El olvido que seremos, película de Fernando Trueba

 El padre

Dos son las razones que me han llevado al cine esta tarde: el hecho de tener mayor tranquilidad al estar ya inoculado con la primera dosis, y el deseo de ver en qué se había convertido un libro que me marcó y que recuerdo, a pesar del tiempo transcurrido desde su lectura, once años ya: El olvido que seremos (2010). Tanto disfruté que leí el que publicó a continuación, La Oculta (2014), y no quedé defraudado. Sigo pensando que es preferible leer primero la novela y ver luego su adaptación. Fernando Trueba, a quien sigo desde hace años, ha acertado de pleno al encargar la escritura del guión de la película homónima que se acaba de estrenar, El olvido que seremos, a su hermano David Trueba, tarea que le ha llevado unos años, según confiesa. Y ha sido una apuesta arriesgada, puesto que era fácil acusarlo de buenismo, eso que ahora está tan mal visto en según qué ambientes. Se llevan más los tipos fieros y más si la cinta se ambienta en esa desgraciada y bella Colombia, acosada por la violencia de los narcos, las guerrillas, los paramilitares y el acoso institucional a sus pobres gentes. Algo que seguimos viendo estos días. De cómo ha concebido el filme, hablaré a continuación.

 
La historia bascula entre dos momentos filmados de forma diferente: el más próximo al hecho cumbre del filme, años 80, en un blanco y negro dramático, y el más antiguo, en los 70, en unos colores como de super 8, algo apagados, que vienen muy bien a la época que se narra. Tal vez me ha resultado algo excesivo el uso de la música, por ejemplo en la manifestación final. Ambos momentos están contados desde la óptica del único hijo varón del doctor Abad Gómez, que acabará siendo el escritor Abad Faciolince. Éste recuerda la filosofía educativa de su padre: a los hijos hay que quererlos mucho, único modo de que sean felices. Y la relación de ambos es una auténtica delicia, llena de emoción y de admiración. Hay una visión nostálgica de una vida en familia, gozosa, llena de bullicio, al estilo de la de Belle époque, de una cotidianeidad sin sobresaltos, aunque de escasos recursos, que contrasta con la constante preocupación del padre por mejorar la vida de las gentes más necesitadas de Medellín, a base de cuidar las aguas que se consumen, de fomentar el uso de las vacunas infantiles, de luchar por la salud pública, y de acabar siendo un activista comprometido con su entorno, incapaz de callarse ante la injusticia, un peligroso comunista para el poder establecido y un liberalote, aliado de los poderosos para la izquierda. El final no puede ser sino trágico.
 
Aunque es una peli coral y la figura del niño Nicolás Reyes Cano es de una naturalidad pasmosa, todo se sostiene gracias a la actuación portentosa de Javier Cámara quien, tras sorprender en los inicios por su acento tan de allí, acaba tramutado en el doctor Abad y deja de verse al actor. Los momentos de complicidad con sus hijos, su preocupación por hacer pensar a su alumnado, su firme defensa de los que menos tienen, todo está engrandecido por la mirada admirativa del hijo, pero todo también llevado con una actuación tan medida, que acaba emocionando aunque se le vea llorar de espaldas. Los dos hermanos Trueba han conseguido trasladar mucho de lo que yo experimenté con la lectura del libro y, aunque sigo recomendando su lectura, también aconsejo aprovechar que la peli permanecerá una tercera semana en las pantallas alicantinas, cosa rara en estos tiempos postpandémicos, por lo que no conviene perdérsela.
 
José Manuel Mora.
 


 

 

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