The Prom, de Ryan Murphy


 La vida, ese ensayo general

Sé que hay gente que tolera mal las convenciones. Que en una ópera, con Violetta a punto de morir, ella se acapaz de cantar una aria maravillosa, no se ve aceptable. Sucede lo mismo con el género musical en el cine. Da igual que sea en la Edad Media (Camelot), o en el lejano Oeste (La leyenda de la ciudad sin nombre), o en el Londres finisecular (My Fair Lady), o en los barrios bajos de Nueva York (West Side Story), los personajes de repente arrancan a cantar y bailar sin que haya una orquesta detrás, rompiendo la credibilidad de la situación. En eso consiste la convención. O se acepta, se entra en ella y se disfruta, o se rechaza y uno se queda fuera sin posibilidad de gozarla. En mi infancia en blanco y negro los musicales hispanos eran una posibilidad de escapar de la cotidianeidad a través del technicolor. Y ya en mi adolescencia y primera juventud, con mayor capacidad de valorar la música, algunos de los títulos antes citados o el de Cabaret me abrieron puertas que estaban bien cerradas en mi mente y en mi corazón. Toda esta larga introducción viene a cuento porque quienes no son capaces de entrar en este mundo tan "convencional" pueden prescindir de ver lo último que Netflix acaba de colgar en su plataforma: la comedia musical The Prom, dirigida por el ya afamado Ryan Murphy, de quien hay aquí ya algunas reseñas de trabajos suyos anteriores con los que he disfrutado: Pose, Ratched, o The Boys in the Band. La presente es una adaptación del musical estrenado en Broadway en 2016, escrita por dos de los autores del original: Chad Beguelin y Bob Martin. Y llega ahora que los teatros de esa zona neoyorquina están con las luces apagadas y el cerrojo echado. El contraste con el brillo y el glamur que el director derrocha desde los créditos es por eso más intenso y doloroso.


Ahora que por imitación en nuestro país se pusieron de moda las fiestas de "graduación", parece que podemos entender mejor lo importante que es esa celebración como ritual de paso a la universidad, el baile de fin de curso, el de la "promoción". Si además resulta que la protagonista es una lesbiana a la que la Asociación de Padres de un instituto de la América profunda, Indiana, votante de Trump, no le permite ir acompañada de su novia, estamos en ese mundo reivindicativo que tanto gusta a su creador, activista gay, quien además suele envolver sus propuestas en el exceso típico de las obras de la calle 42. En su ayuda aparecen cuatro actores fracasados en Broadway que pretenden "promocionarse" abanderando la lucha de la muchacha y del director del centro. Aquí además me parece que el director muestra que es capaz de parodiar este género, desde el magnífico número de arranque en plan chorus line en la calle mojada y brillante de luces, y a la vez puede mostrarse emotivo sin exagerar en el par de secuencias que tienen las dos adolescentes a solas.

El elenco elegido es de campeonato: de nuevo la Streep, quien ya demostró sobradamente en Mamma Mia de lo que es capaz junto a la Kidman, quien también dio su do de pecho en Moulin Rouge, junto con unos para mí desconocidos J. CordenA. Rannells y Keegan-Michael Key. Todos dan sobradas muestras de pasárselo bien mientras actúan y de autoparodiarse sin desdoro. El creador de la función ha previsto números individuales para cada uno de ellos, además de los colectivos. Love Thy Neighbour, cantada por Rannells en el centro comercial, es la que más se acerca a los grandes números habituales en estas pelis; hay también homenajes, como el que cita a Bob Fosse. Streep va de gran dama, y con su edad no le hace ascos a nada. Creo que es porque está de vuelta de todo. Jo Ellen Pellman y Ariana DeBose son las dos adolescentes enamoradas. La partitura es un homenaje a los clásicos del género y viene firmada por un tal  Matthew Sklar,inspiradísimo, tanto en los números corales, el del final es magnífico, como en los íntimos, con Emma acompañada por una guitarra.

 

Habrá quienes la vean excesiva, a otros puede que les resulte ñoña o empalagosa. Lejos de la oscuridad manifiesta en Los chicos de la banda, a mí me ha enganchado y me ha hecho reír y disfrutar ante un vibrante espectáculo musical, que apuesta por la normalización del mundo gay y que, en la medida en que pueda mostrar modelos diferentes al heteropatriarcal dominante en Hollywood a la gente joven a través de sus bailes y su estética, puede conseguir que haya quien sienta que no es tan bicho raro como todavía en muchos lugares se les hace sentir. El par de horas de duración no se me ha hecho pesado en absoluto. Con todas estas salvedades, cada quien que decida.


José Manuel Mora.



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