El retrato de una dama, de Henry James

A Lady

En este mi deambular sin demasiado rumbo por todo el territorio literario que me queda por descubrir, que es mucho, vuelvo ahora a un clásico del XIX. Ya hay en estas páginas otra referencia de hace más de diez años del mismo autor, Washimgton Square, que valoré enormemente. Así que de alguna manera iba sobre seguro. Probablemente convenga tanto encierro para poder embarcarse en una aventura como la que me ha tenido enfrascado este mes de enero y parte de febrero de pandemia inacabable, en la que sólo la cercana vacuna permite vislumbrar un horizonte algo más despejado. JAMES, HENRY. El retrato de una dama. Madrid: Alianza Editorial, 2017 en primera reimpresión; trad. María Luisa Balseiro; 823 págs de una edición en rústica que de otro modo hubiera sido mucho más cara.


James (1843-1916), nacido en el seno de una familia rica y culta de Nueva York, recibió una educación esmerada y se estableció en 1875 en Gran Bretaña, donde acabaría muriendo. Lo señalo porque es pertinente a la hora de entender a Isabel Archer, la protagonista de esta "historia sencilla" (no story, but history), en palabras del autor, quien también llega por esos años desde las orillas del Hudson a visitar a unos parientes, los Touchett, que viven en la campiña inglesa y que emigraron con anterioridad, habiéndose asentado con éxito social y económico. Como el autor, y como Henrietta Stackpole, la amiga periodista de Isabel ("¿Una reportera con faldas?" pág. 112), estas personas transplantadas parecen no poder  echar raíces de verdad en el viejo mundo, dado lo diferentes que son los valores y los modos de vida y comportamiento a ambos lados del océano. La belleza y distinción de la joven, "era inesperadamente guapa" (pág. 20), y además "se juntaban la inteligencia y la emoción" (pág. 23), harán que pronto se vea solicitada por diversos pretendientes, entre ellos Lord Warburton, "un noble último modelo, un reformador, un radical, un desdeñoso de las viejas formas" (pág. 94). La elección final, ya en Italia, le parece a este lector poco acertada. Luego veremos por qué. Naturalmente ello depende de los precisos comentarios que el narrador omnisciente va intercalando: "Miró con gran fijeza a nuestra heroina" (pág. 34, la cursiva es mía), o sus intromisiones "pero acaso al lector le interese saber" (pág. 44). La sutileza con la que James es capaz de describir el carácter de la protagonista queda ejemplificada con esta otra cita: "Su naturaleza tenía un no sé qué de jardín, un algo de fragancia y de enramada rumorosa, de pérgola unbría y dilatados panoramas" (pág. 72). Su orgullo y su curiosidad y su afán de independencia la hacen destacar en una sociedad tan convencional como la inglesa, "Yo no quiero empezar mi vida casándome" (pág. 206), dice, ya que "si hay algo a lo que tengo apego en el mundo [...] es a mi independencia personal" (pág. 220). Hay aquí claros ecos de un protofeminismo avant la lettre, como cuando se dice "siempre había entre las mujeres una especie de pacto tácito" (pág. 170). Los diferentes personajes que la van rodeando nos la van descubriendo cada vez más a fondo, gracias al estudiado y medidísimo cambio de punto de vista del escritor. 


(Primera edición norteamericana de El Retrato de una Dama, publicado en Boston el 16 de noviembre de 1881)

El personaje de Mme. Merle, viuda estadounidense que vive de dejarse invitar y gracias a sus modales exquisitos, supone el perfecto contrapunto del de Isabel, quien se siente hechizada por el encanto personal de la dama, por mediación de la cual conocerá al último de los personajes fundamentales de la trama, Gilbert Osmond, amable pero con algo de siniestro, es un americano sin talento ni dinero pero con ínfulas de refinamiento, quien ve en la riqueza heredada de su tío por Isabel una manera de solucionarse la vida. Y así es como la fotuna de la joven la aleja del amor, al ejercer equivocadamente su libertad. Cuando llegue la boda, el escritor volverá a ejercer de mago, con una soberbia elipsis sobre el trascendental suceso, que luego le hará volver atrás para contar lo ocurrido. Y entonces Isabel se hará consciente de que "la única fuente de su error había estado en ella" (pág. 568). Y, sobre todo, de que "estar casada quería decir que [...] cuando había que optar, se optaba por el interés del marido como la cosa más natural" (pág. 751), lo que hace que Osmond, para quien «el hecho de que ella tuviese una mente con ideas propias» le parecía ofensivo, vaya moldeando el destino de su esposa y el de una hija que aporta al matrimonio, Pansy, a su caprichoso y despótico antojo, todo con una refinada crueldad que va convirtiendo la historia casi en un relato de terror, de película muda, ya que los sentimientos no llegan nunca a expresarse debida y abiertamente.

 

La hondura del los análisis anímicos de los personajes es extraordinaria. Isabel, como la Bovary o la Karénina son heroínas trágicas. Teniéndolo todo, acaban por ser desgraciadas, con el agravante de no poder expresarlo, por el qué dirán de quienes las rodean. El orgullo es un terrible componente en la ecuación. El encorsetamiento de la cubierta anterior es una buena metáfora de la situación en la que las mujeres de la época se veían atrapadas. Contrasta eso con las posibilidades de los varones: "La mejor suerte de los hombres, que siempre pueden zambullirse en las aguas reparadoras de la acción"  (pág. 535). Es cierto que en la estructura de la novela la presencia del narrador es a veces excesiva para el lector actual, y que las disquisiciones con que se incian los capítulos pueden resultar premiosas y excesivamente extensas, lo que se debe a que, se publicó por entregas y era necesario extenderse para asegurarse mayor estipendio. Sin embargo las descripciones de las que hace gala resultan delicadísimas: "Había sonado la primera campanada del otoño, y el sol acuoso ponía en los muros destellos difusos y quebrados, lavándolos" (pág. 106); o bien,  "Había en aquella isla inimitable una cierta mixtura de niebla y cerveza y carbonilla [...[ el aroma nacional" (pág. 258), con la que ofrece su visión del país de forma esquemática y tal vez irónica. Al tiempo, los trenes ya ofrecían en la época las posibilidades de desplazamientos "rápidos", lo que permite a los personajes viajar por el continente con más soltura que cuando se hacía en carruaje y al autor presentar rincones de Florencia o Roma bien conocidos por él. "El valle del Arno, borroso de color italiano" (pág. 313). En definitiva, y para no extenderme demasiado, que podría, dada la riqueza de la escritura de James,  es éste un libro de paladar exquisito, un estudio del alma femenina, pero también de algunos de los varones de la historia, Lord Warburton, o el primo Ralph, por ejemplo, enternecedor. No sé si el psicologismo de la época tiene algo que ver con el fino bisturí con el que el escritor es capaz de diseccionar el alma humana. En un toque más de modernidad, el libro tiene un final abierto, como si fuera posible otro volumen como el presente para contarnos el devenir futuro de Isabel Archer, una auténtica Lady, a pesar de ser estadounidense. Una verdadera delicia.

José Manuel Mora.

P.S. Hay una versión fílmica de 1996 dirigida por Jane Champion que he recuperado y de la que escribiré la reseña pertinente.
    

 

 

 

Comentarios

Pilar Bacas ha dicho que…
Disfruté leyendo este retrato maravilloso Y me gustaría no haber leído el libro para poder hacerlo después de haber leído tu crítica (repetir no pienso, que es mu largooo)