El Huerto de Emerson, de Luis Landero

 Reflexiones caleidoscópicas

Conforme se van jubilando las amistades, el tiempo de esparcimiento se amplía y uno recibe recomendaciones variadas: pelis, series, libros... Mi amiga Mariaje me señala uno que tiene entre manos y que le está gustando. No me cuesta seguir su prescripción, puesto que el autor tiene ya varias entradas en este blog, lo que indica que es un escritor al que sigo desde hace tiempo. LANDERO, LUIS. El Huerto de Emerson. Barcelona: Tusquets Editores, Col. Andanzas; 2021, (lo que quiere decir que se trata de una novedad, por fin; aunque ya he dicho muchas veces que me da igual, a estas alturas, estar à la page), 234 págs. La ilustración, muy bella, de la cubierta es de Lisa Holloway. En el cuidado de esta editorial por sus libros tiene un papel importante la selección con la que se presenta el mismo. Y ésta me parece muy sugerente, con los dos niños ante el fuego en esa época, la infancia, "la edad de los hallazgos perdurables" (pág. 201), frente a esa llama menuda con la que se cierra el libro. 

Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) es un chico joven de mi edad, a quien descubrí en Juegos de la edad tardía, en el lejano ya 1990, que recibió los Premios de la Crítica y el Nacional de Narrativa. Que estudiáramos lo mismo, Filología Hispánica, y que nuestras vidas hayan discurrido por veredas tan diferentes, muestra las múltiples decisiones que van conformando nuestra historia personal, como él mismo se encarga de poner de manifiesto al dedicarse al guitarreo y la farándula, antes de acabar de profesor en Yale y Madrid, aunque también en eso reconoce cierta impostura. El año pasado disfruté a modo con El balcón en invierno (2014), tras haberlo hecho con su aclamada novela Lluvia fina, (2020), que yo leí antes, aunque fuera posterior a la citada. Y, como ya hizo con el primero, vuelve a utilizar el recurso al agotamiento de la inspiración: "Cuando uno no sabe qué escribir [...] siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos [...] pasear por el bosque del tiempo ya vivido" (pág. 11), puesto que esa memoria "no se acaba nunca" (pág. 12). Estamos pues ante otra obra de carácter memorialístico. Y también de poética, al descubrir el autor su modo de escribir: "Quiero que el libro se vaya haciendo solo [...] qué alegría notar el llenor de las palabras" (pág. 15; luego hablaré del porqué de la cursiva). Señala que "nada es más grato que perderse en divagaciones, como Montaigne o Shakespeare" (pág. 16). Y van surgiendo sus referentes desde el inicio hasta el final, Miguel ("Saber sentir es saber decir"; pág. 146), o Félix Lope.

Y hay que investigar, claro, quién es el tal Ralph Waldo Emerson, que me suena como pensador estadounidense de mediados del XIX, pero que no sé que relación tiene con ese "huerto" del título. Parece que fue un panteísta, entre muchas otras tendencias de pensamiento, muy en contacto con la Naturaleza, amigo de Thoreau y Whitman, y no sé si de ahí viene su afán: "labora en tu huerto sin angustia, ni prisas" (pág. 25) y también el hecho de que "cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado un terrenito en el que laborar" (pág. 80). Más adelante repite: "Lentitud, soledad, concentración" (pág. 76), como método. Todo ello junto al "asombro del niño [...] que nunca la razón cante más alto que el corazón, a dúo" (pág. 19). Y su herramienta fundamental, la imaginación en carne viva, al lado de lo que él llama "súbitas iluminaciones, esa es la materia más preciosa del arte" (pág. 115) y que vienen siendo sus recuerdos. Siguiendo con su poética, que pone de manifiesto de manera explícita en el capítulo 9, titulado "Plegaria", el escritor se siente como se deben de sentir quienes se ponen ante una página en blanco, con la angustia no sólo de qué decir, sino de cómo decirlo; al fin y al cabo, según señalaban los latinos, nihil novum sub sole, por lo que ruega "que pueda imaginar lo que nadie ha imaginado antes, y decirlo como nadie lo ha dicho nunca" (pág. 150). Y a ello habrá de darle "ritmo, el ritmo, siempre el ritmo" (pág. 154), y ese es uno de los grandes aciertos de este libro, la cadencia con la que está escrito, el modo en que enhebra las historias y las reflexiones. Le añade como instrumento "el lenguaje oral que oía de niño [...] esa y no otra es mi mejor escuela literaria" (pág. 155).  
 
 
Porque también hay historias junto a la reflexión. "Donde Pache" tiene todo el encanto de lo cotidiano remoto con un final inesperado, como en los buenos cuentos. Hay mucho de emoción en "Un noviazgo", la aventura silenciosa de los enamorados a la puerta de la casa, de una casa en la que "el anochecer era un proceso laborioso" (pág. 91) por lo que había tiempo para los largos silencios. O en esa categorización por sexo, que no por género, "Hombres y mujeres", en la que considera que "la épica era cosa de los hombres y el costumbrismo de las mujeres" (pág. 135). Mucho más encantadora me ha resultado la sucinta descripción, casi mágica, de las féminas de su pueblo perdido en el tiempo: "Ellas, las hadas con alpargatas y mandil" (pág. 130). En "El viejo marino" encontramos la excusa y la explicación de la necesidad de contar a la vuelta de un viaje. "Después de viajar, me gusta, necesito soñar el viaje [...] no está completo hasta que no contamos [...] lo vivido" (pág.183), afirmación que suscribo plenamente, como se puede comprobar en la etiqueta "Viajes" de este mismo blog. O la evocación de esa primera juventud, "Cuando éramos tan guapos", sobre todo porque nos veíamos con los ojos de quien así nos lo confirmaba con su mirada. Un tiempo en el que "leer era entregarse a las palabras con la misma desesperación que al sufrimiento o al amor" (pág. 200), ya que no había el tumulto de imágenes que ahora manejamos. O la emoción que provoca "El viento en la vela", con la nostálgica evocación de la visita a la tumba de sus padres, inencontrable, dado que no tiene la mano materna que lo guíe.
Por supuesto, Landero sigue siendo ese maestro del lenguaje, capaz del uso terso de la descripción de ecos muy literarios, y aquí dejo tres ejemplos que lo certifican: "Ponen en sus mejillas la atrevida lumbre de un rubor" (pág. 172); o "Sus preciosos ojos verdes [...] Agua profunda y transparente de algún mar tropical" (pág. 194); o, para terminar, "día invernizo de nieblas y lluvias. Del color de los ojos de los ciegos" (pág. 225). Y en esta última cita aparece un término, "invernizo", que podría casar con ese saber antiguo de palabras usadas tan sólo en el mundo rural y en un tiempo definitivamente ido: "aguachinas", "borbollear", "amollecer", "llenor", que impregna las rememoraciones de  sencillez y emotividad. Et pourtant... A veces hay un sin embargo. Habiendo disfrutado mucho de su lectura, he experimentado un cierto desencanto, como si al conjunto del texto le faltara la garra de los citados en el primer párrafo. Con todo, creo que es un libro altamente recomendable.
 
José Manuel Mora.


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