Otra ronda (Druk), de Thomas Vinterberg

 Que me pienso seriamente emborrachar...

El alcohol nunca ha estado entre mis deblidades, así que no ha sido el tema de la peli, ya sugerida en el título, lo que me ha llevado al cine. De hecho, recuerdo haberlo pasado muy mal en Días de vino y rosas (1962), con el inmenso Lemmonn. Parece que la gente va perdiendo el miedo y éramos ya una quincena de personas en una sala inmensamente vacía, sin embargo. Había otras razones para ir al cine a ver Otra ronda (Druk), entre ellas la de su director, y aquí también coguionista junto a Tobias Lindholma, el antaño enfant terrible Thomas Vinterberg, de quien llevo ya vistas algunas obras suyas anteriores: La celebración (1998) fue de las primeras cintas que se acogieron a las propuestas del movimiento Dogma 95, fundado por Lars von Trier y el propio Vinterberg y que me pareció terrible por su violencia familiar. La caza (2012) me conmovió hasta el tuétano. En ella coincidían el director y el protagonista de la que hoy comento. Y todavía fui a ver La comuna (2016), ya comentada aquí. Ahora ha sido ésta, que incluía lo atractivo para mí de la ambientación en Dinamarca, algo de lo que ya he hablado en la anterior entrada. Y el morbo de saber que la dedicatoria, "A Ida", va dirigida a su hija, fallecida con 19 años en un accidente, lo que puede que convierta a la peli en una elegía entre la tristeza de la pérdida y el gozo de la vida mientras se pueda. Ha sido preseleccionada para los Oscar 2021 en la categoría de mejor director y mejor película internacional.

Como no hay una perspectiva moralizante en su director, lo ha expresado en alguna entrevista, no quiero enfocar así el comentario, pero sí es cierto que el arranque del filme, con la fiesta alcohólica de unos bachilleres, ha traído a mi memoria las famosas "paellas" que se celebraban en nuestros institutos como rito iniciático y que acababan muchas veces en comas etílicos, lo que condujo a su desaparición. Y si ese es el prólogo, el epílogo también incluye, junto a los gorritos blancos de los egresados daneses, los camiones en los que recorren la ciudad hasta que se hartan de beber. Y en esa celebración vemos además una escena catártica protagonizada por el intenso Mads Mikkelsen, que quedará en mi memoria y en la de quienes vean la cinta. Se brinda de principio a fin "¡Por el alcohol! Causa y a la vez solución de todos los problemas de la vida." En medio, el experimento que deciden llevar a cabo cuatro pofesores de un instituto para comprobar si es cierta la teoría de un tal Finn Skårderud, psiquiatra noruego, no sé si real, que afirma que los humanos nacemos con un déficit de alcohol en sangre del 0'5, lo que conllevaría la necesidad de equilibrar la diferencia para dar la mejor versión de nosotros mismos.

¿Qué los lleva a ello? ¿La crisis de los cuarenta? ¿La monotonía de vidas asentadas y vacías? ¿La desmotivación laboral ante un alumnado desinteresado? ¿El haber perdido el atractivo por unas mujeres que sólo sirven de telón de fondo en su realidad? ¿La necesidad de experimentar? Bien pronto se pone de manifiesto que, conforme van aumentando el umbral de ingesta, las sesiones de bebercio, aunque empiecen de forma divertida, no tienen al final demasiado de festivo. Y que las consecuencias alternan entre la inicial euforia dialéctica en las clases y la pérdida progresiva de los papeles y del oremus. No juzga el director a los personajes,  a quienes vemos gozar de la euforia que el alcohol provoca, lo que les hace congraciarse consigo mismos y con sus compañeros de aventura mientran rompen corsés en la formal sociedad danesa, pero no se priva de mostrar no sólo la mejora en el desarrollo de sus clases, sino también el deterioro de vida y relaciones que la bebida va provocando, el descrédito social y la brecha familiar. También hay inserciones de personajes célebres que han hecho el ridículo ante las cámaras por aparecer achispados en exceso. Vemos pues que los dos tonos conviven en la historia. De hecho hay una crítica a la formalidad luterana, que condena que los jóvenes se emborrachen los fines de semana (en mi primer viaje a Copenhague vi subir a quinceañeros a cuatro patas al autobús los sábados por la noche para poder volver a casa), mientras que los adultos beben lo que no está escrito. Y al tiempo hay como una nostalgia melancólica por ese tiempo en el que se podían hacer locuras sin grandes destrozos íntimos ni familiares.


El aspecto formal está cuidadísimo. El director trabaja a fondo los primeros planos para sacar de sus actores un plus de veracidad, la posibilidad de ahondar en su intimidad, a lo que ayuda una fotografía y una iluminación cálidas. Thomas Bo Larsen, Magnus Millang y Lars Ranthe están magníficos, eufóricos, tristes, melancólicos, heridos. Toda la contención que muestra en la mayoría de las secuencias parece alterarse cuando la música hace acto de presencia. Dionisos parece tomar las riendas de los personajes, y eclosiona en la secuencia final en la que Mads Mikkelsen acaba con la maravillosa contención mantenida durante toda la cinta y rompe públicamente con lo que se espera del profesor sensato y mesurado para sacar sus ansias de gozo y de plenitud gracias a  su dormida capacidad para la danza (yo desconocía su formación dancística previa), y que me ha dejado boqioabierto, por la fuerza comunicativa y por la manera en que Vinterberg la ha filmado, como un auténtico tour de force de explosión vital. No sé cómo se puede escribir eso en un guión ni cuánto de improvisación inspirada hay en ese momento. Aunque sólo fuera por esta última secuencia ya vale la pena ver una película que es claramente polémica y que a mí me ha mantenido bastante fuera en gran parte del metraje. À chaqu'un son goût. El tráiler es de no perdérselo.

José Manuel Mora.
 

 


 





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