporal, aparecen los cristeros y los villistas, arrasándolo todo: "Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que tienen" (pág. 113), lo que sitúa la acción a finales de la década de los veinte del siglo pasado.


Todo es puritito realismo. ¿Dónde queda lo "mágico"? La extrañeza que despierta en el lector ese lugar vacío, sólo poblado por voces, comienza a aclararse cuando uno lee: "Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle" (pág. 56). Y no son espíritus silenciosos, sino que van comentando lo que sucede desde el interior de tumbas compartidas, desde esquinas sin sueño, con la boca llena de tierra. "Me mataron los murmullos" (pág. 62), dice Juan Preciado. Así es como la iba a titular el escritor inicialmente, "Murmullos". Para quien, como yo, en aquellos años, sólo había leído literatura peninsular, o textos lationoamericanos del XIX, encontrarme con esta narración me supuso un auténtico deslumbramiento, que me llevó después a los autores del momento citados arriba. A ello también contribuía la variante del castellano de México, para mí asociada a Cantinflas y que aquí alcanzaba cotas de un lirismo majestuoso: "Unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día "(pág. 58); o bien, "Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira" (pág. 110). Y junto a ello, los modismos populares que luego escuché en mi viaje en los 80, tan característicos: "Pos [...] fueron retemuchos [...] montonales de sangre" (pág. 79); y auténticas creaciones lingüísticas: "pardeando la tarde" (pág. 101), o "está aluzada la ventana" (pág. 116). A pesar de los años transcurridos, el libro se mantiene vivo y sigue impactando en la imaginación del lector con toda su fuerza, su violencia, su poesía, la desesperación de sus gentes... ¡Qué ganas de volver allá y reencontrarme con mis compañeras de Burdeos, Reyna y Blanca Angélica. A ellas les dedico esta recensión que me ayudará a tener el título más presente en mi flaca memoria.
 
José Manuel Mora.  

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